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24. Aquí descansa Pedro Caldera

Farga

Mi vida está completamente ligada a este olivo: a sus hojas por donde transpira el agua, a sus blancas flores que inundan de belleza esta áspera tierra, a su rugosa corteza que protege su savia. Aquí donde le veis, sin llegar a ser uno de esos míticos olivos milenarios, ha visto pasar ante sí el devenir de toda una vida: la mía. Recostados en su tronco mis padres me fecundaron. «No Juan, aquí no», le decía mi madre sin poder contenerse ella tampoco. «No puedo más mi amor. Necesito entrar dentro de ti», le imploraba mi futuro padre mientras le acariciaba unos pezones duros como bellotas y lamía los jugosos labios de una moza que todavía no había cumplido los veinte años; mi futura madre, claro está. Al fin y al cabo, eran unos mozuelos todavía, pero la naturaleza, que es muy sabia, ya había determinado que estaban preparados para perpetuar la especie. Y vaya si lo hicieron. Doy fe de ello. Juan, mi padre, con ciertas prisas y poca delicadez, le bajó las bragas a Margarita, mi futura madre, para lograr, tras grandes dosis de excitación, penetrar en los confines de mi útero materno, futura casa mía durante aproximadamente nueve meses. Dentro del tronco que les servía de apoyo, vivía una pequeña serpiente de un color verde reluciente que los observaba con cierta impasibilidad. Alguien podría haber dicho que todo aquello era una escena propia del pecado original, pero no era el caso, porque de ese apasionado arrebato nací yo, y todo el mundo se alegró de ello, incluso mi padre. Así sucedió todo, bajo las atentas miradas de este olivo y su huésped; con su corteza rugosa, sus hojas livianas y sus olivas verdes aún por madurar. Y al nacer, me colocaron en una cuna de madera que me ayudaba a dormir con un suave vaivén, por entonces mi ocupación favorita. Recuerdo perfectamente que desde mis aposentos de lactante veía este olivo, y él a mí también, sin duda alguna. Al instante nos reconocimos, y nos saludamos con una mirada llena de complicidad y ternura. Pasados los años, cuando ya podía dar brincos por el olivar, tenía la irrefrenable obsesión de subir a la copa de mi amado olivo. Desde allí observaba las bandadas de pájaros que gravitaban en el cielo otoñal organizando su ataque sobre las olivas ya maduras; jugosas y apetitosas. Era una danza espectacular, digna de los míticos ballets rusos del Teatro Mariinsky, en los lejanos inicios del siglo XX. Y yo estaba allí, sin pagar entrada, como fiel espectador de una escenografía que afloraba desde los instintos más recónditos de esos animales alados. Mi padre también las cogía directamente del árbol, y las freía en una sartén para comérselas como si fuera él un pájaro medio humano. Era un manjar delicioso. Doy fe de ello. Y al crecer yo, convertido ya en todo un hombre hecho y derecho, me tocó apalearlo con gran dolor en el corazón para que las enormes cantidades de olivas que este precioso olivo daba cayeran en su debido momento sobre unas mallas colocadas estratégicamente bajo su majestuosa presencia. Entonces me miraba refunfuñando desde algún rincón de su centenario cuerpo, quejándose en silencio de mis persistentes golpes. Pero no iba la cosa a más, pues comprendía que yo debía acometer aquella empresa. Como lo habían hecho mis predecesores y lo harían también mis descendientes, en una cadena humana que unía distintas generaciones en el tiempo, en un discurrir de vidas alrededor de estos olivares. Y allí estaba yo, rodeado de una familia que crecía para satisfacción mía. Yo también encontré una mujer con quien amarme bajo sus curvadas formas, y de dicho amor nacieron mis dos hijos. A la mayor le gustaba tanto como a mí perderse entre los olivos y, por consiguiente, creció entre nosotros hasta convertirse en una mujer madura. Y aquí sigue, con nosotros vive. Tiene una pareja, y se aman, como tantos otros se han amado. Porque el amor es algo que tarde o temprano saboreamos, y descubrimos en él un infinito de posibilidades. Se llama Lucía, y es como si tuviéramos ya dos hijas de tanto que la queremos. Es una persona alegre, dulce y cuidadosa con los detalles. Y junto a María, mi hija mayor, forman una unión harmónica que da gusto ver. Por el contrario, el pequeño de la casa tenía otras aspiraciones, y cuando llegó a la edad adulta se marchó a la capital para estudiar en la universidad. Fue el primero de nuestra familia que tuvo la ocasión de hacerlo y no nos defraudó; se licenció y luego se doctoró. Es un especialista en los saberes del mundo de las ciencias. Y la ciencia hoy nos ha dado mucho, y con ella el mundo entero ha cambiado a una velocidad que todavía hoy me sorprende. Después de acabar su larga carrera de estudios, se instaló en la ciudad, pero nos visita siempre que puede, con una mujer rubia de hermosos ojos azules que conoció en uno de sus viajes por Europa. En él hay una llama que nunca se extingue, la del conocimiento, y busca por ello descubrir qué hay más allá del horizonte. Porque cada persona tiene su destino, y cada manera de vivir no es la misma. Ver crecer a los hijos es, sin duda alguna, una de las mayores alegrías que un padre puede experimentar. El milagro de la vida humana ante los ojos. Los balbuceos se transforman en las palabras bien trabadas del adulto. Los primeros pasos inseguros se encaminan hacia senderos nunca antes por ti recorridos. Uno siempre se sorprende y rebosa de satisfacción al ser testigo de sus logros, desde los más nimios hasta los de mayor trascendencia. Y todo este andar a través de los ojos del otro, le lleva a uno hasta la etapa final de la vida: la vejez. Entonces la piel se llena de arrugas hasta asemejarse a la corteza de este olivo. La cabellera desaparece, y nuestra copa queda vacía convirtiéndose así en un triste contraste de sus hojas siempre presentes. Y la visión misma se deteriora, nada se ve ya con claridad. En la vejez, el cuerpo se queja a menudo, y las tareas del campo que antes eran fáciles de llevar a cabo, de repente parecen una odisea, un imposible repentino que te desalienta. Al avanzar yo en esta etapa, llegó un momento cuando solo podía observar el olivar que tanto había amado. Ya no realizaba las faenas que solía hacer. Entonces mi hija y Lucía, con la ayuda intermitente de mi mujer, se ocupaban de ellas. Porque mi mujer, pese a ser unos años más joven que yo, tampoco estaba lo suficientemente fuerte como para realizar grandes esfuerzos. Ella siempre ha sido una gran compañera, y todavía ahora me visita a menudo. Me habla y me explica los cambios en la vida de la familia, y se lo agradezco mucho, aunque no se lo pueda decir. En fin, los achaques del tiempo conllevan tarde o temprano la aparición de una grave enfermedad, la cual también a mí me visitó. El cuerpo dejó de obedecerme como es debido y las fuerzas que antes emanaban de cualquier rincón de mi ser empezaron paulatinamente a apaciguarse. Pasaba las horas tumbado en un balancín, y el olivo me observaba con aire sombrío al verme prostrado en tal estado. Él todavía resplandecía vigorosamente en medio del olivar, con sus hojas livianas, su grueso tronco y sus ramas que serpentean en el vacío. Y tras la enfermedad llega la muerte, inevitable compañera, última visita que tanto nos preocupa. Una vez estamos en sus manos, lo demás desaparece. Ya no hay quebraderos de cabeza que nos abrumen, felicidad que nos invada, sorpresas que nos sobresalten, alegrías que nos abracen, ni dificultades que tengamos que superar para poder así avanzar. Queda entonces el vacío, la despedida de todo aquello que hemos vivido, de todo lo sentido, de todo lo amado, de lo que nos rodea hasta la postrera hora. Y así fue, una mañana de abril, ya no desperté. Mi mujer permaneció a mi lado mucho tiempo, mientras acariaba mi fría piel con ternura y alguna que otra lágrima derramaba. Después de tantos años juntos, todavía me amaba, casi un milagro. Mi hija y Lucía se ocuparon de todos los preparativos del funeral. Fue sencillo, pero emotivo. Vinieron parientes y buenos amigos, aunque muchos de ellos habían muerto antes que yo. Mi vida ha sido larga y plena. Dejé escrito en un testamento mi última voluntad, y la cumplieron. Ahora descanso yo bajo este olivo, y veo así un deseo cumplido que mi prole ha respetado como es debido. Aquí mis cenizas reposan, enterradas en su falda, como fuente de alimento que pretende dar todavía más vigor a mi querido compañero de camino. Y sobre una pequeña cruz blanca que indica el lugar exacto donde permanezco bajo tierra, se puede leer en letras negras escritas por algún miembro de mi familia el siguiente epitafio:
«Aquí descansa Pedro Caldera, un hombre que ha sido y es feliz junto a este olivo».

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