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97. El olivar de las musas

Alicia Aliaño Lamela

 

Alba observaba el insistente parpadeo del cursor sobre la página en blanco. No había escrito nada durante esa semana, por lo que comenzaba a perder la esperanza de encontrar la inspiración para que sus dedos tomaran el control y escribiesen una historia increíble.

Estaba sufriendo el temido bloqueo del escritor y eso le generaba ansiedad. A todo ello se le unía la presión por el ultimátum de su casero, ya que llevaba tres meses sin pagar el alquiler de su minúsculo estudio en Madrid. Cada vez se le complicaba más su sueño: escribir una novela de éxito. Quizás era hora de buscarse un trabajo de verdad, como decía su padre.

Se preparó otro café. Sus dedos repiqueteaban en la taza como un mantra.

–¿Y si escribo sobre mi vida sentimental? –pensó con un ligero entusiasmo que se desinfló a los pocos segundos–. Mejor no, se consideraría más bien un thriller si incluyo mi última conquista de la web de citas.

Un sonido agudo la despertó de su ensimismamiento. Su teléfono móvil vibraba entre los papeles de su mesa.

–Buenos días, ¿Alba Galán? Soy la alcaldesa del pueblo de Aldeaquemada. Siento comunicarle que su abuela falleció anoche –le dijo una voz conocida al otro lado cuando descolgó.

–Abuela, ¿otra vez la misma broma? Además, el pueblo tiene alcalde. No olvides que sigo colaborando con el periódico local.

–¡Porras!, pensaba que no me ibas a reconocer tan rápido. Llevo una semana ensayando. Hija, entiéndelo, solo vendrías a verme si estoy bajo tierra.

–¡Eres tan… dramática!

–Cambiando de tema. Sigue la vacante en la librería Tres Olivos.

–¿Otra vez con la misma historia? –le contestó la nieta molesta.

–Piénsalo bien. Podrías vivir conmigo y el trabajo te permitiría ahorrar para pagar los gastos de publicación de tu próxima novela. Confío en que aquí encontrarás a tus musas. Además, el hijo de los Moliner ha vuelto de Inglaterra y sigue soltero.

–¡Abuela, no sigas por ahí! Y sobre lo demás… le daré una vuelta. Ahora tengo que colgar.

Los pensamientos de Alba estaban en plena ebullición. ¿Qué otra opción tenía? Se iba a quedar en la calle. Sin embargo, vivir con su abuela a estas alturas sería como empezar de cero. Tras valorar los pros y contras tomó una decisión. Hizo la maleta y compró con sus últimos ahorros un billete de autobús hacia su próximo destino. Antes de marcharse escribió a su casero prometiéndole el pago de su deuda.

Tras tres horas de viaje llegó a La Carolina. En el aparcamiento la esperaba en su coche su abuela Victoria. La anciana seguía conduciendo a pesar de sus 79 años.

–¡Alba! ¡Qué alegría verte! No te arrepentirás de tu decisión, ya lo verás.

–Es tarde, abuela. ¡Ya me estoy arrepintiendo! ¿Vamos a ir en esa chatarra?

–¿Te gusta? Lo conseguí por dos pesetas en el taller del tío Amancio. Está muy bien para los años que tiene. La única pega es que no funciona bien el velocímetro.

Alba comprobó ese último detalle durante el trayecto a Aldeaquemada, ya que su abuela estuvo pisando con fuerza el acelerador, sin que la aguja lo notase.

–Ya estamos en casa. Arréglate porque te esperan en la librería. Allí venden libros especializados en Horticultura, sobre todo, relacionados con el cultivo del olivo –le indicó su abuela.

–¡Apasionante! –respondió la nieta con ironía.

Aquella tarde la joven fue paseando hasta su nuevo trabajo. Al llegar, se detuvo ante los tres olivos dibujados en los azulejos del lateral de la puerta. Según su abuela, los árboles simbolizaban a las tres hijas del propietario, Tomás González: Violeta, Vera y Valeria. En el pueblo contaban que su mujer le había abandonado veinte años atrás y que él sumido en la tristeza no pudo hacerse cargo de tres niñas adolescentes, por lo que las llevó con un familiar que vivía en Italia para que cuidara de ellas.

Apenas la saludó, pero no tardó en ordenarle la organización del inventario. Era un hombre severo y parco en palabras. Ahora entendía por qué no encontraba a nadie que quisiera trabajar con él. Más tarde, ella escuchó la campanilla de la entrada mientras desempaquetaba unas cajas.

–Buenas tardes, señor Moliner. ¡Me alegro verle de nuevo por aquí! ¿En qué puedo ayudarle? –dijo Tomás con falso entusiasmo.

–Buenas tardes. Quería que me orientase sobre el tratamiento de las diferentes plagas que pueden afectar al olivo. Mi padre quiere que comience a hacerme cargo del negocio familiar –indicó Gabriel, el hijo menor de la familia más rica de la comarca.

–¡Por supuesto! Le traeré mis mejores libros sobre el tema.

Alba aprovechó que su nuevo jefe había ido a la trastienda para acercarse y tantear a aquel distinguido cliente. Él la miró con sorpresa.

–¡Vaya!, señorita Galán. ¿Cómo es que ha acabado una prometedora ejecutiva de banca trabajando aquí?

–¿Cómo es que un reputado director de un fondo de inversión internacional lo ha dejado todo para trabajar con su padre?

–¡Touché! Sigues siendo igual de… ingeniosa que en el instituto. ¿Sabes que me leí tu primera novela? No está mal. La utilizo para equilibrar mi escritorio cuando cojea.

Ella fue a responderle, pero la interrumpió el señor González que volvía con una gran pila de libros.

–Le he seleccionado los mejores libros de mi colección de plag…

–Me los llevo todos. La señorita Galán ha insistido en que debo estar bien informado para evitar cualquier imprevisto en los cultivos.

–Por supuesto. ¡Tú!, prepárale el pedido.

El joven se acercó a la caja para pagar y le susurró a Alba.

–Me debes una, Picual.

Ella apretó los puños debajo del mostrador mientras el joven se marchaba con una sonrisa perversa. Ese era el mote que le puso cuando estudiaban juntos porque su piel era de color oliva. Sentía rabia por sus aires de superioridad, pero también cierta confusión. Había experimentado un escalofrío cuando este le había hablado al oído.

Eran las nueve de la noche cuando regresó a casa de su abuela. Cenaron una ensalada y luego, salieron juntas a la calle.

–¿Por qué quieres ir a la parroquia ahora? Tú no eres precisamente muy devota.

–No voy a rezar, niña. El párroco ha organizado un cine de verano en el claustro de la iglesia.

–Ya me extrañaba a mí. ¿Y qué película ponen? ¿Marcelino, pan y vino?

–Sonrisas y lágrimas. Deja de quejarte, anda. Por cierto, ¿qué tal con Gabriel?

–¿Cómo sabes que ha estado en la librería?

–Hija, en el pueblo nos enteramos de todo. En el instituto estaba loquito por ti.

–¡Qué cosas tienes! Si le sobraban admiradoras. Además, yo solo era la hija de un simple temporero que trabajaba en el olivar de su familia.

Al llegar observaron que la primera fila estaba ocupada por la familia Moliner que estaba casi al completo. Gabriel, sus padres y hermanos, además de su tío con sus hijos. El joven le guiñó un ojo al verla, lo que le hizo sentirse incómoda.

La película terminó tarde, pero a ningún vecino pareció importarle, excepto a Alba que protestó a la salida. No quería cruzarse con Gabriel, pero su abuela hizo caso omiso y se entretuvo hablando con varias amigas.

–Venga, vámonos a casa. Mañana por la mañana tengo que trabajar y la tarde me gustaría dedicarla a escribir.

–Espera, tengo que hablar con el cura.

–¿Vas a confesarle tus pecados a estas horas?

–No, tengo que preguntarle si necesita ayuda para la tómbola benéfica.

Las dos mujeres entraron en la iglesia que estaba prácticamente a oscuras. Pasaron cerca del confesionario cuando la anciana se percató de un líquido pegajoso que salía del habitáculo. Era sangre. Ahogaron un grito al abrir la cortina y ver al párroco muerto. Estaba sentado en el suelo y tenía marcas de cuchilladas en el torso. Al fondo, una puerta se cerró de golpe. Justo antes habían visto una sombra desapareciendo tras esta. Alba quiso seguirla, pero la abuela la detuvo.

–Acaban de matar a este pobre hombre. No te pongas en peligro.

Victoria se acercó al cuerpo inerte con lágrimas en los ojos. Le tenía mucho aprecio, a pesar de que ella no era religiosa. Un papel color sepia asomaba del bolsillo de su camisa. Era una fotografía antigua de un olivo milenario en cuyo tronco se apoyaba una mujer de espaldas a la cámara. A lo lejos se veía un caserío… ¡era el olivar de la familia Moliner! Las dos se miraron perplejas. Sin dar explicaciones, Victoria guardó la fotografía y llamó a la policía. Minutos después, dos agentes las interrogaron durante un tiempo que se les hizo interminable.

Al día siguiente, Tomás llamó a Alba a primera hora. Le dijo que no tenía que ir a la librería porque permanecería cerrada. Se había decretado el luto oficial en el pueblo.

–¡Acompáñame, niña! Necesitas vivir emociones fuertes para salir de tu bloqueo. Vamos a averiguar quién asesinó a nuestro párroco.

La joven no rechistó y la siguió hasta la entrada de la finca de los Moliner. En lo alto del cerro se encontraba un olivo centenario que presidía el resto de los árboles. El aceite que salía de aquellas tierras había mantenido a aquella familia durante generaciones.

–¡La fotografía se tomó desde aquí! –exclamó Victoria.

Los rayos del sol iluminaron la pequeña casa para pájaros que colgaba de una de las ramas. Alba se percató de un destello que salía de su interior. Trepó por el tronco hasta la caja de madera. Dentro había un colgante de oro. Bajó para verlo junto a su abuela. Era una especie de guardapelo con una inscripción: B y T. Al abrirlo vieron la fotografía de dos mujeres besándose junto a tres niñas.

–¡No puede ser! –dijo la abuela llevándose la mano hacia la boca.

–¿Qué sucede? ¿Las conoces? –preguntó intrigada la joven.

–Son Beatriz y Teresa. La primera es la abuela de Gabriel. Y la segunda… la esposa del librero. Las niñas son las hijas de esta última.

–¿Fueron pareja?

–Lo que te voy a contar solo lo saben unos pocos. Ellas se enamoraron siendo muy jovencitas, pero ambas familias se enteraron y se opusieron rotundamente a su relación. Eran otros tiempos. Durante esos años fui su amiga y confidente. Intenté ayudarlas junto a don Francisco que, por entonces, no había entrado aún en el seminario. Planeamos su huida a otro país donde pudieran vivir su historia de amor libremente. Sin embargo, la noche que iban a escapar, el destino les jugó una mala pasada. El padre de Beatriz murió, por lo que ella no pudo acudir a su cita. Se vio obligada a quedarse para hacerse cargo del negocio familiar que no estaba pasando su mejor momento. De hecho, se libraron de la quiebra gracias a la oportuna llegada de un importante inversor al pueblo que se asoció con ellos. Curiosamente, este se convirtió en su marido años después.

Victoria tomó aire y continuó con el relato:

–Teresa, al enterarse del compromiso de Beatriz, me confesó que se sentía engañada por el gran amor de su vida. Al fin y al cabo, la había abandonado por su familia. Sin embargo, acabó resignándose y años después se casó con Tomás que, en aquellos tiempos, era un joven introvertido y poco agraciado. Él siempre había estado enamorado de ella y puso todo su empeño para que ella fuera feliz, aunque no le correspondiera. Tuvieron tres hijas y ella volvió a sonreír. Por ese motivo, me sorprendió tanto lo que sucedió el día de su 40 cumpleaños. Aquella noche fue a dar un paseo por la cascada de Cimbarra y desapareció. Tomás me confesó que ella le había dejado una carta de despedida en la que le decía que estaba muy deprimida y debía marcharse del pueblo para recomponer su vida.

–Abuela, no me cuadra que Teresa quisiera abandonarlo todo. Esta fotografía demuestra que las dos mujeres mantuvieron su relación más allá de sus respectivos matrimonios. Además, prueba que las hijas de Teresa conocían su relación porque compartían momentos con ellas.

–Es cierto, hay piezas que no encajan.

Alba abrió de nuevo el guardapelo. Sacó la imagen y se percató de que había escrito algo en el reverso. Eran unos números: 2-8-6. Las dos se miraron extrañadas, ¿qué significaban?

Regresaron al pueblo pensando en aquellos números y en la relación que podía tener aquella historia de amor frustrada con el asesinato que estaban investigando.

Al día siguiente, la joven volvió a la librería. Encontró a Tomás organizando unos archivos.

–Acércate y presta atención. Aquí es donde registro todos los libros nuevos que van llegando.

Ella se fijó en los documentos deteniéndose en un detalle. Cada libro iba acompañado de un código de tres cifras. Su ubicación especificando pasillo, estantería y balda.

–¡2-8-6! –repetía en su cabeza.

Con la excusa de ir al baño fue corriendo al lugar que indicaban las coordenadas. Se subió a la escalera, pero solo encontró libros sobre el cultivo de cítricos. Sacó uno de ellos y la parte posterior del estante se movió. Desplazó la madera y encontró una caja repleta de cartas. Al fondo, vio un cuaderno. Dejó la caja donde estaba y guardó su contenido en los bolsillos de la chaqueta mientras bajaba. Se acercó al mostrador mientras pensaba una vía de escape.

–Tomás, tengo una fuerte jaqueca, ¿te importaría que fuera a por unas pastillas? –le dijo mintiéndole a su jefe.

–Bien empiezas. No tardes si quieres conservar el trabajo.

Llegó corriendo a casa de su abuela y leyeron juntas las cartas. Estaban escritas por Beatriz y se dirigían a Teresa. El contenido confirmaba lo que Victoria y Alba ya sabían. Las dos enamoradas siguieron el contacto tiempo después de que emprendieran sus vidas por separado. La abuela de Gabriel le decía lo mucho que la amaba y que había decidido abandonar a su familia para estar con ella y las niñas. Se marcharían juntas, lejos de aquella vida de mentiras y apariencias.

Tras leer toda aquella correspondencia, ojearon el cuaderno. Era el diario de Teresa donde contaba lo nerviosa que se ponía al ver a Beatriz a escondidas, lo feliz que le hacían sus hijas, el miedo que pasaba cuando volvía su marido a casa… Página tras página fueron entendiéndola un poco más.

Ella intentó empezar una nueva vida con Tomás tras el matrimonio de Beatriz, pero este cambió su comportamiento tras el nacimiento de sus hijas. Se convirtió en un tipo celoso, posesivo y controlador. Tuvo que aprender a sobrevivir como pudo hasta que se volvió a reencontrar con Beatriz. Fue una tarde en la iglesia. Teresa se estaba sincerando con el párroco a quien le contó el tormento por el que estaba pasando. Beatriz, que se acercó justo en ese momento al confesionario, lo escuchó todo sintiéndose desolada y en parte culpable por haber dejado que la mujer de su vida pasase por todo aquel dolor. A partir de ahí comenzaron a fraguar una doble vida a escondidas de los demás. Únicamente conocían su historia las hijas de Teresa quienes temían a su padre y adoraban a Beatriz.

La última página finalizaba la fecha de su 40 cumpleaños, el día de su desaparición. En esta relataba lo feliz que se sentía porque esa misma noche se marcharía lejos del pueblo con las niñas y Beatriz. No obstante, también expresaba el miedo que le provocaba pensar que Tomás las descubriera antes de la huida. Por último, añadía que se encontraría con su amada en el lugar de siempre bajo la casa de pájaros donde intercambiaban sus cartas.

–Está claro que aquí hay gato encerrado. Tomás las descubrió aquella noche y montó la historia de la desaparición y el familiar de Italia para no parecer culpable de la desaparición de su mujer y sus hijas –dedujo Victoria.

–Pienso igual, aunque desconozco qué tiene que ver el asesinato de don Francisco en todo esto –agregó Alba.

–Espera… tengo un presentimiento. ¡Acompáñame! –exclamó enigmática la anciana.

Se montaron en el coche y se dirigieron a las afueras del pueblo donde se encontraba la casa de Tomás. Antes de cruzar la salida se encontraron con Gabriel que iba andando.

–¿Os importaría acercarme a la finca? Acabo de dejar mi coche en el taller –preguntó el joven.

–Sube, nos vienes de perlas –indicó Victoria.

Durante el camino le contaron toda la historia, dejándole boquiabierto.

Al llegar a la casa del librero, Victoria comprobó que la puerta estaba cerrada, por lo que rompió el cristal de una ventana para entrar. Dentro todo estaba impecable, pero algo les llamó la atención. Un leve murmullo se escuchaba bajo la alfombra del salón. La levantaron y descubrieron una trampilla cerrada por una cadena que rompieron con una cizalla que encontraron en el cobertizo.

Bajaron las escaleras y encontraron un oscuro habitáculo donde se hallaban cuatro personas agazapadas. Iluminaron sus rostros con una linterna. Eran Teresa y sus hijas. Abrazaron a Victoria al reconocerla.

–Tomás nos encerró la noche que descubrió que íbamos a escapar junto a Beatriz. Nos ha mantenido aquí todo este tiempo. Ha sido un infierno. Incluso, en los últimos años, quería contratar a alguien en la librería para estar menos ocupado y vigilarnos durante más tiempo. Hace poco, mis hijas consiguieron escapar en un descuido y corrieron por el campo mientras él las perseguía. No pudieron llegar muy lejos por su estado físico, pero don Francisco paseaba cerca y las vio. Tomás lo mató con un cuchillo delante de ellas. Regresó a encerrarlas de nuevo y luego llevó el cadáver a la iglesia –dijo Teresa sollozando.

–Tranquila, estáis a salvo. La policía va de camino a la librería para detener a Tomás y una ambulancia os atenderá en breve –le explicó Alba.

–Avisaré a mi abuela. Se alegrará mucho de saber que se podrá reencontrar pronto con vosotras –comentó Gabriel cariñosamente.

El joven se acercó a Alba.

–Creo que me debes una cena en compensación por descolocarme toda mi historia familiar.

–Espero que esa cena pueda esperar. He encontrado a mis musas y estaré ocupada escribiendo una gran historia.

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