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85. Ese olivo no se toca

Isabel Tadeo Plá

 

—Qué va. No sé por qué te crees esas tonterías, es todo mentira.
—Que sí, es verdad. Cada vez que mi abuela me cuenta la historia del olivo me da dolor de barriga. En serio, tío, es mejor no acercarse. Todos lo saben.
Los dos niños usaron sus manos como visera para cubrirse del sol y poder echar un vistazo al olivo aislado. Sin nada que hacer se entretenían lanzando piedras a un tocón, sentados sobre un montón de tierra.
—Solo es un cuento para niños pequeños, eres un cobardica.
—Pues hazlo tú, si tan mayor te crees.
—Tenemos diez años, somos mayores como para tragarnos el rollo ese del olivo, yo no me lo creo.
—Mi abuela dice que pasó de verdad, me tiene prohibidísimo acercarme, dice que solo con tocarlo llegan las desgracias. No sé muy bien qué significa, pero yo le creo.
—Tú te crees cualquier cosa.
—¿No te da miedo pensar en lo que pasa si lo tocas? O peor aún, si te comes una de sus olivas o el aceite. ¡No se puede!
—¿Ah no? ¿Y qué va a pasar si lo toco? ¿Va venir la bruja?
—Pues sí y no te va a gustar.
—¡Que no hay ninguna bruja!
—Ahora puede que no, pero hace mucho tiempo sí, y le hizo algo malo a ese olivo.
—A ver, ¿cómo sabes que todo eso pasó de verdad? ¿En serio crees que una bruja le hizo algo a ese árbol? Todo mentira, como cuando nos mandaron a buscar gamusinos.
—Sí que pasó, hizo un ritual y como la sangre llegó a las raíces ahora el olivo está maldito.
—Es una tontería y ya estoy harto de escuchar esa historia. Voy a ir a ese árbol maldito, voy a coger unas cuantas olivas y a ver qué pasa.
El chico se puso en pie y caminó directo hacia el olivo.
—¡No! ¡Para!
—Mira, ya lo estoy tocando, ¿dónde está esa bruja?
Recogió todas las olivas que pudo y se las guardó en los bolsillos del pantalón mientras su amigo negaba con la cabeza y le esperaba inquieto, mirando constantemente alrededor. Cuando no le cabían más saludó a su amigo desde allí y volvió con una gran sonrisa en la cara.
—¿Ves? No pasa nada.
—Ya verás, te vas a arrepentir. ¡Ese olivo no se toca!
El muchacho echó a correr y dejó a su amigo con las manos y los bolsillos repletos de olivas.
—¿Qué haces? ¡Cobardica!
Se encogió de hombros y volvió a su casa cargado de olivas. Nada más llegar pasó de puntillas a la cocina y, a escondidas, aprovechando que su madre no estaba, partió las olivas como había visto hacer toda su vida y las dejó caer en el tarro de cristal que su madre sacaba a la hora de la comida, tenía la despensa llena de botes enormes de la última remesa de olivas que había preparado. Limpió lo que había ensuciado y se fue a buscar a su amigo.

—¡Madre mía! ¿Qué has hecho? ¡Estás loco! ¿Por qué me lo cuentas?
—Te voy a demostrar que no pasa nada.
—¡No! Por favor.
—Ahora ya da igual, seguro que las olivas malditas han infectado a las demás con su jugo —bromeó, poniéndole a su voz un toque tenebroso—. Vamos a mi casa, a ver quién es el primero que las prueba.
Se fue sin esperar a su amigo, que tuvo que darse prisa para poder seguirlo.

Al entrar en su casa y escuchar el vocerío fueron directos al salón e interrumpieron el almuerzo de sus madres y la mitad de las vecinas del pueblo.
—Nena, a estas olivas les falta, ¿eh? Están amargas.
—No me digas. —La dueña de la casa probó una y con cara de asco la dejó encima de una servilleta de papel—. Pero si ya comimos ayer y estaban perfectas.
—A mí me han sabido raras —dijo otra.
—Yo creía que me había tocado la dura —añadió una tercera.
—Mira, os iba a dar un tarro a cada una, como siempre, pero saben fatal.
Todas las mujeres las cataron y hablaron de cómo podían solucionarlo, mientras los chicos observaban todo en silencio.
—Te lo dije, no pasa nada —dijo el niño en voz baja.
—Se las han comido —susurró impactado. Se secó el sudor de las manos en la camiseta, caminó hacia atrás con disimulo y se ocultó detrás de su amigo—. Te la vas a cargar.
—Oye, ¿qué le pasa a esa? —Señaló a una de las mujeres que temblaba en su silla, las suelas de sus zapatos golpeaban el suelo al ritmo de sus temblores y sus amigas la sujetaron antes de que cayera al suelo.
Al instante tres de ellas se desplomaron también y los chicos pudieron ver sus ojos completamente en blanco antes de que empezaran a convulsionar. Una a una todas cayeron hasta acabar retorciéndose en el suelo y sus ojos pasaron del blanco al negro justo antes de dejar de temblar y quedarse rígidas.
—¡Qué les pasa! ¡Las has envenenado!
Abrió la boca para contestar a los gritos de su amigo, pero se paralizó cuando las mujeres se pusieron en pie con movimientos bruscos y torpes, y giraron sus cabezas de formas que parecían imposibles para centrar su atención en ellos.
—No te muevas —susurró. Su voz activó a las mujeres, que se lanzaron a por él.
Desesperadas por atraparlo volcaron la mesa, algunas la saltaron con una agilidad increíble, y en pocos segundos una turba de mujeres ansiosas por darles caza les persiguió por el pasillo de la casa, empujándose unas a otras para conseguir llegar a ellos.
Los niños esquivaron todas esas manos que trataban de agarrarlos y, en el último momento, justo al salir a la calle, consiguieron cerrar la puerta tras ellos y encerrarlas. Los bramidos histéricos al otro lado de la puerta les obligaron a taparse los oídos y ellas en lugar de intentar abrirla se lanzaron contra la puerta una y otra vez y la golpearon con violencia desde dentro con sus propios cuerpos, hasta que la madera crujió y se agrietó.
—¡Nos quieren comer! ¡Nos quieren comer por tu culpa!
—¡Cállate y corre!
A las pocas zancadas la puerta salió despedida y aterrizó en la calle con un golpe seco, seguida de los cuerpos de sus madres, o lo que antes eran sus madres, que tras caer al suelo se levantaron al instante con energía y echaron a correr tras sus hijos.
Las pisadas de las mujeres les siguieron a lo largo de la calle y al echar un vistazo atrás comprobaron que sus madres les ganaban terreno a cada paso que daban, volaban tras ellos con sus ojos negros clavados en las espaldas de los niños.
—¡Mamá! ¡Qué te pasa! —grito sin aliento y con algunas olivas aún en su bolsillo—. ¡Solo ha sido una broma!
Su voz la alentó más aún y aumentó su nivel de histeria y las ansias de atrapar a su hijo, el chiquillo, desesperado por escapar, giró a la izquierda y se separó de su amigo, que pudo ver cómo el grupo también se desvió y persiguió al muchacho sin molestarse en seguirlo a él también. Aun así, siguió corriendo mientras escuchaba los alaridos alejándose por la otra calle.
Se detuvo un momento a respirar, pero los gritos de su amigo hicieron que se le saltaran las lágrimas y le obligaron a seguir los sonidos para encontrarle. Conforme más se acercaba a ellos más le temblaban las piernas y al girar la esquina y encontrárselos de frente volvió atrás y se escondió a esperar a que pasaran de largo y poder ir tras ellas.
Una mirada entre los niños, un tropiezo fatal, y en un segundo el impacto contra el suelo les facilitó saltar sobre el niño y dominarle para agarrarlo de brazos y piernas, después tiraron de él y lo arrastraron por toda la calle entre aullidos de celebración y chillidos de terror.
Los pocos vecinos que pudieron escuchar el escándalo ni siquiera llegaron a tiempo de ver cómo se lo llevaban, y nadie pudo parar a la muchedumbre que se dirigía al olivo arrastrando a un niño cubierto de sangre.

Les siguió a escondidas durante todo el camino y observó la escena en silencio, tapándose la boca con la mano para evitar que sus sollozos le delataran al ver el espectáculo demencial del que las mujeres disfrutaban ante él.
—¡No! ¡Suéltame! ¡Mamá!
Los gritos y las súplicas de su amigo solo sirvieron para animar a la turba, que gritaba y festejaba a plena luz del día
Pusieron al muchacho en pie y lo acercaron al olivo, casi sin fuerzas el niño se resistió a ser manejado por sus captoras, forcejeó todo lo que pudo mientras lo llevaban en volandas hasta el tronco, allí las ramas del olivo se agitaron sobre ellos dejando caer una lluvia de hojas, la señal que hizo que dejaran al niño en el suelo y se apartaran unos pasos. Conforme lo soltaron el niño se alejó del tronco y un par de ramas se doblaron hacia él y lo tumbaron de un golpe, se enredaron en sus tobillos y lo acercaron al tronco mientras el niño pataleaba y trataba de frenar el avance clavando los dedos en la tierra.
Desde su escondite lo vio todo con detalle y no pudo apartar los ojos de su amigo en ningún momento, ni cuando el tronco enorme se abrió por la mitad de arriba abajo, con un crujido que se escuchó por todo el pueblo, ni cuando las ramas lo arrastraron hasta el hueco que se había formado en su interior, ni cuando el olivo se tragó a su amigo y lo encerró en su interior, quedando atrapado bajo su corteza, que poco a poco ahogó sus gritos de agonía.
Cuando el olivo dejó de retorcerse la muchedumbre se relajó, sus ojos volvieron a cambiar a un color blanco lechoso y con calma abandonaron la zona en completo silencio. Lo único que se escuchaba mientras las vecinas volvían a sus casas sin ser conscientes de nada a su alrededor era el susurro de una voz infantil trastornada que desde su escondite repetía lo mismo una y otra vez.
—Ese olivo no se toca, ese olivo no se toca, todos lo saben, no se toca, no, ese olivo no se toca…

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