87. Un sueño hecho realidad
Ahí estaba yo, mirando hacia el horizonte sin poder creer que todo lo que me estaba sucediendo fuera real. Todo comenzó una tarde de abril caía la lluvia sin cesar, la abuela Rina le encantaba sentarse a sorber café caliente para apaciguar el tedioso frio que ocasionaba la lluvia, detiene la mirada fijamente hacia mis hermanas y yo.
— Ustedes deben conocer mi historia acerca de mis raíces ancestrales— dijo ella con voz entre cortada.
Eran casi las cinco de la tarde, el sol haciendo muecas para ocultarse, mi padre irrumpió vuestra vivienda.
—Recojan lo que puedan, os marchaos, me están buscando para matarme y no estoy dispuesto a rendirme ante un tirano, tengo que proteger mi familia— dijo él de forma exaltada.
—Padre no puedes precipitarte y mandar a un lugar desconocido, son nuestras tierras nuestros olivares, nos vas a desahuciar a vivir otra cultura— replicó Francisca mi hermana menor mientras una lagrima deslizaba su mejilla derecha y sus labios temblaban.
—Di algo por primera vez en tu vida, eres una sumisa— le dijo francisca a mi madre.
—Niña insolente te mereces una bofetada de mi parte— Contestó mi padre con el entrecejo fruncido.
Fuera de casa esperaban soldados al mando de papá para embarcarnos en el primer barco en zarpar. Mi madre se despidió de él con el beso más frio que se le puede regalar a un ser humano y susurro a su oído; ¡Cuídate mucho!
Un profundo silencio reinaba durante el viaje lo cual lo hacía interminable, destellos de nostalgia brotaba del rostro de cada pasajero, excepto yo, que llevaba unas maletas repletas de sueños, haciendo planes en silencio para no perturbar.
—Madre mía, en quince minutos estaremos zarpando al sur—murmuró uno de los pasajeros.
Francisca se levantó, estira su cuerpo, haciendo movimientos circulares con su cabeza y suelta un suspiro profundo, tan profundo como el mar.
—Que nuestro futuro sea diferente, prohibido olvidar la guerra de unos pocos—dijo ella con la voz entrecortada.
Vuestra madre rompe el silencio del viaje con un estallido llanto hasta desmenguar al piso, un hombre corpulento de ojos vivos la ayuda a levantarse.
—Mi honorable dama venceremos, vuestra fe os dará el poder—dijo el agraciado caballero.
—Honorable familia. ¿Hacia dónde se dirigen? — preguntó él.
— Hacia un horizonte perdido— dijo mi madre con sus ojos llenos de nostalgia.
— Os invito a mi vivienda, cuando estén calmadas pueden marcharse o quedarse y hacerle compañía a este viejo solitario. — dijo el agraciado caballero.
Todos levantamos la cabeza con la mirada perpleja, pero Francisca con su ira estacional se negaba a quedarse en casa de un extraño, mi madre le replicó que no nos quedaba de otra, al igual ya parecíamos un barco a la deriva.
— Prometo cuando se calmen los vientos, presionar a vuestra madre y padre para regresar al pueblo, pero no discutir, el problema se hace más grande, —dijo la abuela Rina.
Una mujer de ojos misteriosos como él universo, me había otorgado el derecho de reclamar lo que alguna vez le fue robado a su árbol genealógico, la abuela Rina enigmática como
siempre. Ahí estaba yo, una soñadora vital para rescatar el legado ancestral con una maleta vacía y un corazón lleno de anhelos.
—Buenas tardes honorables caballeros, conoce usted donde queda la casa que fue de la familia Godoy, — les pregunté con una dulce sonrisa
—Señorita esa casa lleva cerrada muchos años, se encuentra cerca a la colina— me respondió uno de los caballeros con rostro de asombro.
— Si quiere os acompaño para que no se pierda en el camino —replicó uno del grupo
— Se lo agradecería caballero, no conozco el camino— dije yo, con una sonrisa ligera
— Me llamo Sócrates, descendencia griega— respondió el Caballero con voz vacilante
— Filosofo por naturaleza — le contesté.
—Creo que muy poco— respondió con la cabeza enterrada al pavimento.
—Me llamo Atenea; la ironía de los nombres— le dije con una sonrisa simulada.
— ¿Por qué? — preguntó Sócrates con el rostro un poco levantado.
— No combinan con la personalidad—le contesté.
— Que apetece por nuestras tierras señorita Atenea— dijo Sócrates entrando en confianza con el rostro más levantado
—A rescatar el legado familiar—le dije con la postura recta y segura
—En el pueblo todos hablan de historias respecto a esta vivienda, qué lleva deshabitada muchos años— me dijo Sócrates con su mirada fija a la mía
—Tonterías de viejos— le respondí
— Usted verá señorita Atenea, tengo que regresar al pueblo si necesita mi ayuda no dude en buscarme— me dijo él a modo de un adiós.
— Gracias Sócrates— me despedí
— Ahora, ¿por dónde empiezo? A ordenar la desidia de los años, abuela Rina, mándame señales— gritaba yo en esa casa polvorienta, los ecos se regresaban, como los vientos y susurraban a mi oído.
El polvo había corroído todo, hasta los portones que un día sirvieron a mis ancestros para protegerse, —cuando Un estruendo ruido proviene del patio, juro que intentaba correr, pero mis piernas temblaban de miedo. ¿Tal vez Sócrates está influenciando con sus historias?
Me preguntaba a mí misma, tomé fuerza de donde no tenía levanté un tubo que servía de seguro del portón y corrí al patio.
—¿Quién anda ahí? —dije con los labios temblorosos.
Cuando terminé de bajar el último escalón me encontré con el paisaje más hermoso para recrear la vista, los jilgueros habían hecho nido en mis olivares, uno posó en mi hombro izquierdo.
— Pequeños traviesos, me han dado el susto de mi vida— les hablé con una voz más tranquila.
Ellos felices, respondieron a mi idioma con el grito de su hermoso canto, me arrojé en esos verdes pastizales, hasta perder la noción del tiempo.
— Abuela Rina tenías razón, estas tierras son el paraíso—dije en mi mente con la mirada penetrada al cielo.
Hasta que un toc-toc, invadió la felicidad de ese instante, sacándome de golpe.
— ¿Quién? —respondí.
— Yo, Sócrates, os traigo una visita—dijo él con voz entusiasta.
— Un momento Sócrates, ya salgo— dije apurada, me bastaron quince minutos para arreglarme los cabellos polvorientos.
— ¿Qué se os ofrece en mi morada? —les pregunté
— Señorita Atenea, se llama Marcelino, vive bajando la colina en la primera casa hecha de piedras, dice ser pariente de usted— Me decía Sócrates mientras el anciano con su bastón golpeaba el suelo y clavaba su mirada hacia mí, como si me conociera de hace mucho tiempo.
— ¿Pariente mío? — le respondí. — La abuela Rina me conto que ya no quedaban familiares suyos por estas tierras—repliqué.
— Eso creyó ella todo el tiempo por eso no se dignó en volver— me respondió el hombre que parecía llevar en su rostro y su cuerpo la carga de toda una generación.
— Os dejo para que charlen toda la tarde — me dijo Sócrates con la sonrisa más hermosa del mundo.
— Tome asiento señor Marcelino — le dije. — Espere un poco, le preparo un café —repliqué.
Corrí hacia la cocina, levante una olla de barro polvorienta por los años de desuso, la lavé con toda la delicadeza, llene de agua prendí la hornilla, buscando entre cajones viejos unas cuantas bolsas de café.
— ¿Dónde carajos hay una bolsa de café? — me preguntaba a mí misma.
—Ese proyecto me estaba haciendo perder los estribos —dije entre sutiles carcajadas mentales.
Me acordé que pude introducir al país unas bolsas de café.
— Señorita Atenea, vuelvo cuando este mas desocupada—replico Marcelino con un poco de incomodidad.
—Espere un segundo, voy subiendo con el café — dije, mientras en el camino me cuestionaba —¿Por qué me había embarcado en esa locura de sacar adelante el legado familiar? —¿y ahora que tendrá el señor Marcelino para decir? —rodeaba en mi mente tantas peguntas.
— Aquí está su taza de café caliente —le dije. —Espero que la disfrute porque es el mejor del mundo—repliqué. — eso dicen sus nativos— le decía mientras la comisura de mis labios levantaba mis mejillas.
—¡Gracias, señorita Atenea! no lo pongo en duda— me respondió con una sonrisa vacilante. — ¿Qué lo trae por mi morada? —le pregunté.
—En el pueblo se ha regado el rumor que una integrante de la familia Godoy ronda estos lares, le pedí el favor a Sócrates que os ayudara a subir, para dialogar con vos—me dijo él.
— Señor Marcelino. ¿Sobre qué? —le pregunté.
—Sobre nuestra familia— me respondió
—¿Nuestra familia? — le contesté con rostro de asombro.
—Sí, del árbol genealógico—replicó el.
Me encontraba a la expectativa de lo que aquel anciano tenía preparado para decirme, parecía que estuviese a punto de abrir el baúl de su memoria.
Lo interrumpí para preguntarle sobre un cuadro al óleo, que estaba colgado en la pared que conduce al pasillo, ese y otros cuadros más, me habían impresionado.
—La casa está llena de cuadros—le aseguré.
—Si señorita Atenea, todos tienen una historia diferente —me dijo Marcelino.
— Cuénteme la historia de la vasija de barro— le pregunté admirada, con la sonrisa menos tímida.
—Ese cuadro lo pinto el tío de tu abuela Rina, una de esas frías mañanas, se levantó inspirado, agarro un pedazo de lienzo viejo, se arrojó en la terraza del patio saco sus pinturas, y plasmo esa hermosa vasija de barro que tienes frente a tus ojos— me dijo Marcelino quien parecía que se transportara a cada instante que contaba.
Mi rostro seguía impactado la pintura era una obra maestra, a pesar del tiempo seguía siendo hermosa, ni las moléculas de la suciedad pudieron acabar la belleza interior que guardaba dicha obra.
Marcelino me decía que el tío de la abuela Rina, le puso por nombre la vasija donde prepararemos el oro líquido, las personas del pueblo admitían que era uno de los mejores de su época, menos su padre, un hombre de temperamento fuerte, odiaba el oficio, pregonaba que era trabajo para holgazanes, el tío ayudaba a su padre en los quehaceres de la mansión y en ratos libres pintaba las majestuosas obras maestras. que rodean esta casa
—Hombre de manos prodigiosas— decía Marcelino con una sonrisa tierna.
Seguía hablando de tantas historias hermosas y de lo orgulloso, que se sentía de haber nacido en la tierra de las aceitunas.
—Su sutileza me hacía sentir orgullosa de sacar el legado adelante—le dije con voz alentosa.
Se levantó del sillón, caminó hacia la cocina, levantó su mano derecha y con el dedo índice me señaló un cuadro diciendo que la idea de esa obra se la regaló él, y que conservara cada objeto de la casa porque servirían para ayudarme a impulsar hacia el futuro, decía mientras seguía metido en sus historias, entrando a la capsula del tiempo, su rostro brotaba destellos de bondad.
—De haber sabido pintar me hubiera atrevido a plasmar su rostro en un lienzo—hablaba en mi mente mientras escuchaba sus historias.
Terminó por contarme las historias de seis generaciones, unas maravillosas y otras tristes pero importantes para recoger mis semillas, y sembrar en un suelo mágico, y generar el mayor impacto.
Ahí estaba yo, observando los horizontes sin poder creer que los cultivos de olivos acariciaban las nubes con sus hojas y la mirada de todos se perdiera en esa obra de arte, millones de personas en el mundo querían visitar el lugar, el planeta entero lo amaba al igual que yo. La radio, los medios televisivos, los periódicos, hablaban del baluarte oro líquido que producía la hacienda Godoy, apetecido por grandes y pequeñas cocinas del mundo.
Y Marcelino una de las piezas clave del proyecto, os dejo una emotiva despedida donde decía; “En cualquier lugar donde me encuentre estarán en mi corazón, porque es difícil olvidar las personas pequeñas, nuestra alma las dibuja para siempre.”
Aprendí que una obra de arte puede estar llena de astillas, pero si se restaura con toda la delicadeza podremos lograr convertirla en una obra maestra y el mundo terminara enamorándose de ella, por muy pequeño que sea un proyecto no desistir, al principio tuve temores de embarcarme en un barco sin timón, muchas personas se acercaban para hacerme renunciar a mi proyecto de vida, poco a poco íbamos caminando de la mano de cada habitante del pueblo, sus historias, sus costumbres, sus exquisitos platos , todo sobre ellos, su sonrisa, sus fabulas, sus mitos, y leyenda, el sol que tocaba los tejados de sus casitas empedradas, la luna que iluminaba sus noches calladas, las sonrisas fingidas de algunos de sus habitantes que escondían infinitas historias sin contar, la lluvia que mojaba el suelo fértil y dejaba ese aroma a tierra mojada , como si los dioses derramaran su esencia , para reconstruir el rompecabezas, fui tomando cada pieza, arreglando cada fisura , limpiando cada polvo pegado deleitaba cada momento para entregar el mejor y preciado líquido llamado; “El oro de las cocinas.”