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13. Feliz

María José Ortés Pineda

 

Habían caído las primeras gotas de rocío sobre el campo, arrecio y tembloroso. Lobo miró haciendo visera con las manos, desplazando la vista de su único ojo útil por todo el olivar. La caña de varear y el esportón se ajustaban dóciles a sus manos rudas y bastas.

Escupió, se limpió las comisuras de los labios y silbó el tono habitual para llamar a la Tenca.

Una cuadrilla de hombres y mujeres se afanaba en ordeñar los frutos de la parcela contigua.

La Tenca, solícita, llegó hasta Lobo, moviendo alegre el rabo, esperando una caricia o una orden para cumplirla con obediencia mansa.

– Tenca, bonita – musitó Lobo.

Lobo abrió la cancela y llamó al Portugués con otro silbido.

Una bandada de pájaros levantó el vuelo, temerosas de algún tiro de cazador furtivo.

– ¡Portugués, Portugués! – bramó Lobo.

El viejo le dirigió una mirada torva, desconfiada.

– La red estaba puesta esta mañana y los sacos bien amarraos para llevarlos a la cooperativa. Algún desalmado hizo de las suyas y se llevó lo que no era suyo. Si no estás de madrugada, mejor no vengas, Lobo. No puedo darte lo que no es tuyo.

Lobo respondió con recelo, mirando alrededor. Las aceitunas brillaban redondas, hermosas entre el envés de las hojas verdes y blancas.

– No tengo yo la culpa, estoy solo con el ganado y llegar desde el Amarillo aquí me trae toda la mañana.

– Lleva los sacos con el carro hasta la cooperativa, al menos algo es algo. A ver cómo completamos el jornal con lo que queda.

Por el camino del Amarillo los carros de los olivareros iban descendiendo, uno tras otro hasta el depósito de agua potable, al lado de la almazara. Las risas de los hombres se mezclaban con los ladridos de los mastines que vigilaban las tierras colindantes.

Lobo acercó sus sacos al remolque del Portugués, se secó el sudor con un pañuelo sucio que sacó del bolsillo de la camisa. Arrancó el motor y maldijo su suerte. Hizo cuentas, masculló tres o cuatro improperios y puso la radio, a golpes. El camino serpenteaba cuajado de charcos y peñascos rojizos. La Tenca seguía el carrillo cojeando, sin miedo de mojarse o de quebrarse algún otro hueso. Lobo la miraba por el retrovisor mientras trataba de limpiar las gotas de agua del parabrisas trasero. Las ramas de los olivos se habían quedado atascadas entre los limpias y emitía un gemido animal que enturbió más aún su estado de ánimo.

Se bajó del coche y limpió con la manga el cristal, sacó las hojas y las ramas finas.

– ¡Tenca, Tenca! -gritó en busca del animal.

El silencio del campo que acogía con parsimonia la lluvia fue toda respuesta.

– ¡Tencaa!

Temió lo peor, abrió el carrillo, miró los bajos del coche, tocó con sus manos callosas cualquier resquicio en busca del animal.

Apagó el motor y dejó el coche en el camino, nervioso, silbando con el tono que el animal podría reconocer. La finca Cara estaba abierta, se esforzó con su ojo por localizar en el suelo embarrado alguna huella. Habían pasado varios vehículos y las huellas distorsionarían cualquier prueba del paso de la Tenca.

Pisó con cautela, varias familias recogían las aceitunas del suelo y otras iban separando las cántaras de aceite de la cooperativa. El brillo dorado le hizo cerrar el ojo. Tras una retama observó la escena. Los sacos llenos de frutos, las cañas amontonadas y los operarios de limpieza se afanaban en lo suyo.

Un grupo de niños correteaba con un trozo de pan con aceite y tomate, felices, gritaban al reclamo de una merienda típica de la tierra.

Lobo volvió la vista ante el ladrido de la Tenca, que traía entre los dientes un saco vacío de recogida de aceitunas.

– ¡Tenca!, estás hecha una ladrona.

Miró la impresión del saco, lo reconoció y sonrió lo dobló y lo echó al carrillo. Hizo el camino con el animal de copiloto. El frío era intenso y la lluvia se hacía persistente.

La radio emitía un programa de música como la que habría escuchado su hermano.

Se apeó en la explanada de la almazara y subió hasta la oficina para gestionar la entrada de la cosecha.

– Tenca, quieta. No hace falta que me saques las castañas del fuego. ¡Menuda pieza estás hecha! – dijo acariciándole el lomo.

Miró el carro que estaban vaciando en la tolva, la cascada infinita de aceitunas martilleaba contra el embudo y el encargado iba desechando los sacos desde el balcón.

– ¿Qué pasa, Lobo? ¿Cómo te va pagando el Portugués?

– Bien, el campo devuelve lo que uno trabaja. A no ser que entre hermanos nos quitemos el pan, Evaristo – apostilló.

La cascada de aceitunas se hizo río. Evaristo salió con el registro de entrada. Saludó con la mirada a Lobo.

– ¿A cuánto se da hoy? -preguntó Lobo.

– A 26, Lobo.

– ¿Cuánto había en el carrillo? – preguntó curioso.

– Trescientos kilos. Contaba con otros tres sacos más, como me dijo tu jefe.

Lobo escupió en el suelo y buscó con la mirada entre el carrillo del muchacho que traía el Pinche. Reconoció la cuerda verde con que había atado la recogida de la madrugada anterior y el saco de piensos de Marena. Los mismos que él había llenado con tanto tesón.

Se giró para buscar a algún empleado de la cuadrilla, pero entre los hombres del corrillo no distinguió más que a un jovencito moreno, delgado y tembloroso que mostraba necesidad por pedir el jornal al capataz.

– Usté da, yo, familia, comer. Yo trabajar.

– Las cuentas al final, Marru.

Lobo arrancó los pasos hacia el grupo, con ánimo de recuperar sus sacos, pero enseguida fue recordando las mañanas de trabajo sin descanso y las risas con su familia, cuando Perico recogía las caídas en su zurrón y Mari cantaba al volcar las redes en los sacos. No nadaban en la abundancia, pero sí en la felicidad de saber que el árbol les proporcionaba una seguridad, un invierno más cálido gracias a esas peonadas. Lobo se metió en el grupo.

– El chico, el chico tiene que mantener una familia, Don Eusebio, los pagos se ajustan al precio que marca la tabla, en la oficina, ¿no? -dijo con seguridad.

– ¿A ti quién te dio vela, Lobo?

– Va la cosa bien, don Eusebio, ¿no? Unos cuantos sacos traigo yo, del Portugués. Más esperábamos, pero…

Un reclamo en forma de bocina llamó su atención, Lobo asintió con la cabeza, ajustándose la gorra.

Tenca iba y venía con gran regocijo entre la gente. El muchacho seguía como una sombra a don Eusebio, montaba esportones y obedecía las órdenes.

Don Eusebio echaba cuentas con el administrativo en la oficina.

– ¡Prueba, Lobo! -dijo una mujer ofreciéndole una cuchara.

El brillo entre verdoso y dorado que emitía el aceite le despertó de su ensimismamiento.

– ¡Prueba, hombre! No todo va a ser trabajar.

Lobo recordó a Mari, a su melena rubia y su sonrisa inquebrantable tanto en las buenas como en las malas. Quiso contestar, pero no pudo. Un muchacho moreno se puso a jugar con la Tenca. Le tiraba un palo una y otra vez esperando su devolución. La Tenca se hacía la remolona, se escondía y el niño entraba en el juego de escondite.

Por momentos creyó ver en el muchacho a Perico, tan travieso y simpático.

– La factura para el Portugués, Lobo. Y anímate, hombre. ¿Qué te pareció el producto?

– Ah, sí…mejor que la temporada pasada, sí.

– Venga, hombre, acelera que tengo más trabajo.

Otra cascada, lluvia inmensa de un fruto que se multiplicaba y fluía por canales le traían de nuevo a la tierra donde siempre había sido feliz.

Pensó en Natalia y en su empeño por buscar el dorado en la ciudad y en Perico, con lo que le gustaba ir de acá para allá montado en la Sotina mientras se recogía la uva o se podaban las ramas secas de los árboles. En lo poco que se necesitaba para ser feliz y en esa cabezonería de vivir enlatado, pisándole los talones al tiempo para alargarlo hasta lo imposible.

Y esas ideas, tan jóvenes, tan descabelladas de atraer a las familias de ciudad hacia los cortijos adaptados al Oleoturismo. Lo que parecía fantasía había calado en el grupo empresarial del que formaba parte y según le contaba en el último wasap se iba haciendo realidad, como los cuentos de hadas.

– Igual que su madre – pensó con una sonrisa de orgullo.

Lobo recogió la documentación, se subió al coche y llamó a la perra con un toque de claxon.

El paisaje se mostraba imponente y acogedor como una madre generosa. Las sierras, moteadas por olivos, viñas y almendros, eran alcanzadas al fondo por el sol tenue de invierno.

– ¡Hace frío, eh! -comentó Lobo mirando con su ojo sano al animal.

Tenca se refugió al calor de su propio cuerpo y dormitaba. El teléfono emitía un sonido agudo para anunciar la entrada de un nuevo mensaje.

Lobo encendió la radio para escuchar las noticias. Los productos derivados del aceite eran publicitados y creyó reconocer la voz de Natalia, su hija, tan parecida a la madre.

– Hay que ver, qué bien suena: “El origen, tus raíces” – repitió contento.

Los rayos de sol incidían con fulgor sobre las copas de los árboles, la lluvia de nuevo había aparecido y en el horizonte, no muy lejos, se iba dibujando un tenue arcoíris. Cerca del Amarillo, la tierra atraía a Lobo, feliz de saberse parte de un lugar que abría los brazos a los que trabajaban por la tierra y los que sabían mostrar lo más puro de ella a los demás. A pesar de todo, se sintió feliz.

 

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