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89. Gemelos

Juan Pedro Pérez Escanilla

 

¡Son dos!: dos troncos, dos copas y, seguramente, dos madejas de raíces. ¿Tú has visto alguna vez un sólo olivo dando tantas aceitunas?

 

Así de contundente hablaba mi padre, mientras mi tío replicaba con una sonrisa: Acéptalo, es uno sólo, dos ramas que salen juntas de tierra, probablemente de una misma semilla, cómo los gemelos.

 

Gemelos, tú lo has dicho. Si son gemelos, son dos. Blanco y con asas.

 

Nunca entendí que quería decir eso de blanco y con asas pero estaba claro que zanjaba la discusión. El “Roma locuta” de las clases populares.

 

La discusión se refería a dos olivos ¿o era uno solo? en una esquina del huerto al lado de la casa. Nacían en el mismo punto y sus troncos se separaban en forma de V. Eran muy viejos. Yo apenas podía abarcar los troncos con mis brazos así que entraban en la categoría de centenarios por lo que mi padre era creíble cuando decía: Esta discusión ya la hemos tenido más veces y otros la han tenido antes. Era fácil imaginar a mi abuelo, o mi bisabuelo, en el mismo rincón del fuego dirigiendo las mismas palabras a antiguos escépticos.

 

Como el de la Santísima Trinidad, la naturaleza una y dual de aquel olivo era un misterio irresoluble y, cómo todas las disputas religiosas, tenía un trasfondo económico: En el pueblo, los olivares no se vendían por el tamaño de la tierra sino a tanto el olivo, con la que tuvieran alrededor. Así que, con dos olivos, el huerto, aunque nunca se vendiera, valía más que con uno.

 

Yo no tomaba partido en esas discusiones.  No porque no me dejaran opinar, no habría sido la primera vez, sino porque, debiendo lealtad a mi padre, no quería desairar a mi tío. Mi tío era simpático y agradable, aunque le gustara llevar la contraria a mi padre: También era generoso: Ambos tenían otros olivos en un par de olivares cerca del pueblo. Heredados del abuelo, no los habían partido porque el tío no tenía hijos. Pensaba que no era justo que él, que estaba solo, tuviera lo mismo que mi padre con familia. Ya veremos si un día las cosas cambian, solía decir.

 

Uno o dos olivos, ese era mi rincón preferido. Solía pasar allí ratos enteros, a veces apoyando en ellos pies y manos, extendido entre ambos cómo una tela de araña, orgulloso cuando lograba subir unos centímetros más: Otras veces me sentaba a horcajadas en la unión de sus troncos, imaginando galopes y lanzadas: También me sentaba, con las piernas juntas, cuando otros niños venían a jugar a casa. Desde la escasa altura de ese trono les contaba los cuentos que, a su vez, me había contado mi tío algunas noches mientras mi padre y mi madre escuchaban la radio en casa del alcalde. Otras veces les contaba historias que yo mismo me sacaba de la cabeza. Al final acabábamos en la carretera o en alguna terraza pavimentada jugando a gata o tirando las peonzas en un juego cruel que consistía en acertar sobre la que estaba ya girando en el suelo, con lo que muchas se partían.

 

Los de los olivares se dedicaban para aceite y de ellos, unas cosechas con otras y descontando los gastos, vivía sin estrecheces, toda la familia: Padre, madre, la niña chica, la abuela y el tío, que, aunque tenía casa en el pueblo, pasaba en la nuestra la mayor parte de su vida.

 

Mi padre y mi tío pagaban buenos jornales. Les gustaba tener contentos a los jornaleros. Mi padre solía decir: Si no respetas a tus trabajadores, ellos no respetarán el trabajo, las aceitunas irán a la almazara pisadas, o con ramajes y tierra. Entones los jornaleros era aún gente del pueblo y mi padre se trataba con ellos como amigo. Incluso jugaba regularmente al tute con uno de ellos como pareja.

 

Cuando otros propietarios les afearon que pagaran más que ellos, alinearon los salarios, pero llamarón más a menudo a los jornaleros. Después de todo, los que piensan que los olivos no dan apenas trabajo se equivocan. Depende del cuidado que con que quieras tratarlos. Y mi padre y el tío los trataban tan bien que había quienes venían a buscar el aceite desde muy lejos. La embotellan y la venden cómo si fuera de allí, decía con punto de amargura. Y no veas que precios. Diez veces lo que nos pagan a nosotros.

 

Los del huerto, sin embargo, eran para aceituna de mesa y mi padre los cuidaba personalmente con especial mimo. Para la chiquitía empezaba a recogerlas a mano, unos días más, otros menos, a medida que iban engordando. Las trataba con una solución de sosa y las metía en una salmuera de donde las iba sacando y metiendo en botes de barro con ajo, tomillo, limón o cualquier cosa que se le pasara por la cabeza porque a las aceitunas les va bien todo. Algunas iban directamente a salmuera, sin pasar por la sosa. Estas para el verano, decía. Un olivo o dos, teníamos aceitunas hasta para regalar.

 

Para capricornio quedaban las muy maduras, con su tinte violeta. Generalmente ya pocas. Les hacia varios cortes y, tras unos días en salmuera, las metía en una vinagreta ligera con pimentón y cebolla. A mí me chiflaban, especialmente cuando les dejaba un regustillo amargo. De alguna forma, la felicidad de la infancia la forman un conjunto de sabores inolvidables: los higos de tu higuera, los tomates de tu huerta, las aceitunas de tus olivos. Y las sandías, aunque estas no las cultivábamos sino que se las comprábamos al melonero. Mi padre se jactaba de poder escoger la mejor sólo con sopesarla. Después la abría transversalmente, a la manera antigua, mostrando en las dos partes el rojo estrellado del sabroso corazón.

 

Y en esa rutina llegó el desastre. Ocurrió por la noche. Había sido un día de finales de agosto, de los que empiezan con mucho calor y el ambiente se va cargando. Desde mi cama oí los truenos cada vez más cerca y, de repente, un terrible crujido seguido del inconfundible ruido de la lluvia descargando con fuerza. Poco a poco se amansó y me dormí.

 

Contra su costumbre de dejarme dormir a gusto, estábamos en verano al fin y al cabo, mi padre me despertó temprano a al mañana siguiente: Tienes que ver esto, me dijo. Salí con él. La lluvia había cesado pero quedaba en el ambiente el olor típico de después de las tormentas.

 

El espectáculo era grandioso y triste. Uno de los troncos había sido resquebrajado totalmente y la copa descansaba en el suelo, aplastando unas cuantas matas de tomates y dejando un montón de aceitunas desparramadas. Apenas una astilla unía las dos partes.

 

Mi tío apareció minutos más tarde. Se abstuvo de opinar al ver nuestras caras, sólo dijo: esto hay que arreglarlo. Entró a la casa y volvió con la sierra de dos manos y, entre mi padre y él hicieron trozos lo que había caído y al final dieron un corte horizontal en lo que quedaba del tronco, a la mejor altura posible para que sirviera de asiento.

 

Así podrás seguir disfrutándolo, me dijo el tío. Creo que era tu rincón preferido. Después le dio una pasta para que la herida cicatrizara. Esto es para que no se lo coman los bichos, dijo, en unos días podrás volver a sentarte.

 

Pero yo no estaba para sentarme en ningún sitio. Incapaz de moverme, mi cabeza daba vueltas y más vueltas intentando retroceder al día anterior, al momento en que el árbol caído estaba en su esplendor, tratando de evitar el desastre. Creo que por primera vez tomé conciencia del tiempo.

 

Hasta entonces no había ocurrido nada irreversible en mi vida, Crecer y aprender era algo natural. Yo tenía cada vez un año más, pero cada año era igual a si mismo, repitiendo el ciclo inmutable de los trabajos: Arar, curar, cortar los tallos, varear, ir a la almazara. Por supuesto, no había ni un solo día sin referencias a “cuando seas mayor” pero para mí, la idea de ser mayor no era un proceso temporal sino más bien un cambio de estatus. Así si me decían “cuando seas mayor podrás beber vino” yo entendía “cuando pueda beber vino seré mayor”

 

Toda la seguridad despreocupada de mi infancia se desvaneció con la caída de ese árbol que reposaba en el suelo. De golpe entendí que las cosas cambian, a veces para mal. Que nada es duradero. Cuando lo leí, años más tarde, comprendí perfectamente lo que sintió Teilhard de Chardin cuando descubrió que el hierro también se oxida.

 

Ese año salí por primera vez del pueblo para ir a estudiar al seminario. No porque yo tuviera alguna vocación más allá de ayudar a misa o saberme el Pater Noster en latín. En los pueblos hasta las familias acomodadas tenían dificultades para mandar a los hijos al instituto, así que muchos los llevaban al seminario aún a sabiendas de que muy pocos cantarían misa, pero, de los que se salían antes, algunos pasaban a hacer magisterio u otras carreras, casi siempre de letras. En el peor de los casos volverían al pueblo con un bagaje cultural que de otra forma nunca hubieran tenido.

 

Cuando volví en navidades hacia frio y llovía, pero siempre que podía salía un rato a leer, o simplemente a pensar, sentado en el tronco que mi tío había convertido en asiento para mí. Las aventuras habían dejado paso a la melancolía.

 

El invierno pasó, monótono y frio. En Semana Santa no pude ir al pueblo porque hasta los seminaristas más jóvenes tenían algo que hacer en los oficios, así que fueron mis padres a visitarme el día de viernes santo. Con las tiendas y bares cerrados y los seminaristas mayores tocando la carraca por las calles para llamar al oficio de tinieblas, apenas los vi un rato. Se fueron a una posada y, al día siguiente se marcharon sin volver a verme.

 

Volví al pueblo después de los exámenes, entrado julio. Mi padre salió a recibirme con una sonrisa en la cara. Dejamos la maleta en la puerta y me empujó hacia el huerto.

 

Del resto de vida del tronco maltratado salían dos brotes largos y fuertes, casi de un metro. En otro tiempo mi padre los habría cortado. Mamones, los llamaba, pero ahora había preferido dejar estas promesas para que yo las viera.

 

Lo dije siempre: Son dos. Y quizás tres.

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