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99. Amor de olivo

Juana Torija Tamayo

 

Si hay alguien que se sienta feliz trabajando en el campo ese es mi padre. Lo de ser agricultor ya le venía de familia. Mi abuelo también lo fue y por eso creció entre tierra roja, barro, arados y surcos. Eso debió ser lo que le proporcionó una gran fortaleza física pero también forjó su carácter, rudo como su trabajo. Por eso, aunque yo lo veía como un gigante forzudo cuando se acercaba a mí y me cogía entre sus brazos curtidos por el sol al igual que el resto de su piel, también sufría la aspereza y dureza de su corazón, un corazón que no sabía acurrucar a un niño o jugar con él. Nadie se lo enseñó.
Antes de que el sol saliera ya estaba en pie, preparando los aperos y tractores para empezar la faena cuanto antes, no había tiempo que perder. En el olivar siempre había trabajo y una buena recolección dependía de la generosidad de la madre tierra y de unos buenos cuidados que pasaban por la poda, abono, riego, control de plagas… tareas todas ellas que requieren una gran maestría y destreza. Mi padre se dedicaba a ello en cuerpo y alma. Después se obtenía la ansiada recompensa, el “oro líquido” lo llaman desde la antigüedad, de tonalidades verdes o amarillas dependiendo de la maduración de la aceituna. “Aceite abundante, buen año por delante” dice la sabiduría popular. Y bien cierto era. De él dependía nuestra economía y la de muchos de los hogares del pueblo, siempre expuestos al azar: “Fortuna y aceituna, a veces mucha y a veces ninguna”.
Cuando crecí me fui a estudiar a la ciudad. Mi madre fue la que más lamentó mi partida y sufrió mi ausencia porque yo era su única compañía durante gran parte del día. Pero tuvo que acostumbrarse, no le quedó más remedio a la pobre, ni tampoco a mí de prescindir del agradable olor a galletas, bollos o tortas recién hechos por ella. ¡Era una delicia!
Terminé mis estudios y encontré trabajo. Ya no volví a vivir en el pueblo, pero cada vez que iba a ver a mis padres, comprobaba cómo seguía vivo el tesón de mi padre y la paciencia de mi madre, un círculo vicioso que se repetía comenzando de nuevo una vez recolectada la aceituna, año tras año. Me parecía increíble que el paso del tiempo no doblegara su empeño. Ahora sé, que disfrutaba con su trabajo, como yo lo hago con el mío, pero entonces no lo entendía y echaba de menos su presencia cuando jugaba al fútbol, que me llevara al colegio, que estuviera en mi fiesta de cumpleaños junto a los demás amigos y familiares, que me acompañara a jugar por las tardes…nunca se lo reproché.
Algunas veces regresaba al pueblo con amigos para pasar el fin de semana y a mi padre le encantaba hacer de “guía turístico” enseñándoles el olivar, explicando los trabajos que hacía y les mostraba orgulloso el fruto que tímidamente asomaba entre las ramas, receloso al verse observado por gente desconocida. – ¡Este va a ser un buen año! – les decía con una amplia sonrisa de oreja a oreja y que iluminaba su cara cortada y reseca por el sol y el viento. Mi madre, siempre su cómplice, sonreía al verlo feliz y asentía con la mirada.
Esa sonrisa de mi padre, y la mirada de mi madre, me hacían recordar la primera vez que mi padre me llevó con él al campo. Todavía era muy pequeño y para protegerme del sol que inicialmente hacía, me colocó su sombrero de paja y me subió sobre sus hombros. Fue uno de los momentos más felices que recuerdo a su lado, en el ambiente que más le gustaba y respirando el olor afrutado de la aceituna primero, y de la tierra mojada después, porque empezó a llover y tuvimos que correr para refugiarnos. Los pies se nos hundían en el barro y llegamos a casa empapados. Mamá se enfadó, pero solo un poco, porque al ver lo sucios que estábamos no pudo reprimirse y soltó una carcajada. Nos preparó un baño bien caliente y una merienda casera con bizcocho y chocolate. ¡Para chuparse los dedos!
Pero el tiempo es implacable y no perdona, y ese círculo vicioso del que hablaba se rompió. Mi padre cayó enfermo y su enfermedad le impidió continuar con su trabajo en el campo. El color dorado de su piel se desvaneció, y con él su energía, acentuándose los surcos de su rostro y de sus manos; y de igual forma su olivar perdió el brillo y el fruto que antaño anhelaba su presencia, se cansó de esperar y cayó al suelo. Fueron apagándose ambos a la vez.
Cuando regresé a casa en esta ocasión, sabiendo ya cuál era el desenlace final, observé detenidamente el paisaje a través de la ventanilla del tren, en silencio, empañando el cristal con mi respiración y limpiándolo con mi mano haciendo un gran círculo para ver mejor. Nunca antes me había fijado de esa manera, con tanto detalle. Fue entonces cuando caí en la cuenta de lo hermoso que era: cientos de olivos salpicando el suelo perfectamente alineados y guardando una simetría perfecta, tantos, que la vista se perdía en el horizonte. Su color verde contrastaba sobre el rojo intenso del terreno, graciosamente dibujado por los arados y hábitat de innumerables animalillos que correteaban alegremente buscando una sombra que los cobijara. Era un escenario majestuoso que respiraba vida, esa que mi padre había perdido pero que con tanto ahínco le había dedicado.
Ese paisaje había pasado inadvertido para mí en múltiples ocasiones, pese a vivir inmerso en él, pero para poetas, pintores y demás artistas de cualquier época, había sido fuente de inspiración para crear grandes obras, cantares, pinturas o coplas. ¡Qué sabios ellos y qué ciego yo!
Cuando llegué, aún guardaba en la retina la estampa de aquel horizonte, pero pronto mi vista se dirigió hacia mi madre que me estaba esperando apoyada en el quicio de la puerta, con una chaquetilla negra sobre los hombros porque empezaba a refrescar. Su cara, con los ojos hinchados de tanto llorar, lo decía todo: dolor, angustia, miedo…un crisol de sentimientos encontrados a los que juntos tendríamos que hacer frente para encauzar de nuevo nuestras vidas. Nos fundimos en un abrazo y respiramos profundamente.
La despedida de mi padre fue austera, íntima, como a él le hubiera gustado, rodeados de amigos y familiares que habían compartido con él buenos y malos momentos y que ahora querían darle su último adiós. – “Polvo eres y en polvo te convertirás” – dijo el sacerdote en el funeral. Y nunca esa frase tuvo más sentido, pensé yo, porque mi padre nació y vivió entre tierra y murió por y para ella.
Faltaba resolver el problema de qué hacer con el olivar. Yo tenía que regresar a mi trabajo y mi madre vendría conmigo, además no podía hacerse cargo ella sola. La situación en la que se encontraba hacía necesario tomar de forma urgente una solución. Fue un fiel amigo de mi padre y compañero de fatigas en las labores del campo quien nos ofreció ocuparse de ello, y después de meditarlo mucho, pensamos que era lo mejor. Era una solución menos drástica que dejarlo perder o venderlo y que nos permitía regresar cuando quisiéramos para mantener vivos los recuerdos y conservar el legado por el que mi padre había peleado tanto.
Hicimos las maletas y embalamos con esmero los enseres que mi madre quería llevar consigo. Nos hallábamos en esa tarea cuando revolviendo entre las cosas de mi padre encontramos un viejo álbum de fotos que llamó mi atención por estar envuelto con denodado afán para que no se estropeara ni cogiera polvo. Mi madre sonrió y lo desenvolvió con dulzura. Comenzó a hojearlo y pude ver que allí conservaba todas las fotos de cuando yo era niño. Mi padre, ese hombre duro, tenía un corazón y en él había un hueco para mí, un hueco que yo no nunca creí que existiera. Estaban las fotos de los cumpleaños a los que siempre llegaba cuando ya había soplado las velas, las de la función de fin de curso que no pudo ver, las de mi graduación a la que no pudo asistir, las del partido de fútbol que gané y no celebró conmigo…todas, estaban todas. Siempre pensé que estaba ausente y no era así. Había estado en todos los lugares, acontecimientos y actos que habían significado mucho para mí, pero sin que yo pudiera verlo. Mi padre, al que siempre vi como un superhéroe por su fuerza y por vivir en otro mundo distinto al mío, resultó tener una debilidad, una criptonita particular y con nombre propio y ante la que perdía todos sus poderes. Esa debilidad era YO. Me sentí muy afortunado.
Hoy conservo ese álbum de fotos como mi mayor tesoro y acudo siempre que puedo a visitar a mi padre con mi sombrero de paja y una rama de olivo que dejo sobre su tumba. ¿Hay mejor presente para un hombre de campo? Yo creo que no.

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