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95. Oleum

Tierra

 

Hoy amaneció el día frío y con nieblas. Aunque soy vieja, aguanto bien el frío, no sé cuántos inviernos me quedarán, desde luego menos de los que ya llevo pasados.
Vivo en un cerro, en la ladera que da al levante, por el que veo amanecer cada mañana. Es un buen sitio, lo único malo es que al atardecer ya no disfruto tan bien la puesta de sol, con sus colores tan bonitos. Delante de mí tengo una llanura, y al fondo una sierra. Estoy cerca de un linde, al lado de un manjano, y las gentes dicen que este paraje se llama Guzquía. He tenido muchos vecinos, almendros, encinas (o carrascas como las llaman por aquí), viñas, y tierras en las que los hombres siembran el cereal.
He visto pasar estaciones, años, vidas enteras de árboles, de animales, de humanos. Lo que para vosotros es una cosecha para mí es un latido, y una de vuestras vidas pasa para mí como un día. Os he visto nacer, crecer, amar, luchar, morir, y os he querido como a hermanos, como hijos que somos todos de la misma tierra.

Me gusta el invierno. Es variado, hay días con escarcha, otros con lluvia y a veces nieva, ahora menos que antes, eso sí. Prefiero los días fríos y claros, con el sol dorado en el cénit y esa luz que hace las cosas más reales. En esta época las gentes recogen mis frutos. Antes venían cuadrillas grandes, familias enteras, y a pesar del duro trabajo cantaban con alegría y asaban tocino y chorizos para comer. También venían a podar las viñas y a recoger los sarmientos, ahora lo hacen ya casi todo con máquinas.
También es tiempo de caza. Como me gusta ver a las liebres corriendo delante de los galgos, haciendo quiebros para salvar la vida, con el hocico del lebrel detrás y su aliento anunciándoles la muerte. Ahora ya no se caza tanto con galgo, los cazadores van con escopetas, lo que no es tan vistoso. Son cosas del progreso, dicen.

Hace mucho tiempo que desperté. Yo era una pequeña mata, y no sé si fueron ellos los que me plantaron o nací sola, pues entonces no sabía escuchar las lenguas tan bien como ahora, pero repetían mucho una palabra: oleum, y se dirigían a mí y a las otras matas. Así que di en pensar que ese era mi nombre, con esa terquedad con la que se le quedan a una grabadas las cosas de la infancia.
Estos fueron los primeros humanos que yo conocí. Hablaban una lengua que pensé que era la única en el mundo (ingenua de mí), y se llamaban a sí mismos romanos. Después barrunté que habían conquistado las tierras de otros que ya estaban aquí antes, pues vi pasar por la llanura una centuria de legionarios custodiando una columna de hombres cargados de cadenas. A un lado del camino los soldados izaron unos troncos, clavaron en ellos a unos cuantos prisioneros y los dejaron colgados al sol. Al principio los condenados gritaban con rabia, luego las fuerzas los fueron abandonando y solo se oían sus lamentos, hasta que expiraron una tarde. Crucifixión lo llamaban.
Después de aquello, llegó un tiempo suave. Los romanos roturaron la tierra, sembraron cereal, plantaron vides, y uno de ellos, el que parecía el principal, mandó construir el domus, la casa, un poco más arriba en la ladera. Debía ser rico, pues tenía muchos esclavos y criados que trabajaban para él. Aquel señor paseaba por los campos y a veces se sentaba bajo mi sombra, sacaba un rollo de papiro y leía en voz alta. Unas veces declamaba versos de Ovidio y Virgilio, y otras se partía de risa con las historias de Plauto y Aristófanes. También daba banquetes a sus invitados, y en las noches de verano se oían las cítaras y los cantos que venían de la casa. Ya en esa época daba yo buenos frutos. Los criados del señor los llamaban olivae, y entonces me di cuenta de que el oleum era lo que sacaban de ellos. Oro líquido lo llamaban, y por lo que contaban, era famoso en todo su imperio, que yo no sé lo que es porque mi mundo es la ladera, la llanura y la sierra que tengo enfrente.
De esa época también recuerdo la llegada de los peregrinos, con un libro que contaba la vida de su dios. Poco a poco convencieron a los demás de que el suyo era el verdadero, y los otros acabaron abandonando sus dioses antiguos, y las oraciones a Ceres, Minerva, Júpiter, Venus y los demás se cambiaron por otras a vírgenes y santos, y todos se volvieron cristianos.

Mi estación favorita es la primavera. Primero comienzan a brotar las flores blancas de los almendros, y luego todo el campo estalla en verdor. La tierra se llena de amapolas, de margaritas, de corregüelas, de zapatillos de la virgen y de otras flores. Las mías también brotan en esta época, y aunque son chiquitas y poco vistosas, me gusta estar así, galana. Ahora ya no florezco con la fuerza de antes, pero aun así las abejas van y vienen laboriosas entre mis flores, me hacen cosquillas y yo les doy el néctar que liban con ansia y se llevan luego a sus colmenas. Las hormigas suben por mi tronco buscando su sustento, los conejos y las liebres saltan por todas partes a mi alrededor ramoneando los tallos bajos, los pájaros cantan en mis ramas. Y me gusta como se ve el campo y como huele el aire, a vida.

Luego llegó una época convulsa, pues unas gentes que vinieron del norte derrotaron a los romanos y se quedaron con la tierra. Visigodos se llamaban a sí mismos. Al final se volvieron cristianos también. La vieja casa del romano se abandonó, y el tiempo lentamente fue limando sus cimientos hasta que no quedó nada, solo el recuerdo que conservo de ella.
Y con el paso de los años, otros jinetes llegaron, esta vez del sur. Envueltos en túnicas, pasaron raudos hacia el norte y acabaron con el reino de los visigodos. Hablaban una lengua llena de palabras que no había oído antes. Llamaban al oro líquido aceite, y aceituna a mis frutos. Y trajeron otro libro y otro dios.
Tras muchos inviernos volvieron los cristianos, esta vez armados. Mesnadas de caballeros e infantes lucharon con los otros y los fueron empujando al sur. La tierra quedó despoblada, y mis frutos dieron alimento a conejos y ardillas. Vino gente del norte a repoblar. Hablaban una mezcla extraña hija de todas las lenguas que yo había conocido. Y fundaron pueblos a los que añadían el nombre de Santiago, que debe ser algún jefe o santo de ellos, pues lo invocaban por todas partes, en sus pueblos y en sus batallas.
Las tierras se volvieron a cultivar. De las olivas que nacieron conmigo solo quedo yo. Muchas cayeron bajo el hacha y los colonos plantaron otras nuevas. A mí me respetaron, quizá por mi copa redonda, por estar cerca del linde, o quién sabe por qué.
En lo alto de la sierra construyeron un castillo, así que no me extrañó que hablaran del nuevo reino como Castilla. Como siempre, hubo ricos y pobres. Y como siempre, los pobres apechugaron con los impuestos, por mucho que se quejaran. Y las guerras iban y venían, ahora entre hermanos. Al final la corona llegó a una reina ambiciosa, y en su época oí que sus hombres descubrieron unas tierras muy lejanas más allá del mar, que dicen que es una gran llanura pero de agua, cosa que yo dudo que exista pues yo veo el agua correr cuando llueve, pero no creo que pueda llenar la tierra (quizá sea porque yo no he visto el mundo, y solo sé lo que oigo a los que pasan a mi lado). Esa reina expulsó a unos infelices que no rezaban a su mismo dios, y aquellos pobres se fueron llorando pues sus antepasados llevaban por aquí tanto tiempo como yo. Por lo que sé, también luchó contra los últimos del sur y los echó de sus tierras.
Luego oí que por cosa de impuestos y de mando una parte del reino se sublevó contra el rey, un tal Carlos, nieto de la reina grande de Castilla, y otra vez estalló la guerra. Porque al igual que con las cosechas, los hombres no saben vivir sin ellas.
Venció el rey, y se metió a luchar en sitios lejanos por cosas de su fe, y le heredó las guerras a sus hijos y estos a los suyos. Y todo esto se llevó la riqueza de la tierra, y el reino fue cada vez más pobre. Los campos se quedaron sin cultivar, sin manos que los labraran.
Por aquellos tiempos un hidalgo de la zona, al que le gustaba pasear a caballo, amarraba la montura a alguna carrasca y se ponía a leer a la sombra un libro, conocido como el Quijote, que se hizo famoso por todas partes y épocas. Por lo que he oído, la historia transcurre por estas tierras.
El último rey de la familia murió sin descendencia, y otra vez hubo guerra. Vinieron después unos años tranquilos, hasta que algo pasó en la capital, y llegaron unos soldados con un habla extraña. La lucha se prendió otra vez, con más saña si cabe. Si unos mataban, los otros más, y si los otros descuartizaban, los unos más. No os voy a contar lo que vi, pues a una partida de esos soldados extranjeros, a los que llamaban franceses, los emboscaron cerca de mi ladera, los cosieron a navajazos y les sacaron las entrañas.
Al final los naturales de aquí echaron a los franceses, aunque por lo que oí de la conversación de dos caballeros mientras cazaban perdices, más tuvieron que ver los oficios y las tropas de un general inglés muy famoso. Volvió el rey, al que primero llamaron «el deseado» y después «el felón». A su muerte se pelearon por el trono el hermano y la hija del difunto, y prendieron las guerras llamadas carlistas.

El verano no me gusta tanto, aunque tiene su gracia, con las chicharras dale que dale con su ruido por el día, y los grillos cantando por las noches. Lo que menos me gusta son las calimas, con el aire turbio y caluroso. El verano aquí es de justicia, he visto a los humanos segar abrasados bajo el sol, las mujeres tapadas hasta la cabeza, con los chiquillos pequeños bajo la escasa sombra de una manta sujeta por cuatro palos. Por suerte esos tiempos ya se fueron y los labradores ya no pasan tantas penalidades.

Por si fuera poco, la guerra volvió de nuevo, esta vez en los restos del imperio que un día fue de los reyes castellanos, y se llevó a los jóvenes al otro lado del mar. Los que volvieron llegaron enfermos o lisiados. La pobreza campaba por estas tierras. Los jornaleros vivían en la miseria, con hijos a los que no podían criar. Y año tras año, los odios se volvieron a cargar de nuevo. Por aquella época, un joven de buena familia se sentaba a leer a mi sombra versos de un tal Machado y de otros poetas. A veces los declamaba en voz alta, y yo disfrutaba oyéndolo.
Y un día de verano, estalló otra guerra, otra más entre hermanos. Por suerte no pasó por aquí, pero se llevaron a los hombres a luchar y los campos se quedaron sin labrar durante otros tres años.
Un crimen horrible, como otros muchos, ocurrió en la llanura, a la sombra de una carrasca. Como siempre, unos inocentes pagaron la cuenta de los odios de unos, y cuando los otros volvieron, se tomaron la revancha. Cuando pasó aquella tormenta de sangre, el lector, antaño joven y ahora canoso, se acercó a mí un día. Puso su mano en mi tronco y me dijo: «Adiós árbol mío, me voy, lejos de este país maldito que abrasa cuanto toca».
Os he visto pasar por el tiempo, ¡a tantos! A algunos os he querido mucho. Como a aquellos dos chiquillos, la hija de un mayoral y el hijo de un pastor que vivían con sus familias en una quintería, cerca de mi ladera. Se criaron juntos correteando y jugando entre los árboles, subiendo a mis ramas, cogiendo almendrucos. En las tardes de verano les gustaba sentarse a mi lado, el zagalillo sacaba de su zurrón dos coscorros de pan, les vertía aceite encima, les ponía sal y los dos merendaban tan felices bajo mi sombra. Crecieron y se hicieron mocitos, y el amor comenzó a chispear en los ojos de los dos. Él pastoreaba las ovejas y ella lo esperaba todas las tardes, cuando terminaba el trabajo con su madre. El padre de ella no veía con buenos ojos al zagal, quería algo mejor para su hija que aquel muchacho pobre al que llamaba «muerto de hambre». Quería que se ennoviara con el hijo de un labrador con más tierras, o que se fuera a servir a la capital de criada con la mujer del amo. Pero la fuerza del amor era más grande que las órdenes de los mayores, y una noche de primavera se besaron a la luz de la luna, él tendió su manta de pastor y bajo el cobijo de mis ramas se amaron como hombre y mujer. El padre al final transigió y pronto la quintería se vistió de fiesta para celebrar la boda. El olor a caldereta y los cantos llegaron hasta mi ladera. Y les vinieron los chiquillos, correteando por todas partes, mientras él trabajaba en los campos y ella hacía quesos con la leche de las ovejas. Con tiempo, trabajo y ahorro, el antiguo pastorcillo y la hija del mayoral compraron el olivar, los hijos crecieron, unos se quedaron en el campo y otros se fueron a la capital, pero todos los inviernos la familia se juntaba para recoger la aceituna. Y cuando llegaron los nietos, el abuelo enseñó a sus perdigoncillos, como los llamaba, a comer pan con aceite y sal. Los dos amantes se hicieron viejos. Ella murió primero, y él paseaba melancólico por el olivar, apoyado en su garrota, y cuando llegaba a mí, ponía su mano en mi tronco, huesuda mano y huesudo tronco, y suspiraba recordando las tardes de su infancia. Hasta que un día no volvió más.
Tras la guerra las tierras se volvieron a cultivar. Tras unos años duros, la vida mejoró poco a poco y la gente comenzó a emigrar buscando más oportunidades, y llegó la mecanización a los campos: una cosechadora siega en un día lo que diez personas en una semana, y un tractor labra en una hora lo que una yunta de mulas en un día. Recoger mis frutos parecía poco mecanizable: se trata de dar palos y recoger las aceitunas en las arpilleras. Pero el ingenio de los humanos todo lo inventa, y las máquinas de varear llegaron también.

También me gusta el otoño, con esa luz tan clara y melancólica que deja atrás los calores del verano. Los campos se llenan de gentes en la vendimia, y la alegría se mezcla con el duro trabajo. Las cuadrillas cantan mientras recogen las uvas, el campo se llena del olor a mosto, y llegan las primeras lluvias preparando la tierra para la sementera. He visto el avance del progreso: por la carretera que atraviesa la llanura ahora ruedan coches mejores, y por los caminos ya no van mulas y borricos tirando de carros y galeras, ya van buenos coches y tractores.

Un día llegaron a verme unos señores muy serios, con unos aparatos. Me midieron, me hicieron fotos, y entre ellos dijeron que yo me llamaba Olea europaea europaea (bueno, no andaba yo tan desencaminada con el oleum). Me sentí una aristócrata de los montes, y me alegré de ser europea, pues en palabras de un ingeniero agrónomo que estuvo trabajando en el catastro, era buena cosa ser de Europa, y yo siempre me fío de lo que dice la gente con instrucción.
Ya soy oliva vieja, quizá un invierno de estos me muera, y espero que un carpintero se lleve mi madera para hacer un mueble, o un escultor la torneé y termine en una pieza de museo. No me gustaría acabar como leña en el fuego, pero he visto pasar tantas cosas que quién sabe lo que le depara el destino a cada uno, y lo tomaré como venga.
Sea lo que fuere, aquí he vivido y de aquí soy, acordaos de mí cuando vertáis el oro líquido en un trozo de pan con sal, pues soy tan vuestra como vosotros míos.

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