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79. Lo que pasó en los olivos

Jean Carlos Castro Caraballo

 

Era domingo por la tarde, aún recuerdo todo lo que pasó ese triste y lluvioso domingo, como si ayer hubiera sido, a pesar de los muchos años que han transcurrido. Pero antes de contar  lo que sucedió en medio de esos olivos, quiero que sepan un poco de este viejo enfermo, que les revelará algo que nunca a nadie había dicho.

Soy Eustaquio Fermino, un hombre solitario, triste y aburrido. Dediqué toda mi vida a trabajar en los inmensos campos de olivos. No me quejo, al contrario, fueron mis más maravillosos tiempos vividos, ya que fue en uno de esos solitarios olivos, grandes y florecidos, donde conocí a la mujer que se convirtió en mi mayor delirio, por la que mucho suspiré, hasta me volví un algo pasivo y divertido, pero por la que ahora estoy aquí encerrado, pagando un gran martirio, entre estas rejas de mi alma y con el corazón dolido, rejas que encierran, las cuales es como si estuvieran  hechas de hierro macizo. Teniéndome como un esclavo al que toda ilusión de ser libre le han desaparecido, sin esperanza de ver nuevamente el sol, y uno, así sea uno…de esos hermosos arboles de olivo.

Desde mi niñez anduve entre olivos y olivos. Mi padre que era un hombre recto, todos los días me llevaba a trabajar con él a recoger las aceitunas que daban los arboles de olivo. Terminé la escuela, y apenas lo hice, al día siguiente, ya mi papá un trabajo en uno de los olivares me había conseguido. No tuve otra opción que cogerle amor a la labor de recoger aceitunas durante horas, las cuales en días, luego en semanas, después en meses, y por último en años, que cuando me quise dar cuenta, esas horas ya se habían convertido. Vivo en una casa pequeña, muy antigua por cierto, su tejado tiene agujeros y hay muchas grietas en el piso, y en su patio un poco escueto, no tuve de otra más que de sembrar unos cuantos olivos. Lo sé, lo sé, a esos benditos les había dedicado tanto tiempo, que ahora en todas partes quería tenerlos conmigo.

Mi jornada de trabajo era tan movida, que apenas llegaba a casa no hacía más que tirar mis botas viejas a un costado de la cama y echarme a dormir como un niño, para al día siguiente levantarme muy temprano, e ir nuevamente a los cultivos. Esa era mi súper rutina, a la que estaba tan acostumbrado que ya sabía la cantidad de pasos que tenía cada recorrido:

– De la cama al baño habían 15 pasos medianos, a veces me daban 16 porque estaba medio dormido.

– Del baño a la sala, cuando ya estaba listo, habían 30 pasos a medianas zancadas y un pequeño brinco, que daba para evitar caer en el hueco que se había hecho en el piso.

– De casa al campo de los olivos donde trabajaba, habían no más de 100 pasos, caminando rápido y sin desviarme por ningún motivo.

Al llegar al campo, empezaba a hacer lo mío. Limpiar cada árbol de olivo cuidadosamente sin que sufriera algún daño en cuanto a perder algún racimo, era mi labor la mayor parte del tiempo en ese inmenso cultivo. Así me la pasaba, de pie limpiado y limpiado por muchas horas de seguido. Terminaba mi jornada, luego me iba a casa, llevándome algunas aceitunas en mi bolsillo para comer durante mi solitario recorrido, aceitunas que aunque sabían un poco amargo, eran las únicas que me acompañaban en ese tenebroso y largo camino. Para llegar a mi humilde morada, donde mi amiga la soledad era la única que siempre estaba conmigo. Esa fue mi rutina por muchos años seguidos, la cual un día, sin planificar cambiarla, cambió. Sin haberlo previsto.

Una mañana común, como todas las que había vivido, me levanté de la cama. Recorrí los primeros 15 pasos, ese día estaba muy despierto, por eso no me dieron los 16 pasos que me dan cuando estoy medio dormido. Luego caminé los 30 y por ultimo di el brinco. Salí. Iba andando rápido para que me pudieran dar los 100 pasos exactos como lo había establecido. Había dado 50 pasos de los 100 que daba todos los días de mi casa al cultivo, cuando algo diferente pasó en el camino. Algo que me cambiaría la vida y alteraría toda la secuencia de pasos que por mucho tiempo había tenido.

Iba concentrado en el conteo de esos benditos pasos, pero de repente levanté la mirada, y a lo lejos, vi un manto rojo, el cual sobresalía del verde denso del pasto y de los olivos. Manto que me frenó y me hizo olvidar por un momento el número de los pasos que  había recorrido.

—¿Qué será eso que mis ojos han visto? —me preguntaba atónito y tratando de recordar el número de pasos que había dado durante el trayecto. Sin poder conseguirlo.

—¿Será que me acerco? Pero, ¿Y si es un espejismo? Eran las preguntas que me hacía debido al suceso del que era el principal testigo.

Seguía con la mirada fija en el extraño manto rojo que noté que ligeramente se había movido.

—Por un momento que llegue tarde al cultivo no creo que le ocurra algo a los olivos. —dije un poco pávido, a modo jocoso, pero algo pensativo.

—¡Que Dios me acompañe! Expresé con voz fuerte dirigiendo mis pies y dispuesto a ir hacia eso que había visto. Estaba decidido.

Me acercaba lentamente. De mi corazón podía escuchar claramente cada latido, los cuales se iban aumentando y un color un poco pálido mi piel había adquirido.

Ya estaba cerca de descubrir qué había detrás de ese manto rojo que me había detenido, por el cual, por primera vez en mi vida llegaría tarde al cultivo.

Me detuve como a 6 pasos, o quizás podrían ser 5. Estaba tan asustado que mis cálculos estaban distorsionados al igual que mis sentidos. No sabía qué hacer. Nada se me había ocurrido.

—¿Será que hablo suavemente o doy un grito?  —otro pensamiento que a la mente se me vino.

—¡Jue! El sonido que emití con voz fuerte para que no se me notara el nerviosismo. Fue lo único que salió de mi boca. No tenía ni idea del significado de lo que había dicho.

Lo que estaba debajo del manto rojo enseguida se espantó dando un brinco. Hice lo mismo. Solo que no di el brinco. Me tiré al suelo, quedando en medio de los troncos de dos olivos. Me di un fuerte golpe en la espalda que cerré mis ojos y traté de no concentrarme en el dolor para que fuera mínimo.

—¡Hasta aquí llegó el viejo Fermino! Fue lo que pensé en ese momento. Es como si mi mente supiera cual era mi destino. Morir en ese momento sin tener la oportunidad de comer una amarga aceituna de las que llevaba en mi bolsillo, las cuales eran del día anterior. Para despedirme como es debido. Ese sería  mi último deseo, el cual por mucho tiempo he tenido. Y el que en ese momento pensé no llegaría a cumplirlo.

—¡Perdón!

Escuché con tono suave y un poco tímido.

Seguía con mis ojos cerrados. No era capaz de abrirlos.

—¿Pero cómo? ¿Qué es lo que he oído? —pensé un poco sorprendido. Estaba escuchando una voz de género femenino.

Decidí abrir mis ojos. Y ¡vaya sorpresa! Era el rostro más hermoso que nunca antes había visto.

Con sus mejillas sonrojadas. Sus labios rojos. Cabello castaño. Ojos verdes. Pestañas largas y nariz fileña. Era la mujer más linda. Ya no me importaba si no llegaba al cultivo. Me estaba pasando algo extraordinario, maravilloso. La mejor experiencia que había tenido hasta ahora en medio de los olivos.

—Perdone, no fue mi intención asustarlo y que cayera al piso. —Dijo la mujer un poco preocupada con su mirada fija en el viejo Fermino.

Yo seguía encantado con tanta hermosura. No quería que ese momento llegara a su fin. En ese mismo momento di mi primer suspiro.

—¿A cabo de dar un suspiro? Me preguntaba internamente. No podría creer lo que había sucedido.

Pasaron unos cuantos minutos. La bella dama ayudó a levantarme del piso. Me sacudí. Nos  sentamos al pie de un olivo.

—¿Qué haces por aquí tan sola en medio de estos olivos? Le pregunté un poco extrañado. Pero feliz por haber tomado la decisión de desviarme para descubrir lo que se ocultaba debajo del manto rojo que había visto.

—Vivo por aquí cerca, vine de otro país buscando nuevas oportunidades y cautivada por estos inmensos, frondosos y muchos olivos.

—¿Cómo te llamas? ¿Con quién has venido? Continué preguntándole. Salió de mi otro suspiro.

—Me llamo Juliana y sola a este pueblo he venido. No tengo familiares, ni esposo ni hijos.

Todo quedó en silencio. Sólo se alcanzaba a escuchar a los lejos el sonido de un grillo.

Se miraban fijamente. Es como si el universo hubiese conspirado para que se diera ese encuentro entre Juliana y Fermino.

Hasta que de pronto, se rompió el silencio y Fermino dijo:

—Yo también, nunca he tenido esposa. Vivo solo. Pero a partir de ahora quisiera  tener la oportunidad de vivir eso que llaman  amor, contigo.

Nuevamente el silencio se apoderó del sitio. Ambos se miraban fijamente como pensando en si tal vez casualidad no habría sido, sino que la enorme necesidad de amor de ambos individuos, bajo esos olivos los habría reunido.

Fue amor a primera vista. Ese día el viejo no fue al cultivo. Se la pasaron contando sus experiencias hasta el anochecer y luego se fueron juntos a la casa de Fermino.

La atracción era tan fuerte que esa misma noche llegaron a dormir juntos. Sentían que no era necesario dejar pasar el tiempo, pues por algo ese encuentro inesperado habría sucedido.

Eran tanto el amor entre ellos, que Juliana se fue a vivir definitivamente con Fermino. Arregló un poco la casa. Cada día hacia el aseo. Y con una deliciosa cena esperaba cada tarde a que su amor llegara de trabajar del cultivo.

Pasaron días, semanas, y cuando se dieron cuenta, varios meses habían transcurrido.  Ya Juliana no era la misma, empezó a actuar algo extraña. Pero eso no lo notaba don Eustaquio, pues estaba tan enamorado que este detalle no llegó a distinguirlo.

Hasta que un domingo, ocurrió algo que a este viejo que ya no era aburrido. La vida le daría un gran giro.

—Es domingo. Iré a la plaza del pueblo a comprar un ramo de rosas rojas, chocolates, buena comida y regresaré  para organizar una cena bajo la luz de la luna, en el patio de la casa, en medio de los olivos. Hoy será el día en que le pediré a mi amada Juliana que se case conmigo. Dijo Fermino muy contento y muy bien vestido.

—Ya regreso mi amada, iré a comprar unas cosas, y regresaré para estar contigo. Fueron las últimas palabras que a Juliana el viejo Fermino le dijo.

Fue la plaza, consiguió todo lo que necesitaba para hacer que ese momento fuera especial y que Juliana no pudiera olvidar otro bello momento que pasaría  en los olivos.

Llegó a casa. El alba ya se había ido. La noche empezaba a hacer su arribo.

Se sentía un gran silencio.

Fermino caminó hacia el patio en busca de Juliana, pero no la halló.  Lo que  encontró fue una nota bajo los olivos.

La cual contenía unas cuantas aceitunas que a su vez estaban unidas a un pequeño racimo, y decía:

“Lo que pasó en los olivos…no pensé que ese momento en el que por primera vez nos vimos, llegaría a cambiarme la vida hasta el punto de vivir contigo. Fuiste muy especial conmigo, tanto, que te amé con gran locura como a ningún otro individuo. Quiero que sepas que estaba dispuesta a casarme contigo y vivir a tu lado hasta que la muerte fuera quien nos separara, pero no puedo seguir con este dolor inmenso que por mucho tiempo, a donde quiera que voy, me ha perseguido. Por eso, con el dolor de mi alma, hoy adiós te digo…nunca olvidaré lo que pasó en los olivos”.

 

 

 

 

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