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26. Son solo 30 kilómetros

Ramón Gama Becerra

Jamás le había ocurrido antes.  En un lamentable error, se había extraviado en el trayecto de una excursión, planeada desde hacía más de un mes. El objetivo era llegar en compañía de su esposa Marisa, y su hija Frida Sofía, de apenas 8 años, a un montículo en donde según le habían dicho, era rico en petroglifos que no estaban expuestos al público.

Arqueólogo aficionado, la idea de visitar ese lugar lo emocionó desde que se lo revelaron. Desafortunadamente solo le pudieron hacer un croquis y, en pleno desierto no había grandes referentes para guiarse. Una vez que salió de la carretera principal solo había toscos senderos creados por la necesidad de las personas. Además, y aún más grave, el área por la que se movía era merodeada por narcotraficantes. Las veredas, al estar muy lejos de las carreteras principales, pero al mismo tiempo, muy cerca de la frontera con EUA, eran seguras para el tráfico de drogas y de ilegales.

Al ver una camioneta de doble cabina parada en medio de la nada, a la distancia, y con cuatro personas a su alrededor, se acercó para pedir ayuda. Cuando llegó hasta ahí descubrió su grave error. Las personas, al notar su presencia, inmediatamente lo encañonaron con armas de grueso calibre. En la arena, detrás de ellos, se podían apreciar tres cadáveres con claras evidencias de haber sido torturados y luego asesinados con un tiro en la frente. Era demasiado tarde para huir. Con lujo de violencia los obligaron a bajarse de su automóvil. El acento claramente español de su esposa los inquietó. El que aparentaba tener mayor rango la interrogó directamente:

—¡Así que eres gachupina! ¿Qué andas haciendo tan lejos de tu país, aquí en México? ¿Eres turista?

—¡Es mi esposa y mi hija! —Mario se adelantó a contestar siendo silenciado por un golpe en el costado, con la culata de la ametralladora que uno de ellos portaba. Mientras intentaba recuperar el aire en la candente arena, Marisa intercedió por él.

—¡No le pegue por favor, no soy turista! Es mi esposo y la niña nuestra hija. ¡Por favor déjenos ir, no diremos nada, solo veníamos de excursión y nos perdimos!

—¡Huy no güerita, eso no se va a poder! Nos van a tener que acompañar con el patrón y, pues a ver Octavio qué dice. Ya vieron demasiado.

Una vez que amarraron a Mario y a su esposa, y los vendaron, los aventaron a la caja de la camioneta.

—La niña se va con nosotros adelante. ¡Si cometen alguna estupidez la matamos!

Mientras saltaban una y otra en la caja que, debido al sol quemaba su piel, Mario intentaba tranquilizar a su esposa que lloraba aterrada. La había conocido hacía ya 10 años en un viaje misionero que realizó a España, a la provincia de Jaén. Allí, entre senderos y un mar plateado y verde de olivares, conoció a Marisa. Sus padres, al igual que la mayoría de la población, se dedicaban a la producción de aceite de oliva. Fue amor a primera vista y siempre consideró que Dios lo había llevado tan lejos para que conociera a su esposa. Él, por su parte, provenía de Culiacán Sinaloa, en México. Referente obligado para hablar de uno de los principales cárteles del narcotráfico en el mundo. Una vez que sintió el llamado del Señor y egresó del seminario, le ofrecieron que fuese pastor de una ciudad moderna pero pequeña mucho mas al norte. Casi pegada a la frontera con EUA. Caborca Sonora. Desafortunadamente, al igual que en su tierra natal, el narcotráfico era el verdadero dueño de la ciudad. Sin desanimarse, pensó que habría una gran oportunidad para predicar ante tantas personas, tan evidentemente necesitadas del evangelio.

Los años pasaron y su fe se encontró de repente varada en las arenas de la duda y la desconfianza. Cómo era posible que el Dios en el que creía permitiera tantas tragedias cada día. Las balaceras, los cadáveres colgados en los puentes, las mantas aterrorizando a la ciudad, los falsos retenes en la carretera. Para colmo, ahora, mientras rebotaba junto con su esposa en la camioneta, él y toda su familia se encontraba en peligro de muerte.  No pudo pensar en otra cosa que no fuera el grave error que había cometido al elegir el pastorado y el haber arrastrado a su esposa e hija en su locura. Finalmente, sus padres jamás estuvieron de acuerdo en su decisión de abandonar su carrera de odontología, e ingresar al seminario.

La camioneta por fin dejó de saltar y se detuvo. Inmediatamente los bajaron en medio de insultos y comentarios soeces, conduciéndolos por un sendero irregular. Cuando por fin les descubrieron los ojos, un tipo de mediana estatura y barba cerrada, de aproximadamente 30 años, los observaba fijamente, con su boca torcida en una mueca burlona. Uno de los matones se dirigió a él.

—Patrón, con la novedad que encontramos a estas personas fisgando donde no debían. No los quebramos inmediatamente por que la mujer es española y luego ya ve que se hace más escándalo en las noticias. Se los trajimos para que usted decida.

Octavio se rascó la barba pensativa.

—Qué andan haciendo de metiches por estos lugares compadre, ¿no sabe que es muy peligroso?

—¡Le suplico que nos perdone, fue un grave error! —dijo Mario—. Buscábamos unos petroglifos y nos perdimos. Luego vimos a esos hombres y nos acercamos a pedirles ayuda. Traigo a mi familia y me sentí desesperado, por eso me acerqué a ellos. ¡Si usted nos perdona la vida, pongo a Dios como testigo de que no diremos nada de lo que vimos jamás!

Marisa y la niña no dejaban de llorar.

—¿A qué te dedicas? —preguntó el líder, con un tono de voz que no daba oportunidad de interpretar ninguna emoción, mientras que las personas que los habían llevado ante él continuaban apuntándoles con sus armas.

—Soy pastor —dijo Mario—. Un siervo de Dios.

—Así que es usted pastorcito —dijo el hombre con aspecto irónico—. ¿Y de qué, de ovejas, becerros o qué cosa? Yo no miro nada por aquí.

—Soy pastor de almas. Soy el encargado de la iglesia “Betania, en el ejido la sangre —su voz temblaba al hablar.

—Pues no parece que Dios hoy ande contigo compadre. Estuviste en el lugar equivocado en el momento equivocado y pues, no puedo permitir que te vayas. No es nada personal. De hecho, lo lamento. De cualquier forma, al cielo no me voy a ir, pero tal vez ustedes sí.

Mario se arrodilló en el piso mientras le suplicaba misericordia.

—Libera a mi esposa y mi niña. ¡Por favor! Si quieres tortúrame, hazme lo que quieras, solo déjalas ir. Yo las arrastré hasta aquí. ¡Yo soy el único culpable!

Octavio se quitó su sombrero y se rascó la cabeza. Luego volteó en dirección a un auto Ford Chevrolet muy antiguo estacionado a la intemperie. Las hierbas y las telarañas habían crecido a su alrededor, y el sol había arrancado totalmente la pintura. Los cristales estaban quebrados y las llantas desinfladas y cuarteadas.

—Mira pastor, no soy un perfecto desalmado. Te propongo un trato. A solo 30 kilómetros de aquí hay una vereda que lo llevará a la carretera principal. Ese auto que ves allí no necesita llave, es cosa que junten los cables del volante para encenderlo. Si tú y tu familia lo echan a andar son libres. ¿Qué te parece?

Los rufianes se echaron a reír mientras su patrón hacía obvios esfuerzos para reprimir una carcajada.

—Debo aclarar que, si fallas en el intento, los vamos a balacear ahí mismo. ¿Estamos claros?

Mario se dio cuenta que era inútil suplicar. Estuvo a punto de resistirse para morir, aunque fuese peleando, cuando su hija contestó animada al reto:

—¡Adelante papá, Dios nos salvara! ¡Tú confía en el!

Volteó a ver a su esposa y al ver sus ojos comprendió que no tenían otra opción. Preferible dar una última lección de fe a su niña que arriesgarse a que les hicieran algo peor antes de matarlas. Asintiendo ante Octavio, con paso lento, todos se dirigieron hacia el auto. Solo su hija había recuperado el ánimo y antes de entrar al auto, rápidamente buscó en su bolsita de mano que nunca olvidaba, un frasquito de cristal con un líquido adentro. Lo tendió a su padre.

—Toma papá, es aceite de oliva bendito. Acuérdate que siempre traigo en mi bolsita para curar algún enfermo. Ponlo en el motor y funcionará. ¡Confía en Dios!—. Mario, con una sonrisa forzada, tomó la botellita impactado de la fe o ingenuidad de su niña.

Marisa y su hija subieron al auto que apestaba a orina de rata. Las vestiduras de los asientos estaban totalmente rasgadas y era obvio que tenía años de no usarse. Mario, mas por conceder a su hija un último deseo que por fe, se dirigió a la cajuela para vaciar el aceite.

Su esposa guardaba un vínculo especial con su patria y en especial con su hogar, con sus raíces. El aceite de oliva para ella significaba todo eso. Sus suegros, siempre que podían, le enviaban garrafas del preciado óleo. Él, a su vez, le había enseñado a su hija que la Biblia ordenaba ungir a los enfermos con aceite mientras se oraba por ellos. Su hija, en su inocencia, llevaba un frasquito siempre por si hacía falta.

“No creo que el aceite sirva cuando vacíen sus armas en nosotros”, pensó con tristeza.

Al abrir con dificultad el cofre y ver su interior palideció. Por supuesto que era una broma macabra. Fingiendo que todo estaba bien ante su familia lo cerró y se dirigió al lugar del conductor. Octavio y sus gatilleros, sin dejar de reír, les apuntaban con sus ametralladoras.

Declarando una última oración, se agachó y juntó los cables que sobresalían del arranque en el volante. El auto encendió limpiamente. Incrédulo, volteó a ver a los sicarios esperando que dispararan, pero, al igual que , se habían quedado mudos. Solo atinaron a ver a Octavio esperando instrucciones. Este, pálido, gritó:

—¡Déjenlos ir!

Mientras el destartalado carro se perdía en una nube de negro humo, gritó nuevamente.

—¡Sigan derecho hasta que vean un portón de madera, allí viren a su izquierda y sigan la brecha por 30 kilómetros, eso los llevará a la carretera principal!

—¡Por qué hizo eso patrón, se van a pelar! —dijo desesperado uno de los matones.

Octavio lo miró asustado y señaló un cobertizo. Debajo de las láminas se podía ver un motor de auto.

—¡Ahí está el motor del auto imbécil! ¡Solo explícame cómo carajos puede arrancar un auto que no tiene el jodido motor adentro! Puedo lidiar con cosas de este mundo, no con lo sobrenatural. ¡No debemos meternos con esas personas! Es más, ¡síguelos a una distancia prudente y asegúrate que lleguen a salvo a la carretera!

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