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91. El pozo amargo

Julia Pozuelo Menéndez

Parte I

¿Conocen vuesas mercedes la leyenda del pozo amargo? Si entre mi público se encuentra algún toledano, seguro que sí: ningún habitante de la Ciudad de las Tres Culturas es ajeno a esta historia. De todos modos, la relataré para quienes la desconozcan.

Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo, allá cuando musulmanes, judíos y cristianos convivían en las laberínticas calles de Toledo, una muchacha hebrea se enamoró de un cristiano. Se llamaban Raquel y Fernando. Mas su amor era secreto, pues pertenecían a dos mundos distintos que, aunque compartieran ciudad, jamás se mezclaban entre sí. Cada ocaso, Fernando saltaba la tapia del jardín de Raquel y pasaban la noche juntos hasta el amanecer, cuando él partía de nuevo. Sin embargo, el padre de la muchacha terminó por descubrir el amorío y asesinó a Fernando clavándole una daga en el corazón. Destrozada por el dolor, Raquel se arrojó al pozo, en cuyo fondo creyó vislumbrar el rostro de su amado, y sus lágrimas tornaron amargas las aguas.

¿Y si yo les dijese ahora que esa triste leyenda no es del todo cierta? En efecto, sus protagonistas no fueron Raquel y Fernando, sino Raquel y Catalina. La primera era la hija de un rico comerciante judío; la segunda, una noble cristiana. La historia, como siempre, quiso enterrar en las arenas del olvido el amor de estas dos mujeres, añadiendo a tal fin el personaje de Fernando. Y es que desde el albor de los tiempos han existido mujeres que aman a otras, aunque algunos se empeñen en decir que eso son moderneces. ¿O acaso se han olvidado de Safo de Lesbos? En fin, presten vuesas mercedes atención, pues ahora les contaré la verdadera historia del pozo amargo.

Raquel y Catalina se quedaron prendadas la una de la otra en cuanto se conocieron. Desde el primer momento supieron que su amor era imposible: no solo eran dos mujeres, sino que ni siquiera profesaban la misma religión. ¡Tamaña herejía! Sin embargo, eso no hizo sino avivar la llama de su pasión. Cada noche, disfrazada de muchacho y ayudada por su fiel sirvienta, Catalina se escapaba de su alcoba y se deslizaba por las angostas callejas toledanas hasta la judería, con la luna como único testigo. Ya en el jardín de Raquel, se tumbaban bajo un olivo, el árbol favorito de la hebrea, y pasaban la noche juntas hasta que los primeros rayos del alba las arrancaban de los brazos de la otra. Así veían pasar los meses dulcemente, jóvenes y enamoradas.

No obstante, un aciago día, el padre de Catalina acordó su matrimonio con el hijo de otros nobles. Ella protestó, se encerró en su alcoba e incluso amenazó con escaparse de casa, pero su padre no cedió. En realidad, él solo quería lo mejor para su hija según los criterios de la época: además de pertenecer a una buena familia de cristianos viejos, el joven escogido era apuesto, gallardo, no se le conocían vicios y no faltaba jamás a misa. Cualquier otra muchacha se habría considerado afortunada de casarse con semejante partido. Pero a Catalina le daban igual todas esas virtudes: la única persona con la que quería pasar el tiempo era su adorada Raquel.

Esa noche, las lágrimas de la pareja regaron las raíces del olivo.

—¡No podéis casaros con él! ¡No es justo! Deberíais casaros conmigo…

—Ya sabéis que eso no es posible, mi señora. ¿Qué cura o rabino accedería a oficiar tal boda entre una cristiana y una hebrea? ¿Y cómo vamos a contraer matrimonio dos mujeres? ¡Es absurdo!

—¡Ah, dezmazalada de mí! ¿Acaso vos no deseáis nuestra unión ante Elohim? —Raquel frunció el ceño y soltó las manos de su amada.

—¡Bien sabéis que sí! —Catalina le tomó las manos de nuevo—. Nada me haría más feliz que nuestra unión ante el Señor como esposas —llevó la mirada al cielo cuajado de estrellas que asomaba tras las ramas del olivo—. ¡Cuán hermosa sería nuestra vida! Uniríamos nuestro patrimonio, administraríamos juntas nuestra casa… ¡Y, sobre todo, no tendría que compartir lecho con ningún hombre! Pero es un deseo imposible, Raquel. Es solo un sueño. Por eso, en cada rezo, pido a Dios un futuro en el que las mujeres como nosotras puedan casarse y vivir esa vida que vos y yo nos conformamos con soñar. 

Raquel se secó las lágrimas con la manga del vestido y miró con ojos aún llorosos el olivo bajo el que se refugiaban, como siempre.

—Dicen que este no es un olivo como los demás, ¿sabéis? Yahveh lo tocó con su mano desde los cielos. Los deseos y las promesas que se pronuncien bajo su sombra se cumplen siempre. Cada madrugada, cuando os marcháis, le pido volveros a ver la noche siguiente. A partir de ahora, yo también rogaré y rezaré por ese futuro del que habláis.

—Pues bajo este olivo sagrado yo os prometo, Raquel, que estaremos siempre juntas. Aunque deba casarme con el pretendiente que mi padre eligió, vendré a veros todo lo posible, pues vos sois mi único amor.

Pero la promesa se resquebrajó al poco tiempo sin que pudieran hacer nada para evitarlo. El Edicto de Granada fue el germen de la tragedia. En mitad de los preparativos de la boda, Catalina oyó comentar a su padre que sus majestades habían ordenado la expulsión de los judíos de las coronas de Castilla y Aragón.

—¡Que el Señor bendiga a sus altezas reales Isabel y Fernando! —decía—. ¡Y Dios quiera que hagan lo mismo pronto con los moros!

Con el corazón en un puño, Catalina corrió a casa de Raquel lo más rápido que pudo, agarrándose los bajos del vestido para no tropezar, sin haberse cambiado de ropa siquiera. Tenía que verla y saber qué iba a pasar.

—Me marcho de Toledo, Catalina. Eso ha decidido mi familia.

—No puede ser, Raquel, ¡no puedo perderos! Todo por un conflicto religioso…

—¿Conflicto religioso? Paréceme a mí que más bien los cristianos no soportan tener que compartir espacio con nosotros. Ya habéis visto lo que dicen sobre mi pueblo: que si los yehudim somos sucios, que si somos tacaños… Estaba claro que, con una Corona cristiana, antes o después iba a ocurrir algo así. No nos queréis aquí.

—¡Yo sí quiero que os quedéis aquí, conmigo! ¿Y si… y si os convirtierais al cristianismo?

—¿Os convertiríais vos al judaísmo?

Catalina dudó. De renunciar a su fe, las llamas del infierno la consumirían por hereje. Pero, por otro lado, vivir sin Raquel le parecía una tortura similar.

—Sí —concluyó—. Por una vida juntas, sí.

Raquel suspiró.

—Ni mi fe ni mi destino están en mis manos, de todos modos. Mi padre ha tomado la decisión por toda la familia y ya estamos haciendo los preparativos para partir. Nos marcharemos en los próximos días, aún no sé a dónde. Quizá al reino de Navarra, donde tenemos familia, o al de Portugal.

—¿Tan pronto? Apenas nos queda tiempo juntas.

—Quizá así sea mejor. Las despedidas breves son las que menos duelen.

Raquel la tomó dulcemente del rostro y la miró con tristeza y cariño infinitos. Catalina quiso grabar las facciones de su amada a fuego en su memoria: sus oscuros ojos marrones, con un lunar debajo del derecho, su nariz, sus labios…

—Pensaré en vos siempre —susurró.

—Y yo en vos, Catalina. Cada olivo que veáis será un beso que yo os mande desde donde quiera que esté.

Esa fue la última vez que se vieron. Dos días más tarde, Raquel dejaba Toledo a la misma hora que Catalina se dirigía a la iglesia de San Bartolomé para contraer matrimonio con su prometido. Pero, justo antes de atravesar la puerta del templo, la cristiana soltó el brazo de su padre y se lanzó calle arriba a la carrera. Las vecinas se santiguaron a su paso, pues corría como llevada por los demonios. Su frenesí terminó en el que ahora conocemos como el pozo amargo, al que se arrojó para ahogar sus penas.

Tal fue el final de los amores de Raquel y Catalina. O, al menos, eso cuenta la leyenda.

Parte II

¡¡¡Pipipipí, pipipipí, pipipipí!!!

Apago el despertador a tientas y la pantalla del móvil me deslumbra. Son las siete y media y a las nueve quiero estar en la universidad. No voy con prisa, pues tengo la suerte de vivir muy cerca de la Facultad de Humanidades. Aun así, tengo que espabilarme: por las mañanas soy muy lenta y me duermo en los laureles a la mínima. Así que dejo el móvil, me doy una buena ducha, me visto y preparo el desayuno.

Hace tan buen tiempo que decido dar un rodeo antes de ir a la facultad. Total, me sobra media hora y me viene bien un poco de vitamina D antes de encerrarme a terminar el trabajo de fin de grado. Al salir del portal, doy un rodeo para evitar pasar justo por delante del pozo amargo, que se yergue en mitad de la plaza. Aunque la historia a la que debe su nombre no sea más que una leyenda, esta construcción siempre me ha producido repelús, no sé por qué.

Mis pasos me llevan, casi sin darme cuenta, a la judería. La brisa fresca matinal aún sopla por las angostas callejas empedradas. Si algo me encanta de mi ciudad es su laberíntico trazado, que da infinitas posibilidades a cada paseo. Así, sin fijarme apenas en adónde voy, me planto de repente en una plazuela cuyo centro y protagonista es un gran olivo.

A juzgar por todos esos nudos y marcas en la corteza, diría que es viejísimo. ¿Cuántos años tendrá? Hace tiempo leí que estos árboles pueden vivir milenios; son las tortugas del reino vegetal. De hecho, el olivo más viejo de España tiene casi dos mil años. Aunque no sepa mucho de plantas, los olivos siempre me han fascinado. ¿Cómo es posible que nunca hubiera visto este, si conozco Toledo como la palma de mi mano?

Al acercarme, me doy cuenta de que no soy la única en admirar al vetusto árbol. Una chica de mi edad le saca fotos con una cámara Réflex. Por su aspecto, con sandalias, mochila al hombro, gafas de sol y la cámara entre las manos, será una de las muchas turistas que visitan Toledo en cuanto empieza el calor. Cuando me acerco, nos sonreímos.

—Qué bonito, ¿verdad? —me comenta.

—¡Sí! Me encantan los olivos.

—A mí también —responde—. Son mis árboles favoritos.

—Me llamo Cata —le tiendo la mano—. Bueno, Catalina, en realidad. Pero todo el mundo me llama Cata.

—Encantada, Cata. Yo soy Raquel.

En el instante en que nuestras manos se tocan, noto un escalofrío recorrerme la espalda y cada vello de mi piel se eriza como si me hubiera lanzado a una piscina helada. Ella parece haber sentido lo mismo. Despacio, se quita las gafas de sol para mirarme mejor. Ese lunar bajo su ojo derecho me resulta familiar… De repente, los recuerdos de una vida pasada, propia y ajena al mismo tiempo, me inundan la mente en una fracción de segundo. La cabeza me da vueltas. Nos agarramos la una a la otra como si ambas fuéramos a caer redondas al suelo de un momento a otro.

—¿Ra… Raquel? —balbuceo.

—¿Catalina? ¿Eres tú?

—Tenías razón —jadeo, con la boca repentinamente seca. Ella me mira sin entender. Hago un gesto con la cabeza hacia el árbol que parece mirarnos desde arriba—. Tu olivo ha cumplido nuestro deseo.

Nos fundimos en un abrazo torpe, aún sobrecogidas por el golpe de los recuerdos de hace cinco siglos. Al apretar su cuerpo contra el mío, siento como si acabara de encajar en su sitio una pieza que me llevaba faltando toda la vida sin que yo lo supiera. Ahora todo tiene sentido.

Cuando me separo para mirar a Raquel, sin deshacer el abrazo del todo, me doy cuenta de que ahora podemos vivir lo que soñamos hace siglos. Ya no es un sueño. Estamos juntas, en un lugar y un tiempo en que la homofobia da sus últimos coletazos agónicos. Una época en la que podemos vivir nuestro amor con libertad, independientemente de nuestra religión o de nuestro género.

—¿Te apetece que vayamos a tomar un café? Tenemos mucho de lo que hablar.

—¡Vamos!

Miramos por última vez al olivo, que parece sonreírnos como un anciano amable. Tomo a Raquel de la mano y echamos a andar hacia mi cafetería favorita. El trabajo de fin de grado va a tener que esperar.

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