
02. El llanto del olivo
Con su tronco gris-verde y liso, el joven olivo recibía al amanecer desplegando sus largas hojas pintando el aire de verde y gris plata.
Quedaban atrás los fríos del invierno y se desplegaba en todo el olivar la primavera.
Y al calor del sol, tapaba con sus ramas al mochuelo que dormía cobijado bajo su sombra, aguardando que la noche le despertara.
Según iba el olivo despertando, iba disfrutando del canto del verdecillo que le animaba a disfrutar del onírico paisaje de la mañana, y que él le describía mientras a su lado volaba.
El olivo sabía que le gustaban las larvas de la polilla y las arañas, y siempre que veía alguna telaraña le avisaba, mientras le contaba como disfrutaba volando sobre los acantilados, barrancos y desfiladeros, buscando los mejores árboles y arbustos.
Y como si se alegrara, se abría en flor, y sesteaba, hasta que la curruca capirotada revoloteaba a su lado en busca de saltamontes, chinches y hormigas, mientras el olivo le peguntaba qué había más allá del horizonte donde la tierra se acababa.
Y la curruca le decía que nunca volaba tan lejos y le advertía de las podas que le esperaban después de la poda de inicio, pues conocía muchos olivares donde se habían realizado podas de reforma, de rejuvenecimiento y de producción, que animaban mucho al olivo al que le daba miedo el paso del tiempo, por lo que le reconfortaba saber que podría ser productivo cuando fuera arborizo.
Se encontraba con mucha más energía desde el día que le habían suministrado el abono que le aportaba los minerales necesarios, lo que provocaba que los cuervos también vinieran a visitarlo, llamándole la atención de que les encantase divertirse, revolcándose, empujando una pelota de hierba sobre sus raíces o imitando los sonidos de otros animales, como el perro y el lobo, e incluso de seres humanos.
Al llegar la tarde, como todas las tardes, venía a escribir un viejo poeta a sus pies, que le recitaba sus poesías y le narraba historias con las que el olivo meditaba y aprendía a mirar la vida a través de los ojos de los hombres, a los que muchas veces no entendía.
Le hablaba del amor que se le había escapado muy joven, cuando apenas había comenzado a disfrutarlo, y de que su patrona hacía el “ajoatao” de maravilla, y el olivo se acordaba de los temporeros haciéndose la comida en un hornillo, mientras hablaban de sus cosas, y de lo que iban a hacer con el salario, unos comprar ropa a sus hijos, otros malgastarlo y otros mandárselo a su familia en un país lejano.
Y el poeta, como si el olivo le hablara, susurraba “andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma quién, quien levantó los olivos”, y le hablaba de cómo se recogían las aceitunas cuando no había vibradoras, y se hacía con el vareo, dándole a la piqueta con cuidado para no dañar las ramas, y para que las aceitunas cayesen en los fardos, recogiendo a mano las que caían al suelo.
Al ver que el olivo se mantenía en silencio, le detallaba como, con una criba de madera, después metálica, iban quitando la hojarasca, mientras las aceitunas iban depositándose en un estorpón, primero de esparto, luego de goma, donde las daban el último repaso quitándoles las chinas y el barro, hasta dejarlas limpias.
Y el olivo, sin hablar, parecía decirle, que aquellos eran otros tiempos, y que hacía muchos años ya que se limpiaban las aceitunas directamente en la almazara, a lo que el poeta le contestaba que el proceso se terminaba con la molturación, que no podía retrasarse para que no se “atrojase” el aceite, y volvía a susurrar, “decidme en el alma quién, quién levantó los olivos, andaluces de Jaén”.
Con la brisa del viento, el olivo, se acordaba de las podas de las que le hablaba la curruca, y el viejo poeta le contaba que terminada la recolección de la aceituna en los “tajos” se procedía a la “corta”, dándole aire al árbol, quitándole las ramas inservibles, para favorecer el crecimiento de otras nuevas, mientras, el “ramón” de las ramas cortadas se quemaba.
Cuando llegaba el momento de arar los olivares, el olivo siempre se asustaba, especialmente cuando se hacían los suelos y se apisonaba la tierra en torno a él, para que así la aceituna cuando cayese no se manchara de chinas y de barro, lo que para los temporeros era un alivio.
Al viejo poeta, con la brisa del viento, le apasionaba contarle como, cuando no había temporeros, las cuadrillas de aceituneros y aceituneras se concentraban al alba en los portillos, para ir a los tajos, dirigidos por el manijero, encargado de que se hiciera correctamente la recolección, para lo que era necesario que no “trasiegase” mucho el vino, pues no retornaban hasta avanzada la tarde.
Y el olivo se acordaba de las quejas de los aceituneros mientras almorzaban, de que el precio de la aceituna se encontraba atascado, por lo cual, era imposible que les pudieran subir a ellos los salarios, ya fueran a una cantidad estipulada por kilogramo de aceitunas recogido, o a jornal diario fijo.
El poeta, que era profesor, se quejaba de que la recogida de la aceituna era la causa del retraso académico de muchos de sus alumnos, pues cuando tenían la edad de trabajar, se les hacía más complicado el superar el Bachillerato, al tener que compaginar el estudio con el trabajo.
Muchas tardes el poeta le hablaba de su amigo Federico García Lorca, y le leía al olivo algunos de sus poemas:
“El campo de olivos se abre y se cierra como un abanico. Sobre el olivar hay un cielo hundido y una lluvia oscura de luceros fríos. Tiembla junco y penumbra a la orilla del río. Se riza el aire gris. Los olivos, están cargados de gritos. Una bandada de pájaros cautivos, que mueven sus larguísimas colas en lo sombrío”.
Y, en otras ocasiones, le recitaba algunos refranes que conocía tanto en castellano, como en catalán, como en gallego:
“Pequeño olivar, fortuna a guardar”, “Sin tierra y olivares, qué sería de las ciudades”; pero el que más le gustaba era el de “cada mochuelo, a su olivo”, que el joven olivo se lo repetía mil y una veces a su amigo nocturno.
El mochuelo le repetía al olivo todas las noches que no era un búho, pues no tenía penacho alguno, y sus ojos eran amarillos, además de ser mucho más pequeño, pero el olivo nunca se acordaba y volvía a preguntarle lo mismo: “¿Eres un búho?”
El viejo poeta, también se lo decía: “en nada se parece un mochuelo a un búho; es más, los mochuelos son mucho más cordiales”, y así lo demostraba cada noche hablando con el olivo hasta que se le cerraban los ojos y caía rendido.
Y entonces, el olivo, en su soledad, recordaba lo que le decía el poeta sobre la simbología del mochuelo, indicándole que “además de ser adoptado por la Diosa griega Atenea, también acompañaba a otras diosas como Minerva de los etruscos, Minerva de los romanos, Neit de los egipcios y Lilith de los mesopotámicos” y se acordaba de Daniel “el mochuelo”, cuando el profesor le leía la novela “El camino” de Miguel Delibes, y él disfrutaba con las andanzas de Daniel con Roque “el moñigo”, y Germán “el tiñoso”, porque si algo le encantaba era que los niños se subiesen a sus ramas jugando al escondite o cantando felices, elevados entre sus hojas a lo alto, intentando atrapar las nubes del cielo: “al olivo, al olivo, al olivo subí. Por coger una rama del olivo caí. Del olivo caí, ¿quién me levantará? Una niña morena que la mano me da. Que la mano me da, que la mano me da, que la mano me dio, una niña morena, que es la que quiero yo. Que es la que he de querer, una niña morena que ha de ser mi mujer. Que ha de ser y será esta niña morena que la mano me da”.
Lo que ya no le gustaba tanto al olivo era cuando los zagales, sentados sobre sus ramas, narraban la leyenda del lagarto de Jaén y el lagarto de la Magdalena, pues le daba pánico que, en cualquier instante, pudiera ser atacado por el un animal parecido al que atemorizaba a los pastores y que devoraba a sus ovejas, pues él no tenía una piel de oveja, ni pólvora, ni panes, para que alguien pudiese, como el presidiario de la leyenda, acabar con tan abominable fiera, haciéndole volar por los aires como al lagarto de Jaén cuando el preso echándole unos panes, le llevó hasta una calle sin salida, y lanzándole una piel de oveja cargada de pólvora, consiguió que se la comiera.
Con tantas leyendas como escuchaba, el olivo le contaba al anochecer sus temores al mochuelo, que le tranquilizaba diciéndole que lagartos así ya no existían; ni era posible que en la Catedral de Jaén, se pudiera escuchar al cerrar sus puertas a un niño gritando que había sido asesinado por un personaje de un cuadro, ni “cavas” que vagasen por las antiguas fortalezas, pero a la luz de las estrellas, el olivo no acababa de convencerse que se trataba tan solo de relatos populares que fácilmente nunca ocurrieran.
Una tarde el viejo poeta vino derrumbado, y sentándose junto al olivo le dijo llorando: Federico el poeta ha sido asesinado y sepultado junto a otras tres personas cerca de un olivo, casi al pie de una carretera que une Alfacar y Víznar a escasos kilómetros de Granada, y el olivo, estremecido, sintió que sus hojas verdes se volteaban y mostraban su color gris plata, y el viejo profesor, envuelto en lágrimas, pudo comprobar que el olivo, mientras susurraba: “los olivos están cargados de gritos”, lloraba.