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93. El pasado siempre vuelve

De Rosa

 

Las botas se clavaban en la nieve. Metidos hasta las rodillas, el avance se hacía muy complicado. Más, teniendo en cuenta la poca luz. No podían hacerlo a otras horas o serían carne de cañón. En cuanto amaneciera del todo deberían refugiarse entre la escasa vegetación o en algunas de las pocas casas dispersas camino de San Petersburgo.
Manuel, se encogía en el abrigo, se subía las solapas y se calaba el gorro, dejando visible una pequeña franja coincidente con los ojos. En el petate poca cosa: un mendrugo de pan, duro como una piedra, algo para hacer fuego, un pañuelo para ir cambiándose el que tenía en el rostro y una botella de coñac. Esta última, cortesía del general, que a diario les proporcionaba el amargo licor para combatir las temperaturas bajo cero del invierno ruso.
Llegaron hasta un pueblo con poco más de veinte casas; se encontraban a algo más de treinta kilómetros del objetivo, al menos eso les habían dicho. Los paisanos les abrían las puertas, temerosos ante un ataque de aquellos aliados de los alemanes que estaban en guerra con su nación. Pero a los del pueblo eso no les preocupaba, el miedo que tenían a perder lo poco que poseían era mayor que la fidelidad a una patria. Se comunicaban con los soldados por señas. Estos, acostumbrados a ese tipo de trato entre cordial y temeroso, correspondían con amabilidad para no asustar a la gente que les podía proporcionar un poco de alimento caliente y algún sitio para hacer un fuego y estar a resguardo, hasta que pudieran comenzar el avance pensado para el atardecer siguiente.
Manuel se sentó en el suelo, apoyado en una pared, frente a un fuego que había tardado un poco en prender por estar la madera húmeda. Miraba las llamas como en ensoñación. Al poco, otro soldado se sentó junto a él y comenzó a frotarse las manos con fuerza para entrar en calor:
—Senti—le dijo, nombrándolo por su apodo—, este frío parece que se mete en los huesos y no se va nunca.
—Me cago en el frío, en Rusia y en todo. A ver que hacemos nosotros aquí—Manuel estaba enfadado.
—Por dinero, Senti, por dinero.
—Dinero que vamos mandando y que a saber si estará cuando volvamos. Si volvemos.
—Todavía no hemos pegado ni un tiro—dijo Cecilio intentando calmarlo.
—Y que siga así—terminó Manuel, el sentimillo, como le decían en su pueblo—. Con un poco de suerte en un par de días estaremos en San Petersburgo. Esperemos que no haya sorpresas.
Manuel retiró la mirada del fuego para pasearla en forma de semicircunferencia por los alrededores. Nieve, hielo, árboles que parecían muertos y un batallón de españoles, la mayoría de ellos andaluces, acostumbrados al calor, titiritando de frío, en una guerra que les era ajena. Algunos estaban allí por ideales, otros por obligación y algunos, como Manuel y Cecilio, para ganar algo de dinero.
Los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial le abordaron al meterse en la boca el chusco de pan que tenía en la mano nudosa, que a su vez sostenía un trozo de tocino. Allí, bajo uno de los olivos de la finca en la que recogía aceitunas junto a su mujer e hijos.
Una mezcla de nostalgia y tristeza le embargó al recordar aquellos duros momentos. Sentado en una piedra, con el regusto salado del tocino aún en el paladar, miraba en derredor como aquel día. Ahora el paisaje era muy distinto: seco, árido, solo algunas malas hierbas crecían entre los abigarrados olivos, testigos de generaciones, cambios de tiempo, guerras y gobernantes. Y allí seguían ellos, erguidos, orgullosos, con ese verdor de las hojas y el envés grisáceo, proporcionando al mundo el «oro líquido».
«Oro», pensó Manuel. A su vuelta a España no encontró ni una peseta. El dinero se había esfumado. Pocas explicaciones le dio su padre: Su hermana quería casarse y hacía falta en la casa.
El hecho, que él sintió como una traición, le hizo replantearse su vida.
En cuanto pudo se casó. Había que comenzar de cero. Y ese comienzo le llevaba a deambular de cortijo en cortijo para encontrar trabajo. Habían pasado casi treinta años de su paso por la División Azul y no le había ido del todo mal, al menos no le faltaba el trabajo. Pero era dura esa vida nómada del aceitunero. Esos finales de los sesenta y comienzo de los setenta no eran los ideales, pero al fin y al cabo tenía trabajo.
Terminó con el almuerzo y se levantó dolorido. Su cuerpo flaco y fibroso, acostumbrado a la dureza del campo, se quejaba de las jornadas interminables de trabajo y, aunque apenas tenía cincuenta años, se sentía cansado. Se ajustó las gafas de cristal grueso sobre el puente de la nariz, en el que llevaba un trapito alrededor para que no le hicieran daño y, tras atusar su pelo hacia atrás, se colocó la gorra.
Miró hacia los olivos en los que almorzaban sus hijos y su mujer. Le gustaba quedarse solo un rato para poner en orden sus pensamientos. La imagen de los mayores le sumió de nuevo en pensamientos contradictorios: esas habitaciones familiares en los cortijos, todos juntos en poco más de diez metros cuadrados, con suerte en jergones tirados en el suelo. A veces ni eso, un montón de paja con una manta por encima hacía las veces de cama. La olla común de la que todos comían mientras que él incentivaba a sus hijos a comer rápido y cargar la cuchara para reponer energía: «En un cortijo grande el que es tonto se muere de hambre» les repetía con asiduidad.
Suspiró, se desabrochó un botón de la camisa—el sol apretaba a esas horas— y se dirigió hasta el siguiente olivo que tenían que recolectar.
Extendieron un fardo en el suelo: los más jóvenes eran los encargados de desplazarlo de olivo a olivo, mientras él y su hijo mayor vareaban el árbol a la espera de que cayera el ansiado fruto.
Hora tras hora desde el amanecer hasta la hora de comer. Todos los días eran iguales, sin distinguir domingos ni días de fiesta. Pero era lo que había, eso o verlas venir en el pueblo pasando carencias.
Tras la agotadora jornada llegaron a las dependencias del cortijo. Fueron pasando por la enorme puerta de entrada y poco a poco, cada familia, iba desapareciendo en las puertas de las habitaciones asignadas a cada una.
Manuel se rezagó un poco de los suyos fumando un cigarrillo. El rostro enjuto se contraía en cada chupada, para después expulsar el humo con lentitud. Las volutas azules salían de los labios desparramadas en el aire. Un hombre joven de una de las familias que se alojaban en el cortijo le alcanzó:
—Pásame un cigarro, Manuel.
Se demoró en sacar ese paquete de cigarrillos sin boquilla. No se podría decir si por tranquilidad o por cansancio. Le dio un par de golpes al paquete y el cigarro emergió como por arte de magia. Se lo alcanzó y le dijo:
—Ya va tocando que algún día me des tu a mí uno.
Rio el otro, amistoso, antes de acercarse para que Manuel le diera fuego:
—Si quieres te doy también un pulmón—dijo Manuel al otro al ver que tenía que proporcionar también candela.
Soltó el humo con una tos provocada por la risa. Se apoyó en una pared mientras que Manuel seguía quieto en el patio. El suelo de cantos rodados se clavaba en las suelas desgastadas de sus botas antiguas. Lo miró tras las gafas de gruesos cristales esperando una nueva intervención de su interlocutor.
—Esto es duro, Manuel, pero menos es ná.
Se encogió de hombros ante la apreciación de Eduardo, nombre de su acompañante, para decir al poco:
—Hay cosas peores.
Eduardo asentía mientras daba otra calada al cigarro sin boquilla. Expulsó el humo con urgencia para responder:
—Los hay que no tienen ni siquiera esto.
Manuel seguía mirando con curiosidad a aquel hombre. No sabía dónde quería llegar con la conversación, casi nunca había cruzado más de un par de frases sueltas con él. Quizás quería hacer algo de amistad.
Allí, quieto, recién terminado el cigarrillo, tiró la colilla y se quedó de pie, expectante a lo próximo que diría el hombre.
La misma expectación que sintió aquel treinta y uno de julio de 1941 cuando los formaron, desinfectados y serios, haciendo juramento de fidelidad ante Hitler: «maldita la hora» pensó apenado. Las tropas españolas formaban un batallón perfecto en geometría. Las distancias entre los soldados eran homogéneas, sin reglas ni artificios, apenas diferían escasos centímetros entre los huecos. Los cascos, limpios y relucientes, brillaban como un sol español en esa Alemania gris y taciturna, envuelta en un halo de superioridad que les hacía creer que eran invencibles, sobre todo a Hitler y su tropa.
Un par de días más tarde harían el mismo paripé en la puerta de Brandeburgo, formando todos los batallones en una muestra de fuerza ante el mundo. Esas imágenes quedarían en la retina de todos a pesar de la derrota alemana.
—Están cargados los olivos este año—dijo al poco Eduardo para seguir la conversación.
—No es mal año. Vamos a tener algunos días más de trabajo. Ya sabes que el próximo será flojo.
Asintió el otro mientras apuraba su cigarrillo. Bastante más joven que Manuel, más de veinte años, Eduardo era de un pueblo de Córdoba y el segundo año que coincidía con ellos en el cortijo.
—Mi padre estuvo en la batalla de Voljov—le dijo de forma casual, como quien da información del tiempo.
Manuel se encogió de hombros haciéndole ver que no sabía nada de eso.
—Cayó allí. No le conocí.
—Lo siento— dijo Manuel.
Intentaba no recordar aquella batalla a la que llegaron tarde y se encontraron una auténtica masacre. Muchos muertos por el suelo, sangre, despojos y ropa destrozada por todos lados. Comenzaron a enterrar a algunos compañeros allí mismo, no demasiado lejos del campo de batalla.
—Fue al frente para pagar una deuda.
—¿Por qué me cuentas todo esto?
—Venga ya, Manuel—dijo Eduardo—. Todo el mundo por aquí sabe que estuviste en la División Azul.
—Hay cosas que es mejor no remover. No tengo buenos recuerdos de esa época.
—Quiero saber cómo fue. Mi abuelo pertenecía al Partido Radical y lo detuvieron. Solo lo dejaron salir porque mi padre se comprometió a alistarse en la División Azul. Tenía a mi madre embarazada cuando se alistó. Le prometieron dinero y que no iban a estar muy cerca del fuego cruzado.
Manuel se quedó callado y serio. No sabía qué decirle, tampoco él era un gran conversador. Pero había algo en la expresión de ese muchacho que le conmovía por dentro.
—Cuando llegamos—comenzó a relatar—ya había terminado todo. Nosotros teníamos que llegar al día siguiente, pero nos dijeron que estaban comenzando las escaramuzas y los mandos decidieron acelerar para llegar ese mismo día. Aquello fue una carnicería. Solo pudimos enterrar a los muertos y recoger algunos heridos para curarlos y llevárnoslos de allí y, aunque se ganó la batalla, fue solo el principio del fin. ¿Por qué quieres remover esto ahora? No te hará ningún bien.
Eduardo se encogió de hombros con la cara seria. Comenzó a bajar la cabeza y habló muy bajo:
—Mi madre no sabe nada de él. Ni de dónde está enterrado, ni lo que pasó. Solo le dijeron que cayó en el frente.
—No hay mucho más. Cogieron a muchos prisioneros, pero eran más los muertos y los heridos. Los prisioneros, los que sobrevivieron, volvieron en el año 1954. Los demás, quedaron allí para siempre.
No sabía si sus palabras serían de consuelo o no, pero tampoco podía aportarle mucho más. Sacó otro cigarrillo y se lo tendió al joven. Este lo cogió y esperó la candela. Dio una larga chupada al cigarro y expulsó el humo lento, relajado. Se llevó una mano al ojo izquierdo. Manuel no sabía si le había entrado humo o es que estaba emocionado. Se acercó un poco a él y le puso una mano en el hombro.
—Tu padre hizo bien en alistarse. Si no lo hubiera hecho habría muerto tu abuelo, y quizás él también habría sido detenido. Estas cosas son así. Cuanto menos te impliques más posibilidades tienes de sobrevivir.
Le acompañó en el cigarrillo fumando él también. Se despidieron con mucho humo y pocas palabras, había poco que decir.
A la mañana siguiente, en la hilera de olivos junto a Manuel y su familia estaban Eduardo, su madre y dos primos más formando parte de la cuadrilla. Nunca había visto a esa mujer sonreír. Ese día les hablaba a los muchachos con una alegría nueva, renovada. Al menos así se lo parecía a Manuel. Su mujer lo miró con cara interrogante. Él se encogió de hombros. Miró de nuevo la escena de la mujer jaleando a los tres hombres cercanos a la treintena. Puso su banco y comenzó a trepar para llegar con la vara a la parte más alta de los olivos mientras sus hijos colocaban el fardo para que las aceitunas no cayeran en la tierra.
Desde la altura miró a Eduardo que tenía su mirada puesta sobre él. Estaba sonriendo. En los ojos agradecimiento.
Algo se removió dentro de Manuel y se hizo una promesa: Jamás volvería a hablar de aquellos tiempos que le causaban tanta tristeza. Enterrar a tantos que habían sido sus compañeros, pasar aquellas penurias con el frío y tomar parte en una guerra que no era la suya le afectaba mucho más de lo que jamás podría reconocer.

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