
80. Al amparo de tu sombra
Aquella tarde de primavera, lo recuerdo bien, la gente de Arroyo del Ojanco se agolpaba en las ventanas de sus casitas vestidas de blanco andaluz para contemplar la rudeza de la tormenta de viento y granizo que asolaba los campos de olivos del municipio. Mi padre y los demás olivicultores se santiguaban y rezaban todo lo que habían aprendido para que aquel diluvio infernal finalizase. Por fin, sobre las nueve de la noche, el viento comenzó a amainar y la tormenta cesó.
Un extenso verde manto de hojuelas ovales con textura coriácea cubría al día siguiente la tierra marrón que servía de lecho a las oliveras. El desastre era manifiesto. Los hombres del pueblo saltaron a sus camionetas y se dirigieron a las fincas que les daban trabajo para medir la magnitud de los acontecimientos. Con el rostro triste y el alma pendida de un hilo volvieron a sus hogares, y no era para menos, la cosecha se había perdido: el viento había arrancado árboles completos. Se avecinaban tiempos duros de amarga inestabilidad,… ¡que la madre naturaleza se ensañara así con ellos!… les encogía el corazón, pero lo que realmente les carcomía el seso era que el olivo de Fuentebuena, el hijo más grande de su género que la tierra acogiera en sus entrañas, parecía querer morir.
En poco tiempo, la noticia se hizo del dominio público. De poco sirvió que le amputaran las partes dañadas de sus brazos vigorosos, que nutrieran el seno en el que hundía sus profundas raíces…Nadie dudaba ya que el tatarabuelo del tatarabuelo de los olivos de Jaén había asumido la propia suerte y esperaba incondicional la llegada de la Parca justiciera, a cuya cuchilla nadie escapa.
No pasaba día en el que la olivera no fuera tema para los de Arroyo del Ojanco. Se resistían a perderla. El árbol había visto nacer a generaciones y generaciones de lugareños. Estaba ahí desde años inmemoriales, más de los que algunos de ellos eran capaces de llegar a contar. Era como desprenderse de una parte de sí mismos…Sin embargo, si había alguien que la sintiera más que los otros, esa era la tía Olaya.
Desde su chabola, que compartía con un perrillo negro y blanco, de estatura mediana, al que no faltaban pulgas por vender, caminaba infatigable todos los días, serían unos tres kilómetros, para visitar a «su oliva», como ella cariñosamente la solía llamar. El resto de la jornada, acostumbraba a recorrer las callezuelas de Arroyo del Ojanco vestida de harapos negros, que le cubrían un cuerpo esmirriado y corvo que apoyaba en la vara que un día le regalara «su oliva». No había en el pueblo quien no se hubiera rascado alguna vez el bolsillo y hubiera puesto una que otra monedilla en la mano de Olaya para socorrerla de la profunda miseria en la que vivía. Yo pegaba la nariz a la ventana del salón de casa para verla pasar y aún tengo presa en mi alma la congoja que me producía mirarla.
Que su «oliva» hubiera enfermado así, había llegado a quitarle el sueño. Ya ni siquiera encontraba el momento para mendigar y comprarse algo de sustento que echarse a la boca. Por los alrededores se la veía poco, y, cuando casualmente te la tropezabas, el corazón se te hacía pedazos al contemplar aquella figura casi espectral que corría sin aliento hasta internarse en el mar de olivos cercano al pueblo. Los otros chiquillos y yo pensábamos que también ella quería morirse. Un día la seguimos. Temíamos que desfalleciera en el camino porque, aunque la Olaya no participara demasiado en la vida de Arroyo del Ojanco, en el fondo todos sentíamos gran afecto por ella y admirábamos esa eterna resignación con la que aceptaba su pobreza.
Con los ojos húmedos de lágrimas, que seguían el curso de profundos surcos marcados por el sol en su piel mugrienta hasta alcanzarle el cuello de la negra camisola, remendada en más de una ocasión, se abrazaba sin consuelo al cuerpo retorcido y rugoso de su amigo sin que consiguiera llegar a estrecharlo entre sus brazos, tal era la colosal complexión de su tronco. Observamos que poco después, ya más serena, se acomodaba en uno de los huecos que se abrían en la poderosa zona basal del gigante arbóreo, como lo hubiera hecho cualquier animalillo del entorno. Pasó un buen rato sin que se la sintiera mover un solo músculo, su figura negra se difuminaba ahora en los tonos amarronados y verdes del paisaje. Estábamos a punto de acercarnos, cuando una voz quebradiza irrumpió en el silencio del campo. De nuevo, la Olaya se deshacía en lamentos, no lograba entender la crueldad del destino que la privaba insensible de su ser más querido.
—Si tú mueres, también lo haré yo —gritaba sollozando—. Tú y mi perro sois lo único que me queda en esta vida, que poca felicidad me ha traído. Siempre has estado a mi lado desde que siendo bien pequeña perdiera a mis padres. Eras mi consuelo cuando los chiquillos del pueblo me insultaban porque estaba sucia. Al hacerme moza, hubiera querido ayudar en las labores del campo y ganarme unas cuantas pesetas para salir de la penuria en la que vivía, pero mi aspecto escabioso espantaba a los dueños de las fincas de olivos. También entonces tus ramas hacían de brazos de madre y tu tronco era mi refugio. Con un poco de resquemor, miraba desde el amparo de tu sombra generosa a los jóvenes de mi edad portando varas, mantones y capazas de esparto para recoger la aceituna ya entrado el otoño. Duro trabajo era aquel, que ahora veo maquinas que ayudan. Recuerdo que tu mantón era el más grande, tenía que serlo para poder cubrir la tierra sobre la que iban a caer tus olivas. En silencio, envidiaba la suerte de otras muchachas a las que estaba permitido extenderlo bajo tu amplia copa. Después llegaba el turno a los mozalbetes, y… comenzaba el vareo. Contigo la faena era más larga. Yo me escondía y me tapaba los ojos porque tenía miedo de que pudieran lastimarte. Incluso, me acuerdo de que una vez sujeté la vara de uno de los muchachos para evitar que continuara «apaleándote», así es como yo lo sentía. ¡No veas la regañina que me cayó y la de insultos que se me profirieron! No creas, la gente cambia, y ahora ya no me agreden. Es posible que sea cosa de la edad o de que la humanidad se hace más razonable. Hasta podría decirte que a menudo tengo la impresión de que me aprecian. Sabes, los años han dejado su huella también en mí. Ahora estoy vieja y cansada. ¡No podría soportar tu muerte! Me echaré junto a tu tronco y dormiré ese sueño del que nunca se despierta. Mi cuerpo se fundirá con el tuyo, ya no habrá quien nos separe.
No le faltó tiempo a Olaya para llevar a cabo sus palabras. Así, entre llantos y gemidos, se recostó a la sombra del olivo. Nosotros estábamos perplejos sin saber que iniciativa tomar: «acercarnos a ella y disuadirla de su empeño, a sabiendas de que nos iba a rechazar, ¡quizás no era lo más inteligente! Por fin, nos decidimos: sí, lo más sensato sería buscar ayuda en el pueblo». Barajábamos estas reflexiones, cuando un crujir de ramas llamó nuestra atención. La copa del árbol comenzó a agitarse, al tiempo que se despojaba de las pocas hojas que habían sobrevivido a la tormenta. Su tronco rugoso se retorció tanto que parecía que iba a exprimirse. De pronto, para sorpresa de todos, surgió una profunda voz que respondía a la mendiga.
—Se cumplen ya más de mil años desde que me plantaron, y te puedo asegurar que jamás ha habido nadie que me amara como tú ni que sintonizara conmigo tan estrechamente. Por ello, te doy las gracias, Olaya. Sin embargo, tú, mejor que nadie, debes entender que mi ciclo ha llegado a su fin. Y no pienses que ha sido cosa de la tormenta, es que yo así lo presiento. Mis raíces y mis hojas me han alimentado durante una eternidad, han propiciado que creciera sano y robusto, ¡no en vano hoy se me considera el olivo más grande del mundo! ¿Te sorprende que lo sepa? Sí, querida amiga, los árboles también gozamos de un alma que posee entendimiento, que vive integrada en el corazón universal de la naturaleza, como lo están el resto de seres vivos. He soportado tormentas, ventiscas, heladas…hasta incendios sin que mi salud se haya visto mermada. Durante estos días, he notado, no obstante, la llamada fría de la muerte. Pero, mi fin, Olaya, no ha de significar el tuyo. Vive, enseña a la humanidad el respeto y el cuidado de la naturaleza; muéstrale, como solo tú sabes hacerlo, que todos formamos parte de ese ente cósmico que nos unifica y que nos hace sentir hermanos; divulga entre ellos este mensaje de fraternidad que surge de lo más hondo de un espíritu silvestre. Y no te entristezcas, créeme, son muchos los años ya que mis raíces arraigan en esta tierra. De mis olivas se ha producido siempre un aceite generoso. Pero, para infortunio de tu pobre amigo, la imagen de aquellas primeras manos que ordeñaron los frutos carnosos de estas vigorosas ramas ha pasado a ser neblina borrosa en la memoria del ayer. Perdona, ¡no quiero parecer inmodesto y mucho menos alardear ante ti! Es verdad que soy muy viejo, aunque no tanto como para haber vivido aquellos tiempos de Maricastaña en los que los habitantes del Neolítico tuvieron el placer de saborear en sus paladares el gusto amargo de las flores preñadas de mis más remotos ancestros en la Península. Tampoco la savia corría por mis venas cuando ciertos comerciantes fenicios y griegos arribaron en las costas de Hispania. Por todos es conocido que ellos no solo fomentaron nuestro cultivo, sino que además expandieron nuevas técnicas destinadas a obtener ese «oro amarillo» que tanta importancia ha tenido en el desarrollo de vuestra cocina mediterránea. Fíjate que los paisajes de olivos estaban tan extendidos al llegar los romanos a España que sus escritores dejaron comentarios escritos sobre la fascinación que suscitaba en ellos avistar los inmensos olivares de la Betica y el aprecio con el que se estimaba el aceite procedente de nuestra tierra en la Urbs. Dirás que mucho hablar de mis antepasados, pero que todavía no te he delatado mi edad, y no lo he hecho porque realmente ignoro los lustros que cargan mis espaldas. Hay quien afirma que me plantaron los romanos, otros dicen que debo mi existencia a unos frailes cristianos que se instalaron por estas tierras, una vez se las hubo arrebatado a los árabes, por último, no me olvidaré de quienes defienden que provengo de una ramita bendecida en Domingo de Ramos. Opiniones hay para todo, de otra parte, como soy tan, tan viejo, la memoria también me falla … ¡Quédate con lo que quieras! Lo cierto y verdad es que he visto crecer a todos estos jovenzuelos que me rodean, también a otros que nos han ido dejando en el transcurso de las centenas de años. Por eso, querida Olaya, no quieras impedir que aquí y ahora abrace un destino al que todo ser vivo está supeditado, como tampoco pretendas inculcar sentimientos de culpabilidad en este pobre viejo haciéndolo responsable de tu muerte. Vive y permite que yo muera, ¡que mi tronco sirva de cómodo asiento para una pareja de enamorados o para un grupo de niños que juega! … ¡Me haría tan dichoso!
Con las palmas extendidas, Olaya enjuga dos tristes lágrimas que corren por sus mejillas. Mira al olivo llena de ternura al tiempo que de sus labios resecos se escucha una voz marchita que interpela al gigante arbóreo.
—Gracias por hacerme confidente de los secretos que guarda tu corazón de anciano, sin embargo, no has de temer que tu longevidad se prolongue. Tu sabiduría y hermosura han aumentado con la edad. Concédenos a mí, al resto de habitantes de Arroyo del Ojanco y a las generaciones que están por venir el placer de gozar todavía un poco más con tu grata presencia. No desconozco que la vejez se ve acompañada a menudo de fuertes abatimientos y aflicciones que bien pueden conducir a anhelar la muerte, lo digo yo que soy ejemplo claro de tan mala usanza. Pero, querido amigo, juntos afrontaremos esta prueba y continuaremos paladeando la belleza de la vida.
Sin aguardar respuesta alguna del olivo, Olaya, con brío y entereza desconocidos, se irguió y se encaminó hacia el pueblo. A distancia, la seguimos sorprendidos. ¿Quién se hubiera atrevido a afirmar que la mendiga ignoraba la índole de su propósito? Nosotros teníamos la seguridad de que en lo más profundo de su alma aquella desaliñada y huesuda cabeza tramaba algo. Las pupilas de sus ojos se habían iluminado y titilaban con flamante frescor juvenil, como las del niño que oculta a la madre la nueva picia que urde en secreto.
Pasaron los días, y, contra toda predicción, al tatarabuelo más viejo de los olivos de Jaén comenzaron a brotarle tiernos retoños bañados de verde parduzco. En Arroyo del Ojanco cundía la buena noticia. Todos, desde los más entrados en años hasta los más jóvenes y los más niños, celebrábamos con alegría y alborozo la cura de nuestro milenario. Nos emocionaba hacernos a la idea de que aquél no había sido su fin, de que nuestro gigante todavía acompañaría algunas generaciones más, ¡sólo Dios sabe cuántas!, al pueblo y a sus habitantes.
Incluso llegaron a celebrarse misas en acción de gracias por la sanación del árbol. En ellas se recordaba entre otras cosas la vida del olivo, sus orígenes y, sobre todo, las inmensas bondades con las que nos había colmado. No con poca insistencia subrayaba el cura, un hombretón de mediana edad, ojos castaños y amplia sonrisa que parecía venir del norte, que la agricultura y la naturaleza eran las rocas firmes sobre las que se afianzaba la existencia de la humanidad en la Tierra. Lo más curioso de todo era que, una vez terminada la misa, se acercaba a la pila de agua bendita y examinaba el contenido con atención, después hincaba la mirada en Olaya, que fuera de su costumbre asistía a misa regularmente, y bajaba la cabeza.
Efectivamente, por razones que el buen hombre no alcanzaba a comprender el nivel de agua santificada disminuía cada día. No había grieta alguna en el recipiente marmóreo que denotara una posible filtración, sin embargo, asombrosamente, todas las mañanas era testigo de su consecuente vaciado.
Mis amigos y yo, como el cura, sospechábamos de la buena mendiga, así que nos decidimos a seguirla.
Aquel día me llamó la atención que Olaya saliera de su chabola en dirección al olivar de Fuentebuena ataviada con un amplio hábito de lana marrón. ¡Casi no podíamos creerlo! ¡Se habría hecho monja!
Ya junto al árbol, extrajo del interior del hábito una botella de litro de agua y comenzó a esparcirla a su alrededor mientras pronunciaba unas palabras que, si no hubiera sido por lo que era, hubiéramos confundido con un sortilegio.
—Querido amigo —decía—, un viejo muy letrado que casualmente conocí siendo una niña me imbuyó en un secreto que preveía el poder mágico de nuestros orígenes sobre el devenir del propio destino. Por tanto, en nombre de todos aquellos que, según se cuenta y me has referido, pretendieron darte la vida, vengo yo ahora para devolvértela. Tengo la firmeza de que tanto unos como otros hubieran deseado verte pasar el umbral de los tres milenios. Y…, como en toda leyenda siempre hay un resquicio de verdad, he tomado la decisión de apelar a las raíces literarias sobre tu procedencia para restituirte la fortaleza. Por eso, limpiaré con esta agua bendita tu cuerpo encallecido por los años, ese que en otra época fuera tierno plantón. ¡Que la fuerza de todas aquellas tradiciones y la pureza cristalina del agua cristiana te hagan retornar a la vida!
La Olaya hace tiempo que murió, a la sombra de su olivo la enterraron. Hoy el turista que se acerca a contemplar la imponente olivera de Fuentebuena a duras penas puede reprimir un sollozo contenido recordando la triste historia de la mendiga.