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77. El olivo y el jornalero

Diego Pérez Martínez

 

—¡Ah! —exclamó en voz alta—. ¡Aquí estás!

Aproximó su cara hasta que su larga y aguileña nariz casi rozó las pequeñas hojas. Aspiró con fuerza y le pareció sentir una ligera fragancia, aunque no podía estar seguro si lo que olía era real o el deseo de encontrar aquel aroma materializado. Fuese como fuese, le gustó sentirlo entrar y llenar sus pulmones, así que no le importó saber que tal vez fuese sólo producto de su imaginación.

Levantó una de sus grandes manos y la acercó lentamente hasta tocar las hojas. No quería dañarlas, de modo que las acarició con gran delicadeza. Trató de sentirlas deslizarse entre las yemas de sus dedos, sin embargo, la piel, áspera y callosa por los largos años de trabajo en el campo, no le permitió percibir la suavidad de su joven superficie.

Por último, sus ojos, arrugados y fatigados por las largas jornadas bajo el ardiente sol, recorrieron cada minúsculo rincón de su tallo hasta donde se hundía en la tierra. Lo hizo con minuciosidad, buscando cualquier imperfección o signo de enfermedad y, para gran satisfacción suyo, nada pudo encontrar.

—Aquí estás —volvió a repetir con voz suave, casi en un susurro, temiendo dañar con ella a tan hermosa y delicada criatura.

Suspiró con una mezcla de satisfacción y alivio y se incorporó hasta ponerse de rodillas. Tomó el cubo que descansaba a su lado y vertió un fino hilo de agua alrededor de la planta. Aspiró el aire húmedo que desprendía la tierra y, complacido, se levantó al fin.

A sus pies, un olivo diminuto comenzaba a abrir sus hojas. Había pasado las semanas anteriores luchando por abrirse paso a través de la tierra y, ahora que lo había logrado, reclamaba sol como premio al triunfo de su lucha.

Así pues, aquella era la primera vez que lo veía, y que se conocían, y Manuel se sentía tan orgulloso como un padre el día del nacimiento de su primer hijo. Aquel instante, por breve que hubiese sido, le llenaba más que cualquier otra satisfacción que hubiese tenido en su vida.

Lo observó desde su altura un instante más y no pudo impedirse sonreír de felicidad. Luego levantó la cabeza y recorrió con la mirada la corta superficie del terreno de su parcela hasta la linde con la vecina. La suya era tan pequeña que no cabía más que un solo árbol y aun así, el que había, era tan minúsculo que no ocupaba más que una pequeña fracción de la misma. Y pese a aquello, comprarla le había costado todos sus ahorros.

Más allá se extendían los interminables campos de olivar que bañaban, con el verde de sus hojas y el rojo de la tierra, las suaves colinas que se alzaban hasta donde la vista alcanzaba. Aquellos olivos, altos, orgullosos y ancianos habían enriquecido a sus dueños durante generaciones. Frente a ellos, el pequeño recién nacido de Manuel no era más que una vaga promesa de una vida mejor, un sueño que parecía casi imposible de lograr. Pero eso no le desanimó. Nada podía quitarle la felicidad que le embargaba en aquel momento. Era como los cálidos brazos de una madre rodeándolo y protegiéndolo de todo lo malo de este mundo.

Aún permaneció un rato más allí, de pie, observando el paisaje, antes de recoger el cubo y retomar el camino de vuelta al hogar. El sol comenzaba a ocultarse tras las colinas y pronto el día dejaría su lugar a la noche. Era hora de regresar. 

Recorrió el pedregoso camino levantando pequeñas nubes de polvo tras de sí y pensó en lo que cenaría aquella noche. No tenía mucho, pero lo poco que pudiese reunir lo convertiría en un festín. Había mucho que celebrar.

Tarareó una vieja canción que su madre acostumbraba a cantar cuando era un crío y aún siguió haciéndolo al detenerse frente a la edificación. Se trataba de una pequeña casa de labranza de muros blancos y agrietados y tejas ocres oscurecidas y rotas por los años. Abrió el desgastado portón de madera gris y entró en la estancia principal, oscura y lóbrega. Encendió la vela que había en la mesa y comenzó a rebuscar en la despensa. Sacó una cebolla vieja de una caja, cogió un par de ajos de la ristra que colgaba junto a la entrada a la pieza, el último huevo que le quedaba, el trozo de paleta de jamón, un poco de tocino rancio y la hogaza de pan duro que había comprado días atrás.

Troceó la cebolla, el ajo y los metió junto al huevo y la miga de pan en el agua que hervía en el fuego. Añadió un poco de tocino y jamón y se sentó en la mesa. Cortó una rebanada de pan, algo de jamón y se sirvió vino en un viejo vaso rayado. Luego observó en silencio la solitaria estancia y escuchó el fuego crepitar y el agua bullir. 

Se sentía bien. Era pobre, muy pobre, pero eso, en aquel instante, no tenía ninguna importancia. Su suerte cambiaría, lo sentía en las entrañas. Ese era el primer día de la que pronto sería su nueva vida. Había conseguido, por pura suerte, una semilla de una variedad muy especial. El pequeño olivo que de ella había crecido daría sus primeros frutos en unos tres años y si su calidad era tan excepcional como él esperaba que fuese, lograría venderlos con gran facilidad. Luego empezaría a ganar fama y los compradores se multiplicarían y con ellos el precio de su aceituna y pronto tendría dinero para comprarse una parcela un poco más grande en la que plantaría nuevos olivos, tal vez una decena. Después de eso llegarían los buenos tiempos y dejaría de vivir en aquella miserable morada. Puede que incluso lograse encontrar una esposa y aliviar aquella angustiosa soledad.

Suspiró, bebió un corto trago de vino y dejó que el líquido permaneciese un instante en su boca, saboreándolo como si fuese un gran reserva. No lo era, pero no le supo tan mal. Masticó el pan y jamón duros y le parecieron deliciosos. Se sentía realmente bien. Feliz.

Al día siguiente, antes de dirigirse al campo para su larga jornada de trabajo, pasó a ver cómo estaba el pequeño olivo. Tuvo que espantar a unos madrugadores pájaros que rebuscaban comida en las cercanías. Le dio un poco de agua, se aseguró de que estuviese aún en buena salud y se marchó tarareando la misma cantinela que el día anterior.

Por la tarde, antes de regresar al hogar, volvió a pararse en su parcela y de nuevo tuvo que espantar a otros pájaros que habían decidido detenerse en su campo. En realidad no pensaba que fuesen a hacer daño alguno a un árbol que no tenía frutos, pero no quería correr riesgos. Así que, después de aquello, decidió construir un espantapájaros con una chaqueta vieja rellena de hierbas de un cercano prado y lo colocó junto al pequeño olivo.

De esta forma hizo de las visitas al terreno un elemento más de su rutina diaria. Cada día sin hacer excepciones, al inicio y al final del mismo, se detenía para asegurarse de que su árbol seguía en buen estado.

Así, en cierta ocasión, tuvo que quitar una oruga que trataba de hacer de las jóvenes hojas su desayuno del día. En otra, tuvo que correr para impedir que el perro del pastor hiciese sus necesidades, o algo peor, sobre el olivo. Luego fue un gato al que tuvo que echar. Se paseaba por el terreno como si fuese suyo y olfateaba peligrosamente el pequeño árbol.

Pero lo peor llegó unos meses después cuando una noche, incapaz de dormir, decidió dar un paseo nocturno y acercarse a la parcela para asegurarse de que todo iba bien. Salió a la fría noche, bien abrigado, y recorrió el camino despacio, admirando la belleza del cielo estrellado. Apenas le quedaban unos pasos para llegar, cuando un sonido, como el de un ronquido, llamó su atención. Se detuvo y escudriñó la oscuridad para tratar de hallar el origen de aquello y cuando por fin lo encontró, el terror lo invadió. Un jabalí hozaba la tierra junto al pequeño olivo. Cualquiera en su lugar habría corrido en busca de un refugio seguro, pues es bien sabido que los jabalíes son muy peligrosos. Pero no Manuel. Él lo hizo en la dirección contraria, levantando los brazos con ostentación mientras gritaba un batiburrillo de improperios. El jabalí, sorprendido, alzó con brusquedad la cabeza y lo miró acercarse. Dudó por un instante pero al final, para fortuna del jornalero, se alejó al trote hasta perderse en la oscuridad.

Una vez que Manuel se hubo asegurado que el animal en verdad se había ido, regresó y se arrodilló junto al olivo. El jabalí había estado levantado la tierra por todo el terreno, pero no había tocado al pequeño árbol. Manuel suspiró aliviado, acarició las hojas con suavidad y palpó la tierra alrededor. Luego le deseó las buenas noches y regresó a casa.

Sin embargo, no estaba tranquilo, pues después de aquello ya no pudo conciliar el sueño, ni aquella noche, ni las que le siguieron. Temía que el jabalí regresase o, peor aún, que le hablase a la piara entera de las delicias que había en aquel campo y que todos bajasen del monte a hozar en su terreno. De modo que era frecuente que se levantase durante la noche y se dirigiese a su propiedad, con una linterna en una mano y un largo palo en la otra, para asegurarse que ni jabalí, ni perro, ni gato, hubiesen decidido buscar su comida en aquel lugar.

Por supuesto, en ninguna de esas ocasiones vio nada y si hubo algún animal, lo más probable es que hubiese huido, asustado por la luz de la linterna, antes de que Manuel hubiese llegado.

Pero aquello no sirvió para calmarlo. Muy al contrario la ansiedad fue aumentando con el paso del tiempo. Incapaz de dormir, su rendimiento como jornalero se degradó tanto, que su patrón de aquel momento decidió prescindir de su trabajo y terminó en casa, sin ingresos y sin nada más que hacer que darle vueltas a los terribles males que le podían estar acaeciendo a su pequeño olivo en aquel momento.

Finalmente, una tarde, rendido de cansancio, se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre la humilde mesa. Y durmió de manera tan profunda que lo hizo durante muchas horas sin que nada perturbase su sueño. No lo despertaron los ladridos del perro del pastor, que pasó junto a su casa aquella mañana, ni las voces de las lavanderas cuando regresaban de su tarea. Pero tampoco lo hizo la tormenta cuando comenzó a tronar sobre su cabeza, ni el granizo cuando retumbó sobre las viejas tejas de su tejado.

Cuando por fin despertó y salió a la luz del día, sintió un fuerte latigazo de pánico y corrió por el camino hasta perder el aliento. Al llegar a la linde del terreno, se derrumbó de rodillas ante el trágico espectáculo que contemplaban sus ojos: rodeado de pequeñas esferas blancas y brillantes, su olivo, su protegido, su hijo, sus sueños y esperanzas, habían sucumbido ante la fuerza de la naturaleza. Y mientras, él… dormía.

Permaneció allí, en la misma posición, con la cabeza baja y la mirada clavada en el moribundo árbol hasta que la luna y las estrellas le dijeron de regresar a casa. Recorrió el camino de vuelta arrastrando los pies y cubriéndolos de polvo rojizo. Abrió la destartalada puerta y se sentó a la mesa sin fuerzas para volver a levantarse. Luego tomó la botella de vino y vertió lo que quedaba en el vaso rayado. Observó el vino, sombrío en la oscuridad y luego lo dejó caer al suelo sin probarlo. Se sentía como si hubiese perdido a un hijo. Como si le hubiesen arrancado una parte de su ser. 

Hundió la cabeza entre los brazos y trató de llorar, pero las lágrimas se negaron a salir. Ni tan siquiera a aquello tenía derecho. Ni a llorar, ni a tener sueños.

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