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81. Las hojas de la Paz

Manuel Jiménez Barragán

 

Hace muchos, muchísimos años; tantos que el mundo comenzaba a nacer y seres humanos apenas había. Los animales que poblaban el planeta vivían en paz; pero las pocas personas que existían solo pensaban en robarse entre ellos, guerrear y matarse.

Había una montaña grande, tan grande era que millones de ríos bajaban riendo desde sus cumbres. Y tan alta era que llegaba más allá de las nubes, por encima de la luna y las estrellas.

En la cima de la montaña, en un fabuloso castillo, vivía un poderoso rey. El monarca se sentó en un trono de reluciente oro. Se apartó con las manos su blanquísima barba y con un fragante soplo sacó brillo a la corona que se había quitado de la cabeza; la hizo centellear llena de soles. Se la puso de nuevo y, como hacía en las ocasiones solemnes, llamó a doscientos escribanos para que apuntaran lo que iba a decir. Después mandó venir a una paloma mensajera que en una hornacina de su palacio anidaba.

—¡Paloma, ve y llévaselo a los hombres! A ver si ya dejan de pelearse y viven en paz —dijo sacando como un mago, de la ancha manga de su túnica, un brote de olivo—. Les damos lo mejor que nosotros tenemos: nuestro alimento, la medicina de nuestra corazón y de todo nuestro cuerpo; lo que será la luz y el bálsamo de su camino y de su noche.

La paloma cogió en su pico la ramita de olivo y

voló y

voló,

voló y

                                                                                                              voló.

¡Cuánto voló!

                                                                                                               ¡Palomita! ¡Palomita!

 

Pasaron muchos días y muchas noches hasta que se posó para descansar en un tronco caído. Estaba revestido de musgo, florecillas y gorjeos. A su alrededor había setas con los tejados pintados de lunares, y capuchones de bellotas de las que utilizan como gorro los duendes en los días de frío. Miró a todos lados y no había hombres.

—¡Palomita! ¡Palomita! —Oyó una voz muy débil—. Estoy aquí, abajo. —La paloma miró con el ojo izquierdo un rato; después, con el derecho. Dio un salto del tronco y llegó al suelo.

—¡Hala! ¡Una hormiga! ¡Y qué chiquita es! —dijo cuando acercó su pico naranja a la hormiga negra.

—Sí, soy muy pequeña; es que todavía no he crecido. Soy huérfana. Por eso te pido ayuda. Un torbellino malo me arrastró de mi hormiguero hasta aquí.

—¿Ayuda me pides? ¿Y cómo puedo yo ayudarte?

—Dame una hoja de esas que llevas; para acostarme y pasar la noche en un colchón blando.

La paloma, que había hablado con el pimpollo de olivo en su pico —tenía mucha habilidad para hacerlo, por el camino lo había ensayado—, le preguntó:

—Dime, ¿qué hoja quieres?

—Quiero esas dos que están juntas, para no separarlas.

—¿Dos hojas?

—Una, para acostarme; la otra, para taparme; la noche va a ser muy fría.

La paloma cortó las dos hojas y se las dio a la huerfanita. La estuvo arrullando hasta que se quedó dormida. Después le dio un beso en su cabeza redonda y le movió la hoja de manta porque un piececillo le asomaba.

La paloma cogió en su pico la ramita de olivo y

voló y

voló,

voló y

                                                                                                              voló.

¡Cuánto voló!

                                                                                                               ¡Palomita! ¡Palomita!

Pasaron muchos días y muchas noches hasta que se posó para descansar en el columpio de la rama de un árbol que se movía, para dormir a los hijos de los pájaros, como una mecedora. Miró a todos lados y no había hombres.

—¡Palomita! ¡Palomita! —Oyó una voz que no era voz. Eran destellos de luz, como de luciérnaga. El avecilla lo entendió, ya que como era paloma mensajera sabía el lenguaje de la telegrafía—. Palomita, por favor, ayúdame. ¿Me quieres dar una hoja?

—¡Hala! ¡Un rayo de luz! ¡Y qué chiquito es! —dijo cuando acercó su pico llameante al resplandor dorado.

—Sí, soy un rayo de sol; de los recién nacidos. Este amanecer jugaba a perseguir una sombra; se me pasó el tiempo. Mi padre, el sol, está tan lejos que por más que lo llamo no me ve.

—¿Y para qué quieres una hoja?

—Para escribir en ella un mensaje de socorro.

La paloma arrancó una hoja del ramillete de olivo, la más oscura que había para que los renglones de luz se vieran bien desde lejos. Se la dio al fulgor.

—Ahora —dijo el resplandor, que había escrito rápido como un relámpago— mete la hoja en esa botella de cristal y la pones en un lugar alto. Para que cuando salga mañana el sol mi mensaje sea lo primero que vea.

Así lo hizo la paloma. Metió la hoja escrita en la botella, que se puso reluciente por la caligrafía de luz. Limpió con sus patas y pico las piedrecitas, aleteó para barrer la broza. Y allí, en lo despejado, colocó la botella. Sería lo primero que el sol viera al salir.

Ya se iba. Volvió y, deseándole suerte, le guiñó en morse con los ojos. Unos destellos le respondieron llenando de trocillos de luz sus plumas.

La paloma cogió en su pico la ramita de olivo y

voló y

voló,

voló y

                                                                                                              voló.

¡Cuánto voló!

                                                                                                               ¡Palomita! ¡Palomita!

 

Pasaron muchos días y muchas noches hasta que se posó para descansar sobre un muro de juncos que se habían trenzado para protegerse de la helada de la noche. Miró a todos lados y no había hombres.

—¡Palomita! ¡Palomita! —Oyó una voz que era un rumor que emana. Buscó y pronto descubrió quién le hablaba.

—¡Ah, una gota de agua!

—Sí, una gota, pero la más chica de todas las gotas; por eso nadie me quiere y se ríen de mí. ¡Ay, qué triste y sola estoy! Si pudiera ir donde están mis hermanas, allí sí me quieren y me dejarían juntarme con ellas. Fui la primera gota de una nube, la primera lluvia; por eso soy chica y caí aquí, lejos de las demás.

—Ahí hay un río —dijo la paloma pensando que así se solucionaría el problema de su nueva amiga—. ¿Quieres que te lleve allí, al agua?

—No, ellas no me quieren, son unas presumidas; dicen que vienen de una nube muy alta. Me humillarían, me tratarían como a una pordiosera. ¡Si tú me dieras una hoja!

—¿Y para qué quieres una hoja? —preguntó la paloma intrigada. Por más que pensaba no sabía cómo podía ayudar con una hoja.

—Si yo tuviera una hoja tuya me serviría de barco. Con ella navegaría hasta la cascada que hay más abajo. Allí, al caer, todas somos iguales; todas somos grandes.

La paloma arrancó una hoja de su ramo y con ella recogió la gota de agua.

—Ahora me pones en la corriente del río —pidió la gota—. No se darán cuenta de que voy sobre la hoja; el agua está mansa y como soy tan pequeña no sospecharán que estoy encima. ¡Porfa!

La paloma puso con suavidad, como una hoja que cae, al barquito sobre el agua. La gota la miró partiéndose en agua chica; que le habían salido brazos de agradecimiento para abrazarla. La paloma se acercó a besar con su blando pico la ternura del agua. Cuando iba navegando, ya perdiéndose, buscó entre su pecho y sacó una pluma blanca; era un pañuelo para decirle adiós, como se hace en los puertos cuando los barcos se van.

La paloma cogió en su pico la ramita de olivo y

voló y

voló,

voló y

                                                                                                              voló.

¡Cuánto voló!

                                                                                                               ¡Palomita! ¡Palomita!

Pasaron muchos días y muchas noches hasta que se posó para descansar en unas piedras altas, de esas que utilizan de altar los animales que piden y rezan para que nada malo les pase a sus seres queridos. Miró a todos lados y no había hombres.

—¡Palomita! ¡Palomita! —Oyó una voz que era como un beso. Buscó con sus ojos redondos pero nada vio.

—¡Aquí, aquí estoy! Mira esa brizna de hierba que se mueve soy yo: una pequeña brisa.

—¡Así que no te veía! ¿Y qué quieres? ¿Por qué me llamas?

—Si me dieras una de esas hojas que llevas en tu pico sería feliz.

—¿Para qué la quieres? Si tú puedes mover todas las hojas del mundo.

—Para casarme. Me quiero casar con un airecillo bueno y no tengo traje. ¡Ay, lo bonita que estaría con mi traje de novia!

La paloma escogió una hoja de su ramo, la más fina, la que más velo blanco parecía y se la dio a la brisa, que no tardó en ponérsela e ir a un espejo de agua a mirarse.

La paloma aleteó hasta la brisa, que seguía ensimismada contemplándose. Con su pico tiró un beso redondo de oro, como los anillos de boda, al baile de la hoja.

La paloma cogió en su pico la ramita de olivo y

voló y

voló,

voló y

                                                                                                              voló.

¡Cuánto voló!

                                                                                                               ¡Palomita! ¡Palomita!

Pasaron muchos días y muchas noches hasta que se posó para descansar sobre una gavilla de leña que olía a pan como la palabra de un buen amigo. Miró a todos lados y no había hombres.

—¡Palomita! ¡Palomita! —Oyó una voz que era como un sollozo que se apaga. Pronto vio los bellos colores, las alas que casi no se movían.

—¡Oh, una mariposa! ¿Qué quieres? ¿Por qué me estás llamando?

—¡Hambre, tengo hambre! Y ya no me quedan fuerzas para ir a buscar flores. Si me pudieras ayudar.

La paloma arrancó una hoja de su ramo y se la acercó a la mariposa, que no habló más; solo se oía: «ñan, ñan, ñan». Ya, como iba recobrando fuerza, más movía las alas. Una vez se hubo comido toda la hoja salió volando, y parecía que quería fundir dos arcos iris chicos.

—¡Adiós! ¡Buen viaje! Deseó a la peonza de colores.

La paloma cogió en su pico la ramita de olivo y

voló y

voló,

voló y

                                                                                                              voló.

¡Cuánto voló!

                                                                                                               ¡Palomita! ¡Palomita!

Pasaron muchos días y muchas noches hasta que se posó para descansar en el hombro de un espantapájaros feo que guardaba un erial. Miró a todos lados y ¡sí había hombres!

—¡Palomita! ¡Palomita! —Oyó unas voces que eran como un tronar de escopetas.

—Vengo a traeros esta rama de olivo, para que siempre haya paz entre vosotros.

La paloma depositó la rama en el suelo y… ¡Horror! No tenía hojas; todas las había dado. ¡Siempre tan distraída! Eso para una paloma mensajera era un error imperdonable.

—¡Ay!, esperad aquí que vuelvo y os traigo otra rama, entera; llena de hojas.

Pero los hombres no esperaron. Piedras, lanzas, palos y flechas arrojaron y arrojaron contra la paloma. Ella corría, volaba; más corría, más volaba. Y más y más cosas le lanzaban, hasta que una flecha le pinchó el corazón y cayó en su vuelo. Una jauría de perros, ladrando y aullando, fueron a por ella.

La paloma

no voló, no voló. ¡Ya no voló! ¡Ya no voló!

En la montaña grande todos los ríos lloraban.

¡Palomita! ¡Palomita!

—¿Por qué lloran los ríos de la montaña grande si antes siempre reían? —Preguntaron los vientos, las aguas, las hormigas, las mariposas y los rayos de sol. Cuando se enteraron de que la paloma había muerto también lloraron sin consuelo, como los ríos de la montaña grande.

Entonces se pusieron a hablar como locos juntando tristezas y alegrías; pero siempre pensando en su amiga la paloma. Las hormigas hicieron un agujero y enterraron a la rama sin hojas. Unas aguas buenas vinieron en una nube a regar la tierra donde descansaba la varita. Las mariposas trajeron lo mejor de cada flor y lo pusieron encima. Los rayos más cariñosos del sol calentaron la tierra que la cubría. Y los vientos empujaron hasta allí a lo más hermoso de las estaciones.

Al poco nació un vástago de olivo que, con el cuidado de los cinco, creció rápido. Pronto se puso grande y fuerte; todos los años se cargaba de hermosas aceitunas. Las hormigas, el sol, las aguas, los aires y las mariposas lo cuidaban. Cogieron sus miles de hojas y las llevaron por todo el mundo, para sembrarlas y que nacieran más olivos.

En la montaña grande los ríos ríen. Y hay quien dice que la paloma no murió, ¡que la han visto volar llevando en su pico ramitas llenas de hojas! Para que los hombres nunca se peleen.

Vuela y vuela,

vuela y vuela.

¡Cuánto vuela!

¡Palomita! ¡Palomita!

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