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82. El guardián del jardín

Diego Pérez Martínez

 

Antígono observó desde lo alto de la colina el extenso bosque que se extendía a sus pies. La luna brillaba en el cielo y su luz plateada bañaba las hojas de los árboles que respondían devolviendo un débil resplandor blanquecino. Girones de niebla se movían juguetones entre las copas y ocultaban la mayor parte de la masa forestal.
Antígono maldijo en voz baja. Con aquella condenada niebla era imposible saber si algo se ocultaba entre las ramas y eso no le gustaba nada. Por un instante pensó en darse la vuelta y abandonar, pero entonces se acordó de la princesa, su amada, e imaginó la decepción dibujada en su rostro si regresaba con las manos vacías. Sin embargo, al ver sus bellas facciones, nítidas en su mente, se sintió un poco más fuerte. Solo por verla sonreír de nuevo merecería la pena regresar triunfante.
Luego recordó sus dulces palabras al compararlo con los héroes de antaño y se dijo que, al fin y al cabo, él no era un hombre ordinario. Era un príncipe. Su linaje se remontaba a los tiempos en que hombres y dioses compartían caza y lecho y por sus venas corría sangre en parte humana y en parte divina. Por tanto, él, no compartía las mismas sensibilidades que un vulgar porquero. Estaba por encima del simple mortal y no era, como ellos, esclavo de sus impulsos. Igual que los héroes de las canciones. Y si ellos habían podido enfrentar el peligro con valor, ignorando el miedo, y salir victoriosos de sus aventuras, él, Antígono, hijo del gran rey Erictonio, tampoco tendría miedo.
Con aquellos pensamientos en mente, desenvainó la espada, vio como el frío bronce reflejaba la luz de la luna y se sintió mucho mejor. Descendió lentamente la loma y se internó en la pradera que se abría al pie de la elevación y que conducía al bosque. Las hierbas, salvajes y sin forrajear, le llegaban más allá de la cintura y bien podrían ocultar alguno de los males de los que las leyendas hablaban.
Apretó la mano en torno a la empuñadura y sintió el áspero cuero deslizarse bajo su palma y dedos. Disminuyó la velocidad a la que avanzaba para hacer menos ruido y escuchó, atento, cualquier cosa ajena a sus propios pasos. No fueron pocas las veces que, alarmado, se detuvo al creer haber oído algo, pero cada vez que lo hacía, lo único que escuchaba era el rápido batir de su corazón y el viento entre los espigados tallos.
Le llevó mucho tiempo alcanzar la linde del bosque, mucho más de lo que le habría gustado, pues la noche estaba ya muy avanzada y no convenía pasearse por aquellos lugares cuando el sol apareciese de nuevo. Aunque dada la poca luz que había, Antígono habría preferido llevar a cabo aquella tarea a la luz del día.
Dejó atrás las altas hierbas y se internó tras los primeros árboles. Se detuvo y bajó la espada maravillado. Los que lo rodeaban eran de gran diámetro, tenían troncos retorcidos y nudosos, como formados por decenas de raíces entrelazadas, y se elevaban muy por encima de su cabeza. Sus hojas, en cambio, eran pequeñas y alargadas y de un verde pálido.
—De modo que este es el famoso bosque sagrado — susurró para sí mismo. Nunca antes había visto unos árboles semejantes.
Miró hacia arriba y vio los pequeños frutos que había ido a buscar: negros, alargados y de brillante superficie. Podría coger los de aquellos primeros árboles de la linde y salir de allí lo más rápido que pudiese, pero estaban demasiado altos. Tan solo con alargar el brazo no llegaría hasta ellos.
Volvió a maldecir su suerte en voz baja.
Miró en torno suyo, para asegurarse que no había ninguna amenaza a la vista, mientras decidía lo que debía hacer. Se decía que aquel huerto prohibido, plantado por los dioses mil años atrás, estaba protegido por un terrible dragón de aliento venenoso y gran tamaño. Pero si estaba por allí, no daba ninguna señal de haberlo visto u olido. Tal vez estuviese durmiendo. Al fin y al cabo, una serpiente como la que describían las historias de los aedos, no podía simplemente esconderse detrás de un árbol. Si venía a por él, la vería mucho antes de que se pudiese acercar.
Volvió a mirar los pequeños frutos que colgaban a pocos metros de su cabeza y alzó la espada tratando de alcanzarlos, pero no pudo lograrlo. Luego saltó una y otra vez, con el filo bien cogido, pero tan solo consiguió que este los rozase sin lograr que cayesen al suelo.
Maldijo una vez más.
Recorrió el tronco con la mirada y aceptó con resignación que no le quedaba otra solución que la de escalar el árbol y subirse a las ramas. Envainó la espada y se acercó a él. Palpó la corteza en busca de asideros sólidos, agarró con fuerza dos de ellos con las manos y se apoyó sobre un tercero. Plegó la rodilla de la pierna que apoyaba en el suelo listo para impulsarse y entonces lo escuchó, claro y cristalino. Era una risa. Una risa de mujer tan inquietante como bella y dulce a la vez.
Sintió que el estómago se le subía a la boca y soltó con rapidez una mano para coger la espada, pero al hacerlo se desequilibró y cayó al suelo. La túnica se le enredó sobre el semblante y durante unos larguísimos segundos se debatió por liberarse el rostro y recuperar la visión. Cuando por fin lo hizo, una cara lo observaba de cerca. Era la de una mujer, pero no tuvo tiempo de ver nada más. Apoyó las manos en el suelo y reculó boca arriba rápidamente, como un cangrejo, hasta que su espalda tocó el tronco del árbol. Entonces las vio, iluminadas por los rayos de luz de luna que se colaban entre las ramas. Eran tres jóvenes, no una, de apenas quince años y de una belleza tan extraordinaria que habría ensombrecido la de la mujer a la que pretendía, la más bella del Ática según se decía. Las tres lo miraban con aire curioso y divertido y de vez en cuando intercambiaban susurros entre ellas que Antígono no alcanzaba a escuchar, pero que las hacía reír con una risa tan clara como el agua que fluye de un manantial de montaña.
No obstante, el príncipe no se dejó embaucar por tan maravillosa visión, hecha para embriagar los corazones de los hombres, y desenvainó la espada con rapidez. Apuntó con ella a las mujeres y gritó tratando de no traslucir el terror que sentía:
—¡Atrás, demonios del Tártaro!
Las muchachas rieron como si fuese un juego que les divirtiese mucho.
—Tranquilo, mi príncipe. No te haremos ningún daño — dijo una de ellas con una voz suave y melosa.
—Co… Como… ¿Cómo sabéis que soy un príncipe?
Las tres volvieron a reír al tiempo que intercambiaban nuevos susurros inaudibles para él.
Antígono no dijo nada más ni tampoco se movió. El terror lo paralizaba. Ya no se sentía como un héroe de leyenda, sino como un hombre tan ordinario como el más pobre, sucio y deslenguado de los porquerizos de su padre. Si en verdad la esencia de los dioses corría por sus venas, parecía haberse desvanecido.
De pronto vio como una de las jóvenes se acercaba a él. Se puso de pie casi de un salto, sin despegar la espalda del tronco y siempre con la espada en alto. La muchacha se aproximó hasta casi tener la punta contra su pecho y observó el filo con aire divertido.
—Q… Que… ¿Qué queréis de mí?
La chica levantó la cabeza y lo apuntó con un dedo.
—A ti, mi príncipe — dijo con voz melosa, pero que en los oídos de Antígono sonaba maligno y terrible.
—¡Dejadlo en paz! — rugió de pronto otra voz.
Al oírlo las sonrisas de las muchachas desaparecieron y estas se alejaron corriendo. De entre las sombras que los árboles proyectaban emergió un anciano vestido con una vieja, raída y descolorida toga. Caminaba inclinado hacia delante, como si el peso de su larga barba blanca le fuera insoportable, y se apoyaba al caminar en un cayado tan alto que se elevaba muy por encima de su coronilla sin pelo.
—¿Quién eres? — preguntó con gravedad el desconocido cuando lo tuvo frente a frente.
—A… Antígono, señor. Príncipe de Salamina.
El anciano gruñó con desprecio.
—Antígono, ¿eh? ¿Y es por tu condición de príncipe que te crees con el derecho de venir a robarme en mi jardín?
El príncipe se quedó estupefacto ante la reacción del viejo y no supo qué responder, pero instintivamente se relajó y bajó la espada. Aquel hombre, de enfadado que se mostraba, le pareció más humano y menos monstruoso que las tres muchachas. Sin duda no estaba contento al sospechar (y no sin razón) que Antígono no había llegado hasta allí por casualidad. Pero no parecía que fuese a ir o poder ir más allá que una simple reprimenda.
—¿Sabes, al menos, lo que venías a robar? — dijo todavía enfurecido —. Seguro que ni sabes qué es eso ¿verdad? — añadió señalando con un huesudo dedo uno de aquellos pequeños frutos negros.
El príncipe dudó un instante entre la verdad y la mentira, pero al final se inclinó por lo primero. Sacudió la cabeza de un lado para otro y el viejo lanzó un bufido.
—Vienes aquí, a tomar lo que no es tuyo, de noche, a escondidas y ni siquiera sabes lo que has venido a robar… Ni por qué…
—Ni… ¿por qué?
—¡Sígueme! — le ordenó. Luego se dio la vuelta como si la espada que Antígono sostenía en la mano no tuviese ninguna importancia y comenzó a caminar hacia el interior del huerto.
El príncipe, estupefacto, miró como el anciano se alejaba y luego escuchó la risita de una de las muchachas. Dirigió su mirada en aquella dirección y vio que las tres lo observaban detrás de sendos árboles y entonces comprendió que la alternativa a seguir al viejo era quedarse allí con ellas. Envainó la espada con rapidez y torpeza y corrió hasta ponerse a la altura del hombre.
—Estos árboles se llaman olivos y el fruto negro que dan, aceitunas. — El anciano alzó el cayado con el que se apoyaba y golpeó con él una rama por encima de su cabeza. Varias de aquellas aceitunas cayeron al suelo. El hombre se inclinó, cogió una y la observó a la luz de la luna. Luego se la tendió a Antígono y continuó hablando —. Nos fueron entregados por la Gran Diosa para simbolizar el pacto entre hombres y dioses. Es por ello que el aceite que se extrae de su fruto se usa para ungir a los reyes de los hombres… Además de eso, ese líquido dorado tiene otras muchas propiedades que lo han convertido en el objeto de deseo de muchos señores de más allá de nuestras fronteras.
»Pero la Diosa no entregó estos árboles para que los infieles se beneficiasen de sus poderes, pues es un regalo solo para su pueblo elegido. De modo que no es raro que, en el pasado, los reyes extranjeros enviasen a sus héroes a robar el fruto prohibido. Por lo que, además de las tres sacerdotisas que has conocido, puso en el jardín un dragón para que guardase el jardín.
—¡Así que es cierto lo que dicen las leyendas! — exclamó el príncipe desenvainando la espada y mirando a un lado y a otro en busca del monstruo.
—Claro que es cierto.
—¿Y dónde está esa bestia ahora? — preguntó Antígono sin lograr controlar el temblor de su voz.
—Yo la controlo y no saldrá si no se lo ordeno.
—¿Pero quién sois?
—El guardián del jardín.
—Pero…
—El dragón duerme… por ahora — repuso el anciano al tiempo que, con un movimiento de mano, le hacía saber que no quería oír nada más de lo que tuviese que decir —. Durante muchos siglos fue así: los reyes extranjeros enviaban a sus héroes a robar el fruto y el dragón los devoraba. Es de esa forma cómo el guardián cogió el gusto por la carne humana. Sin embargo, como ninguno de aquellos hombres regresó con el botín, los soberanos dejaron de enviar a sus adalides a una muerte segura. Sucedió entonces que el hambre por la carne humana empujó al dragón fuera del jardín que debía proteger y devastó las tierras de los reyes a los que servía.
»Así, el soberano de estas tierras, para calmar a la bestia a la que, al fin y al cabo, necesitaba, decidió enviar él mismo a los héroes de los que se alimentaría el dragón.
—¿Enviar?… ¿Él mismo? — preguntó el príncipe notando que el miedo volvía a invadirlo.
—Claro. ¿Por qué si no enviaría el rey a un hombre a robar lo que le corresponde por derecho? A él y a su descendencia.
—Pero…
—Tiene una hermosa hija, ¿verdad? La más bella del Ática según he oído decir. ¿Qué hombre no haría lo que le pidiese el rey a cambio de su mano?
Antígono comprendió al fin la trampa que le habían tendido y en la que había caído con torpeza e inocencia, pero se negaba a creerlo:
—¿Qué estás diciendo, viejo? ¿Que el rey me envió para dar de comer al dragón?
—Sí eso es lo que estoy diciendo — repuso el anciano dándose la vuelta lentamente.
Fue entonces cuando el príncipe pudo ver, antes de perderla de vista, la maliciosa sonrisa que deformaba la cara del hombre. Unas risas juveniles y claras sonaron a espaldas del joven, pero antes de que pudiese darse la vuelta, tres pares de manos sujetaron sus brazos. Antígono trató de zafarse de ellas, pero la fuerza con la que lo agarraban no era natural. Él, el heredero de Salamina, debería haber podido liberarse fácilmente de tres muchachas, pero ni tan siquiera pudo moverse. Los brazos que lo tenían sujeto eran como rocas que hubiesen crecido en torno de ellos.
De pronto, por el rabillo del ojo, vio que algo pasaba allí donde estuviese el anciano. Algo crecía con rapidez. Devolvió la mirada hacia allí y descubrió, con terror, que en el lugar que antes ocupaba el guardián del jardín prohibido, había una serpiente que no cesaba de agrandarse. Por su lomo una vieja túnica se deslizó sobre sus escamas hasta caer al suelo.
Sintió que el pánico se apoderaba de él. El sudor le perlaba ya la frente y el corazón latía con tanta fuerza que parecía que fuese a salírsele del pecho.
—Un sacrificio para calmar el hambre del guardián del jardín — dijo el monstruo con la voz del anciano.
—Una ofrenda para la Gran Diosa — añadieron a coro las tres jóvenes.
Y antes de que pudiese, ni tan siquiera gritar, la cabeza de la bestia se abalanzó sobre él.

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