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96. Los Miradores

Escoleño

 

Cuando llegué a la puerta, papá ya estaba esperando. Eran las nueve menos veinte. Menos cuarto. Me había entretenido casi media hora.
–¿Qué hora es? –me preguntó papá.
–Son menos cuarto.
Esperaba que me dijera que llegaba tarde, pero se limitó a hacerle un gesto al celador para que le ayudara a subirse al coche.
Después de ponerle el cinturón, entré para hablar con la directora. Me entregó una caja con medicinas, con las indicaciones para dárselas.
–¿Cuándo regresarán?
–A la una, como muy tarde –le respondí.
–La comida es a esa hora. Si puede venir un poco antes.
Se me quedó mirando.
–Por si se retrasara, ¿sabe la comida que debe tomar su padre?
–Procuraré llegar antes de la una –le dije.
Por fin subí al coche y arranqué.
Papá estuvo en silencio mucho tiempo. Hacía un poco de calor, pero no me decidí ni a bajar la ventanilla ni a poner el aire acondicionado.
Traté de poner la radio, pero no funcionaba.
Cuando estábamos llegando a Mancha Real me preguntó que coche era el que conducía.
–Un Nissan, papá.
–¿Un Nissan?
Se quedó en silencio durante un instante.
La verdad era que me había costado encontrar un vehículo. Había tenido suerte con el Nissan, aunque el de la agencia no quiso alquilármelo: decía que tenía tendencia a sobrecalentarse. Lo convencí cuando le aseguré que no haría muchos kilómetros con él.
–Lo tenemos para los cazadores que vienen.
Miré de reojo a papá y comprobé que estaba con la vista fija en la ventanilla. Por un momento pensé que veía.
–¿Y gasta mucho?
–¿Qué?
–¿Qué si gasta mucho el Nissan?
–Ah, no.
–Deberías conseguir un Land Rover.
–Ya no los fabrican, papá.
–Ya sé que no los fabrican. Manolo el de Marco me dijo que su hijo había comprado un Land Rover de treinta años que iba bien.
–¿Manolo el de Marco?
–Sí, vino a visitarme.
Sentí un escalofrío.
–¿Cuándo?
–No sé. Hace dos o tres meses. En realidad vino a visitar a su suegra, pero se acercó cuando me vio.
¿Le habría dicho algo?
Guardé silencio y me concentré en la conducción. Hacía mucho tiempo que no iba por esa carretera. En algunas zonas la habían reasfaltado, pero había otras con grietas y señales de obras.
–Iremos primero a Los Miradores, ¿no?
–Yo pensaba dejarlo para el final.
–Pero si vamos a pasar por el carril.
–Vamos primero a Moragón –le dije.
De repente, la radio se encendió sola.
–¿Qué? –preguntó papá.
–He puesto la radio.
–Ah.
Advertí que se quedaba mirando fijamente la carretera.
–¿Y no viene Hugo?
–Bruno.
–Eso. Bruno.
–No, no ha podido venir.
–Pero ¿lo llevarás al campo?
–Claro, papá.
–Que estudie si quiere, pero que también vaya al campo.
–Sí.
Estuve a punto de pasarme el cruce de Moragón. Había cambiado la carretera. Tuve que dar un frenazo.
–¿Qué ha pasado? –preguntó papá, abriendo mucho los ojos.
En ocasiones parecía que veía.
Fui por el carril en segunda, aunque estaba en mejor estado de lo que recordaba.
–Mi abuelo pudo tener aquí más de diez mil olivos. Diez mil olivos.
Papá, se calló durante un instante.
–Todo esto se dedicaba a cereal. Una tierra no muy buena para cereal –dijo–. Pero entonces había langosta. Seguro que Hugo no ha oído hablar de la langosta.
–Bruno.
–¿Qué?
Tuve que apartarme porque venía un tractor de frente.
–Si mi abuelo hubiera sido más decidido. Claro, había que segar el barbecho, para quitarles el alimento a las langostas. Mucho trabajo. Mucho trabajo.
Detuve el coche.
–¿Ya hemos llegado?
Había pensado subir a los olivos de Moragón, pero el camino estaba cortado con una cadena. Por un momento, pensé en meterme por mitad de los olivos.
–¿Hemos llegado? –repitió papá.
–Sí.
–¿Me ayudas?
–No, papá. Ya sabes que no puedes ir por ahí con la silla de ruedas. Voy a bajarte la ventanilla.
Se sacó del bolsillo de la camisa las gafas de sol y se las colocó.
–¿Tienen una buena cosecha?
–Sí, papá.
–Estos no eran unos olivos muy buenos, pero desde que pusimos el riego. Cuanto tuvieron el año pasado.
–Creo que ciento cincuenta mil kilos.
–Me dijiste que doscientos mil.
–No me acuerdo, papá.
Hizo un gesto con los labios.
–¡Cuántas piedras he quitado yo aquí! Esto estaba lleno de piedras. Remolques y remolques. ¿Ya has despestugado?
–Sí, papá.
–¿Y los suelos?
–Los haré a finales de septiembre.
–Eso es un poco tarde. Anda. Bájate y dame una rama con aceitunas.
Baje del coche y mire alrededor. Lejos, se escuchaba el ruido de una sopladora. Empezaba a hacer calor. Me acerqué a un olivo y corté una rama.
Cuando se la di a papá, comenzó a acariciarla.
–¡Qué hermosas!
Arranqué el coche. Dudé un rato el camino a seguir. Carril adelante, podría llegar al pueblo, pero también podía perderme. Decidí volver a la carretera de Jimena.
–¿Ahora vamos a las estacas?
–No, papá.
–Deberíamos ir a las estacas y luego a Los Miradores.
–Hubo un aguacero y se llevó el carril en el barranco de los Ruiz.
–Eso pasa cada vez que llueve. Seguro que ya se puede pasar.
–No me fío, papá.
–Si tuvieras un Land Rover, podrías pasar.
Decidí ignorar sus reproches y continuar conduciendo.
–¿Has buscado ya gente para la aceituna?
–Faltan todavía tres meses.
–Ahora es cuando se buscan las cuadrillas.
–Llamaré a los de Jódar.
–No me gusta la gente de Jódar.
–A mí me ha ido bien con ellos.
–No te fíes.
–Si traigo extranjeros, debo ponerles casa.
–¿No tienes la casa del patio?
–Lo dejan todo desordenado, papá.
–Bah. Compras muebles viejos y ya está.
Advertí que el coche comenzaba a calentarse. Me metí en el arcén y lo detuve.
–¿Dónde estamos?
–En Pajarejos, papá.
–¿Ya hemos llegado?
–Aquí si tengo que bajarme.
–No, papá. Ya sabes que no puedes.
–Llévame por lo menos al olivo de cornezuelo. ¿Has cogido la aceituna?
–Sí, papá.
–¿Cuántos kilos han salido?
–Más de cien, papá.
–Pocos son. Seguro que dejaste alguna aceituna. Tráemela. Hace un siglo que no tengo una aceituna de cornezuelo en las manos.
–Al Blas tuvo una rotura en el riego y hay un barranco en medio del olivar. No me atrevo a pasar.
–¿El Blas? Haz que lo arregle.
–Él no tuvo la culpa.
–Pues que vengan con la máquina. Anda bájate del coche y ve andando hasta el olivo de cornezuelo.
Me bajé del coche y me acerqué a un olivo y me puse a orinar. Luego, comencé a caminar en círculos. De repente, oí un pitido.
Volví corriendo al coche.
–¿Qué pasa, papá? –le pregunté.
–Estabas tardando tanto.
Subí al Nissan.
–¿No has traído las aceitunas de cornezuelo?
–No me ha dado tiempo a llegar.
–Da lo mismo. En Los Miradores hay dos olivos.
Arranqué el coche.
–¿Vas a parar en el pueblo?
–No, papá.
–Me gustaría pararme.
–Me han dicho que tienes que regresar antes de la una. Y son casi las once.
–Si no hubieras venido tan tarde.
–De todos, a estas horas no verías a nadie por la calle.
Por un momento pensé el camino a tomar. Quedaban diez kilómetros hasta el pueblo. Pero también podía continuar hasta Bedmar. No, seguro que papá se daría cuenta. Le llevaría a Los Miradores.
–¿Qué pasó con Paco el de Luisanita?
–Murió, papá.
–Claro, no hacía otra cosa que fumar. ¿Y Marcial?
–Creo que está con una hija en Madrid.
–Seguro que no lo ha llevado a una residencia.
Preferí ignorar el comentario.
Frené un poco porque encontré un grupo de ciclistas.
–¿Hemos llegado?
–No, papá. Estamos acercándonos al peñón.
–¿Cómo se ve el pueblo?
–Como siempre.
–Si ves a alguien conocido, párate.
–Vale.
Al llegar al cruce, advertí que un grupo de mujeres venía caminando desde la balsa. ¿Me habrían reconocido? Probablemente no. Hacía más de diez años que no pisaba el pueblo.
–Antes has dicho que eran casi las once.
–Sí.
–A las once tengo que tomarme una pastilla. No sé cuál. Dame la que se te figure.
Esperé a dejar atrás el pueblo para parar en el arcén. Busque el bote con las pastillas y saqué la de las once. Abrí la botellita de agua.
–No sé para qué tomo tantas pastillas. Llevo más de treinta años así.
–No digas eso, papá.
Se quitó las gafas y las limpió con el pañuelo, que estaba muy sucio.
Arranqué el coche.
Diez minutos después habíamos llegado a Los Miradores. Durante todo ese tiempo, papá estuvo callado.
Paré el coche justo al lado del camino. El motor volvía a estar caliente.
–Me gustaría ver estos olivos –dijo papá.
–Sí, están para verlos.
Habían dejado que la hierba creciera en mitad de las camadas. Ya estaban hechos los ruedos. Los goteros estaban funcionando. Papá debió oír el ruido que hacían.
–¿Están regando?
–Sí.
–Me dijiste que regaban el fin de semana.
–Pues han cambiado de idea.
–Deberías dar una vuelta. Hay que asegurar que riegan bien. Ahora es cuando más necesitan el agua.
–Vendré esta tarde, papá.
Se colocó las gafas bien.
–¿Sabes? Estuve a punto de vender estos olivos.
–Nunca me lo dijiste, papá.
–Sí. Tú estabas estudiando y pensé que no querías dedicarte al campo. Me dije que podía comprar dos o tres pisos en Jaén, vivir en uno y poner en alquiler los otros. Fue antes de que muriera tu madre.
–¿Y no lo hiciste?
–No, no lo hice. Tu madre quiso que lo hiciera, pero no lo hice. Iba a quedarme con los otros olivos, pero vendería los millones.
Se quedó un rato pensativo.
–Ya tenía el trato casi cerrado. Iban a darme cien millones de pesetas. Eso serían ahora… seiscientos mil de euros. Seiscientos mil de euros, ¿no?
Me quedé pensativo. Yo había vendido todos los olivos de papá por doscientos mil.

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