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98. El peso de un hombre

Leporello

 

Entiendes la expresión “pesar más que un muerto” el día en el que realmente cargas con uno. Ahora que llevo al hombro el féretro del tío Aurelio, pienso que nuestra alma hace más ligero el cuerpo mientras se encuentra encerrada en él, volviéndose pesado como el plomo cuando del mismo se escapa nuestro último aliento, como si se nos recordase que esta vasija de carne y huesos pertenece en esencia a la tierra. En este día en el que cargo con su ataúd camino del cementerio, no he podido menos que recordar que llegó a salvarme la vida, de una manera accidental y hasta medio cómica, pero no por ello menos efectiva.

En los días previos a mi curación milagrosa, mi boca parecía el mortero de un boticario, de la mezcla de remedios que me habían administrado mi abuela y las vecinas de cortijada. Lo que me hacía que estuviera tan asustado, más que el dolor de estómago en sí y lo débil que pudiera estar, era que hasta ese momento nunca había visto a mi abuela Carmen ni remotamente nerviosa, de modo que interpretaba su desazón como un signo inequívoco de la gravedad de lo que me pasaba. Hasta ese momento entendía que su generación tenía otra manera de entender el tiempo, más cercana a los viajes del sol y de la luna, pegada al ciclo de la tierra, con el caminar lento y prudente de los días en el campo. Por otra parte, hacía falta toda la calma del mundo para sobrellevar a Padre José, de manera que ella seguramente había implementado su serenidad natural con el aprendizaje forzoso de llevar tantos años junto a una persona de carácter tan atravesado como el de mi abuelo.
Desde el comienzo de mi dolencia, yo había aguantado el agua de apio cocido, y el verdor ceniza de los asensios, y las refriegas de chirivías, que te dejan la piel como si cien hormigas trabajaran en tu pecho durante toda la noche, y había masticado varios tallos de yerbas que Padre José había descrito simplemente como “cosas de arrieros”, todavía no sé si de una manera despectiva o no. Ninguno de aquellos brebajes me había hecho mejorar, y aunque yo entendía que había llegado a confundir el dolor de los remedios con el de la propia enfermedad, lo cierto era que sentía una debilidad en las piernas que no me permitía poner los pies fuera del camastro.
Todo había empezado en el estómago, y en mis primeras quejas aprendí que no era lo mismo el estómago que la barriga, sino que uno está por encima del otro. A decir de Padre José, que era especialmente sentencioso para lo malo, uno va aprendiendo a distinguir las distintas partes del cuerpo según le van doliendo, y que por esa regla él debía ya de ser al menos doctor en medicina.
Empecé quejándome del vientre, como digo, y una vecina llamada Leocadia, que a decir de todo el mundo era medio bruja, estuvo un buen rato palpando mi abdomen con unos dedos huesudos y ágiles que parecían sarmientos. Sus pulgares eran tan delgados, y aplicaba tanta fuerza sobre la piel, que los sentía como una navaja entrando en una sandía. Leocadia concluyó, en un tono vagamente doctoral que yo parecía tener el estómago pegado, expresión que yo no había oído nunca, pero que asustó enormemente a mi abuela. Su primera orden tras oír aquel diagnóstico fue que yo dejara de comer de manera inmediata nada que no fuera los remedios de bruja de Leocadia, algo que yo sentí mucho no por la gravedad de mi posible dolencia sino porque en casa de la abuela se comía mucho mejor que en la de mis padres. Si me gustaban los veranos en Andalucía era entre otras muchas cosas porque en el campo siempre había algún fruto a mano, más chico o más grande, más lustroso o más canijo, pero comestible al fin y al cabo, mientras que en mi barrio de Madrid por aquel entonces no crecía más que la miseria.
Mi abuela confiaba ciegamente en Leocadia, para eso y para tantas cosas, así que no dudó en alejarme del puchero y acercarme al caldo de apio y a las refriegas de chirivías, que la propia vecina traía a casa. Así estuve tres días completos, en los que solamente pude ver mi debilidad agrandarse. La abuela mudó mi camastro a la cocina, por tenerme más vigilado, y aquello era mucho peor porque el dolor continuaba, la prohibición de comer nada que no fueran los preparados de Leocadia persistía y encima tenía la comida mucho más cerca.
El momento en el que llegué a la conclusión de que yo debía estar verdaderamente enfermo fue cuando supe que Padre José marcharía en plena noche a Vélez Málaga a buscar a Don Patricio, porque un médico no asomaba por el barranco más que si alguien llegaba a estar moribundo, y además sólo si se creía que podía tener curación. La pobreza hace a la gente bastante práctica: si la cosa ya no tiene remedio, llamar a un médico es un viaje y un gasto en balde. Antes de que marchara, mi abuela y Padre José hablaron de dinero, en un tono tan bajo que perdí casi toda la conversación, excepto detalles sobre qué barbaridad haría mi abuelo al médico si no venía a nuestra casa por la cantidad que podía darle. Entonces a mi abuela debió darle miedo que Padre José cumpliera la bravuconada, así que cambiaron los planes y decidió marchar también. Todavía andaba fresca la historia de la vez que Padre José acabó en el calabozo por pegar a un cabo de la Guardia Civil, ofreciendo como único argumento en su defensa que, al buscar el civil la documentación de su cartera, había tocado una fotografía de su madre, algo que al parecer Padre José entendía como una ofensa a la retratá que no podía quedar así.
Yo hubiera querido poder mirarme al espejo y ver realmente qué aspecto tenía para que ambos emprendieran el camino a buscar médico, pero lo último que me dijo la abuela Carmen al marcharse fue que no abandonara el camastro mientras estuvieran fuera. Se marcharon y volví a palparme el estómago, sintiendo un vacío enorme. Me sorprendió lo sencillo que me resultaba hundirlo, como si metieras el puño en un saco de trigo.
Oír pasos dentro de la casa al poco de marcharse los abuelos me hizo pensar que en su ausencia habían mandado a alguien a cuidar de mí. Esperaba que no fuera Leocadia, porque la idea de estar solo con la medio bruja me daba escalofríos. Descarté que fuera la vecina porque se trataba de un caminar decidido, tan rápido que un segundo después la persona estaba frente a mí. Me sorprendió que fuera el tío Aurelio, vestido de soldado y con su petate a la espalda. Yo no había oído en casa nada de que viniera de permiso, aunque de todas formas tenía fama más que sobrada de no dar nunca norte alguno de sus idas y venidas. No le había visto desde el verano anterior, y cuando le examiné me pareció más mayor, y también que estaba menos moreno que habitualmente. Recordé lo que una vez dijo Padre José sobre que en la mili los señoritos prueban el sol, mientras que la gente del campo descansa algo de él.
—¿Ahora duermes en la cocina? —fue su saludo.
Revolvió mi pelo, que no andaba demasiado limpio, porque las recetas de Leocadia, aparte de dejar de comer de verdad y entretener el estómago con sus preparados, incluían que el agua no me tocara hasta que no me llegase a curar del todo. Aurelio dejó el petate en el suelo y empezó a revolver el mueble vetusto y mil veces patinado que hacía de despensa.
—Es que estoy malo. —le dije con un hilillo de voz, exagerando la gravedad de mi estado.
—¿Y Padre José y mi hermana Carmen? —Aurelio siempre se refería a la abuela como “mi hermana Carmen”.
—Han ido a Vélez a buscar al médico.
Aurelio pareció tomar más en serio lo que yo le contaba. La palabra médico era un resorte mágico en el barranco.
—Yo te hacía este verano con novia y resulta que estás malo.
Lo dijo sin mirarme, pues seguía revolviendo en el mueble. Sacó un trozo de bacalao y una botella de aceite de oliva. Me gustó que dijera lo de la novia, porque la idea de que el tío Aurelio pensara que yo ya podía tener una era el mejor cumplido posible. Me pregunté si él tendría una novia nueva, porque sabía que Angelitas y él ya no estaban juntos.
—¿Sabes si hay pan?
Mi enfermedad parecía interesarle menos que la despensa. Insistí:
—No lo sé. Es que como estoy malo no puedo comer de casi nada.
Acabando mi frase de ser dicha, Aurelio ya había encontrado el pan, que la abuela, muy primorosa y aficionada a tapetes y trapillos de todo tipo, había colocado sobre una mesa debajo de un lienzo blanco preñado de bordados. Se armó también de un plato. Echó aceite en él y comenzó a mojar pan, intercalándolo con trozos del bacalao seco. Hizo al fuego unas gachas de sabroso cereal molido que olían como si fueran manjar de dioses. Avena. Me incorporé en el catre para verle comer.
—¿Hace mucho que se fueron? —preguntó—.
—Un rato antes que tú llegaras. No sé cómo no los has visto.
—He venido por el Lugarillo, no por la playa.
—Entonces por eso.
No podía dejar de mirar el recorrido del bacalao a la boca y los círculos del pan en el plato, las cucharadas de cereal que dejaban una estela de letras imposibles. Mi tío percibió la mirada que yo echaba a cada uno de sus movimientos.
—¿Quieres comer, Antonio?
—No puedo. Mientras tenga el estómago pegado no puedo.
—¿Eso te ha dicho mi hermana Carmen?
—Eso ha dicho Leocadia, que me estuvo viendo.
Aurelio no pareció demasiado convencido, pero siguió comiendo. El aceite brillaba en el plato a la luz de la bombilla. Yo seguía mirando a la espera de alguna frase más de mi tío, pero su boca andaba entretenida.
—¿Tú crees que puedo coger algo, tito? —me atreví a decir al fin.
El tío Aurelio quedó pensativo, probablemente evaluando el peso de la jerarquía de la abuela Carmen y lo que supondría desobedecerla. Resolvió la cuestión de una manera tan sorpresiva como sentenciosa:
—Yo no creo que unas gachas y bacalao le puedan hacer daño a nadie.
En el aire estaba la vehemencia en la prohibición de la abuela Carmen de comer nada sólido mientras anduviera malo, sin contar con que había un médico en camino, pero yo tenía hambre. El tío Aurelio volvió a cortar bacalao. Chascó la lengua, se levantó y se sirvió vino. Yo hasta entonces solamente había bebido el primer mosto, el de la pisa, de manera que ya sabía lo que era el dulzor como de paraíso del moscatel aunque nunca hubiera tenido el valor de sisar un vaso de vino de verdad.
Finalmente me incorporé. El hormigueo seguía en el pecho, y eso que ya hacía mucho tiempo desde la última refriega. Me senté en la mesa junto a él cargado de remordimiento, y el tío Aurelio no dijo nada. Simplemente puso en acción su navaja y me ofreció el primer trozo de pan mojado en aceite.
Acabamos juntos la hogaza entera, dimos con el bacalao, y hasta bebí medio vaso de moscatel, porque el tío Aurelio no parecía conocer esa norma que yo tenía por universal de que los niños no beben vino. Quiero recordar que en la conversación de nuestra comida incluso salió el tema de alguna novia que tenía en la ciudad en la que estaba acuartelado.
Han contado muchas veces en casa, y es ya historia del patrimonio de la familia, que aquella noche los abuelos llegaron pasada la media noche y sin el médico, en parte porque le había parecido poco el dinero que podían ofrecerle, y en parte porque Padre José se había encarado con él de mala manera cerrando toda posibilidad, para disgusto de la abuela. También dicen que la abuela Carmen, cuando supo cuánto y qué había comido, no hacía más que llorar diciendo que el niño se nos muere, que el niño se nos muere. Siempre que pueden se divierten contando que dormí hasta la tarde del día siguiente, satisfecho como un bebé, y que al día siguiente me levanté como nuevo, desayuné pan con aceite y salí a jugar, sin más.
Ahora que llevo al hombro el féretro del tío Aurelio al cementerio, y noto su peso de hombre grande y fuerte hasta en la muerte, pienso en llegar a casa tan pronto le enterremos y tomar algo de bacalao, un vaso de vino y pan con aceite, recordando su feliz sentencia de que eso no le puede hacer daño a nadie.

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