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44. De la envidia a la admiración

Nieves Poudereux Sánchez

 

Todos tenemos un lugar favorito que nos hace sentir bien. Allí yacía, en Almazara, en plena tierra toledana, el que no quiso ser rey.
Él fue el primero que propició luz a los hogares. Siempre fue símbolo de paz.
Un árbol que siempre ha escondido unos tesoros increíbles. Su majestuosidad le daba protagonismo en aquellas áridas tierras. Aunque él no se daba cuenta.
—¡Firmes! —gritaba el comandante de un ejército de naranjos colocados en fila india.
Aquella voz de mando militar hablaba para que sus soldados se cuadrasen.
—¡Cuidado, no os mováis! —se decían unos a otros mientras permanecían de pie, quietos y erguidos, y con las raíces juntas en señal de respeto.
Eran todos iguales, misma altura, mismo grosor de tronco, se mostraban ante él ordenadamente. Un ejército de naranjos que se expandía hasta donde no le llegaba la vista.
A aquel árbol le hubiera gustado ser uno de ellos, sentirse parte del grupo y no ser tan diferente. Así había pasado cientos de años, comparándose con ellos y lamentándose.
—Ojalá tuviera esos grandes frutos, los míos son pequeños e insignificantes —se quejaba mirando sus ramas.
—Ojalá fueran brillantes y coloridos como las naranjas, los míos son verdinegros y pocos atractivos —decía mientras se frotaba sus hojas.
—Ojalá fuesen jugosos y tiernos, los míos nadie los quiere porque están inmaduros y saben amargos —lamentaba enfurecido mientras dejaba caer sus olivas al suelo con fuerza.
—¡Venga hombre!, deja ya de lamentarte. Aunque seas diferente siempre estaremos a tu lado —le contestaban los naranjos.
Pero aquel árbol no sólo se comparaba con los naranjos. Él sabía que otros árboles mucho más altos o gruesos poblaban la tierra. Había oído hablar de la gran secuoya cuyas ramas casi tocaban el cielo. Se alzaba gigantesca, tan grande y magnífica que la luz del sol se quedaba hechizada en sus ramas y las nubes descendían para rozar sus hojas. Él hizo durante miles de años todo lo posible por ser tan alto como ella, pero sus esfuerzos fueron en vano. Y quedó agotado de intentar ser quien no era.
Sabía que tampoco era un árbol de hojas grandes como las de la palmera. Al contrario, sus hojas eran finitas y pequeñas.
—Si bebo mucha agua conseguiré unas hojas igual de grandes —pensó y actuó decididamente. Bebió mucha agua y respiró mucho oxígeno para estar hidratado y ensanchar sus hojas, pero tampoco lo consiguió.
—¡Siempre seré invisible para los demás! —se lamentó después de semanas intentando hacer crecer sus hojas sin descanso.
También envidiaba el grueso tronco del roble. Él quería ser tan fuerte como aquel árbol. Soportar los temporales y luchar valerosamente contra el viento en medio de la tempestad. Pero su tronco, además de ser corto, estaba muy arrugado y tenía un tono pálido y grisáceo por el paso de los años. Ansiaba la juventud y vitalidad del fuerte roble.
—¡Ojalá pudiese retroceder en el tiempo para tener un tronco terso y esbelto!
También se quejaba de no tener flores tan impresionantes como las de los cerezos que lucían radiantes anunciando la llegada de la primavera. Quedaba alucinado con todos esos colores, especialmente de los tonos de rosa pálido, sonrosado y encarnado. Esas flores perfumadas eran tan hermosas y desprendían un aroma tan embriagador que los pájaros revoloteaban a su alrededor cautivados por su belleza.
Realmente tenía mucha envidia de todos aquellos árboles que eran tan especiales. Y lleno de tristeza había pasado sus días intentando ser más alto, más bello, más esbelto y más poderoso que todos los demás.
Hasta que un día levantó la vista y observó lo que a su alrededor acontecía con detenimiento.
En aquellos campos una anciana recogía sus hojas con tanto cuidado que casi le hacía cosquillas en sus ramas.
—¡Ey tú! ¿Puedes explicarme para qué quieres estas yemas que aún no han dado su fruto? —le preguntó a la abuela con curiosidad.
—¡Perdona, cariño! Yo solo quiero las yemas de tus hojas para fundirlas y conseguir un ungüento para quitar la sarna. Mi pobre perro necesita ayuda y tú me aportas lo que necesito —dijo la anciana mientras se reclinaba en agradecimiento.
El árbol se sintió muy contento y muy orgulloso de poder ayudar al perro de aquella mujer.
En otro momento se acercó una joven campesina con pelo negro azabache que también empezó a tirar de sus hojas con delicadeza.
—¡Pero bueno! ¿Qué haces tú arrancándome las hojas? —dijo el olivo enfadado.
Entonces la campesina se arrodilló sobre sus raíces y le contó cuánto apreciaba sus hojitas verdosas, aceitunadas, color verdemar por un lado y pálidas y blanquecinas por el revés. Le contó que ella por la noche, lo usaba como tónico facial antes de acostarse. Y que atesoraba esa receta en su alcoba como el más valioso regalo que él le daba.
Entonces el árbol se ruborizó pensando que aquella chica guardaba una parte suya para tonificar su bello rostro.
Otro día, un niño apareció para recoger sus hojas y machacarlas en un mortero de madera de olivo.
—¡Y dale con mis hojas! ¿Y tú para qué quieres las mías tan diminutas?
—Yo con la pasta preparo un lubricante para la cadena de mi bicicleta —respondió aquel niño.
—Pronto seré el más rápido pedaleando —explicó con entusiasmo.
Entonces el árbol sintió cómo se le ensanchaba el corazón pensando que había ayudado a aquel niño a ser más feliz.
El chico empezó a acudir todas las tardes al encuentro de aquel misterioso y solitario árbol. Se hacía una corona con sus ramas, le abrazaba, se encaramaba sobre él y jugaba a columpiarse sobre una pequeña tabla que colgó sobre una de sus ramas. Cuando se cansaba dormía sobre su sombra. El árbol le miraba complacido y se sentía cada día mejor, más pleno y su corazón iba creciendo. Ya no le daba tiempo a pensar en sus pesares ni a quejarse.
Bajo el calor agobiante del sol, a su vera, también acudía un agricultor, que durante aquellas tardes de chicharras se cubría la cabeza con un blanco pañuelo con las esquinas anudadas para recoger sin descanso aquellos duros y minúsculos frutos.
Cargaba cestos y más cestos de acá para allá y los echaba al suelo mientras ahuecaba la tierra con una azada. Un día comenzó a recoger sus olivas y el árbol quiso saber para qué se llevaba unas pocas en su zurrón.
—Querido olivo, yo ya soy un anciano y tengo muchos problemas de salud. Aprovecho tus hojas y las cuezo a fuego lento para regular la presión arterial, que la tengo muy alta, y ya de paso alivio mis dolores musculares por el duro trabajo de campo. Las olivas las cojo porque ya han madurado y nos encanta comerlas en casa. Te estoy muy agradecido de que cada noche me ayudes a dormir mejor, sin dolor y despreocupado.
Entonces el árbol se sintió mucho mejor, más seguro, más bello y más útil. Poco a poco iba descubriendo muchas de las maravillosas propiedades que tenía.
Bandadas de pájaros surcaron el cielo de un lado a otro. Fueron muchas horas, muchos días, muchas semanas, muchas estaciones esperando. El árbol seguía allí plantado preguntándose cuál sería su propósito en la vida.
Otro de los fantásticos amaneceres se acercó un señor, que con su gran sombrero de paja se puso a descansar bajo su sombra para beber un poquito el vino de la bota y saborear las viandas que llevaba preparadas. Luego, tras el merecido descanso, agitó con una larga vara las ramas y hojas de aquel majestuoso árbol. Las olivas cayeron y maduraron al sol. Entonces los aldeanos recolectores acudieron con la carretilla y los sacos a recogerlas y los tractores labraron las tierras colindantes. El olivo se sintió muy importante viéndose rodeado de tanta gente recogiendo sus frutos. Aquel señor alzó su vista a la copa del árbol y se preguntó cuántos secretos escondería.
El señor le explicó la excepcionalidad que tenían sus diminutos frutos, sus olivas, aquellos que él pensaba que no servían para nada. Resulta que tras la recolecta de las olivas, se limpiaban muy bien y se presionaban con un molino de martillo triturándolas de forma adecuada para obtener la masa, luego mezclarla bien para desligar el aceite y de ahí, decantar el aceite, es decir, separarlo del agua y lo sólido. Y así conseguir el aceite como una fuente inagotable de salud y sabor. Un aceite dorado de un aroma inconfundible muy codiciado para la alta cocina.
—¡Ohhh! Mis frutos producen un aceite exquisito —se dijo aquel árbol a sí mismo.
El olivo se dio cuenta de que había pasado temporales de lluvia, viento, nieve y también grandes meses de sequía. Se había hecho fuerte contra todo pronóstico y allí se mantenía solo, imperante, con más de seis mil años de antigüedad. Era una especie milenaria, y allí estaba él como heredero, descendiente de los fenicios, guardando todos aquellos tesoros que no había reconocido hasta ese momento.
Al fin se dio cuenta de que, a su manera, él también era tan poderoso como los demás.
Había visto cientos de preciosos atardeceres disfrutando de la suave brisa. Y cientos de amaneceres al son del trinar de los pájaros Varias generaciones le habían cuidado, regado y podado. Cada enero recolectaban sus frutos en sendos cestos de mimbre.
Se dio cuenta de que estaba rodeado por unos compañeros magníficos y les observó desde la más absoluta admiración.
Aquel ejército de naranjos, tan idénticos, con aquellos frutos tan jugosos estaba en formación delante de él, como súbitos que desfilan ante su rey. Al olivo le pareció una estampa maravillosa y se sintió muy dichoso de poder contemplarla cada día.
Admiró también a la majestuosa secuoya, tan alta, tan grande, tan imponente. Cerró los ojos y trató de imaginarla. Entonces se alegró de su existencia y se sintió dichoso por saber de ella.
Se acordó de las palmeras, visualizó sus grandes hojas bailando al viento. Se sonrió al verlas. Se dio cuenta de que sus hojas eran finitas, sí, pero también apreció que tenía tantas y tan cerca una de la otra que su sombra era buscada por personas y animales ya que los rayos del sol no las atravesaban.
Vio al fuerte roble, admiró su tronco y su vivo color. Pero ya no se comparó con él. Su pobre tronco estaba arrugado por el paso del tiempo, arrugas de haber vivido, arrugas de seguir vivo, ¡tenía una corteza llena de sabiduría! Además, ahora que conocía todos sus tesoros, sabía que con su corteza se preparaba un ungüento para controlar la presión arterial y bajar la glucemia en sangre. Contribuyendo al bienestar de los demás se sentía mucho mejor.
También admiró la belleza de los cerezos en flor, y con sus ojos brillantes al olivo le pareció que aquellas flores rosáceas brillaban con la luz más suave.
Entonces comprendió que aquella admiración que ahora sentía era mucho mejor que la envidia que tanto le había hecho atormentarse.
Y desde aquel preciso instante el olivo, al fin, pudo descansar en paz.

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