MásQueCuentos

75. Las zapatillas rosas

Dantiti

 

1.

Clara, desde el banco verde musgo, observa que su hija trepa hasta la copa del olivo más alto, el de doce metros, el preferido de su abuelo, dueño del olivar. Hace millones de años ella también trepaba, en Francia, en otro olivar.

–Tenía las raíces podridas, no pudieron hacer nada más –le había contado su madre al pasar.

Tiempo después supo que la bacteria xylella fastidiosa había afectado la finca, pero recordar aquello la apenaba.

–Los años oscuros –le decía su madre.

Piensa en qué insípida hubiera sido la infancia de sus hijas, sin un árbol de ramas kilométricas donde trepar. Varios años después de la crisis, su padre, que jamás se daba por vencido, decidió mudarse a España y empezar de nuevo. ¿De dónde sacarían las cicatrices sino? Como la suya, cuando su flequillo lacio, que le tapaba los ojos, le impidió evitar que se le enganchara el pie en la rama con forma de serpiente y aterrizó de rodillas. La herida de la pierna izquierda tardó tantos meses en sanar, que aún hoy puede sentir un pequeño pliegue y ver la cicatriz rosada en su piel.

Se reconoce a sí misma poco amante de la naturaleza, los gatos le dan asco, los perros, miedo, las palomas la paralizan, pero ese olivo, con sus mariposas amarillas y verdes que lo recorrían, forman parte de lo mejor de su infancia.

A Mora, su hija no le alcanza con trepar el olivo, sino que está colgada con las piernas flexionadas, enganchada en la rama más alta, mientras que la cabeza, los brazos y el pelo como una cortina oscura, que usa siempre suelto porque odia las gomitas, le cuelgan para abajo. Cada tanto se balancea y llama a Clara, pero ella prefiere ni mirarla. Se excusa en llamadas laborales.

–¡Bajá, Mora! El abuelo se va a enojar –le grita Clara y pone sus manos formando una letra H con la boca para que el viento no le robe la voz.

–¿Qué?

–Bajá. ¡Ya! –dice mientras que con el índice le señala el suelo de tierra, aunque debe interrumpir su grito por un mosquito sobre su piel y lo aplaude sobre el mismo brazo, que le queda ensangrentado. Salió a caminar, así nomás y lo lamenta, no tiene ni un pañuelo ni para los mosquitos. Levanta la vista de la sangre y se siente algo mareada; intenta escuchar bien y entiende: el sístole no estaría correspondiéndole al diástole. Respira. Ve pájaros, ve formas en los árboles. No parpadea.

Mora baja del árbol con una idea nueva.

–Mamá, para mi cumple de ocho quiero unas zapatillas rosas para escalar árboles –le dice y sus ojos negros, almendrados, le brillan de felicidad.

–¿Unas qué? –le pregunta y se seca el sudor de la nuca con la manga.

–Zapatillas para escalar árboles, te dije –repite la nena y sacude su mano con la palma hacia arriba.

–¿Acaso eso existe? –consulta Clara.

–Obvio, ma, sino, ¿cómo hace la gente para subirse a los árboles? –le pregunta Mora. –¿Vos…?

–Vamos, vamos… caminá, los abuelos nos esperan –le pide y con una mano a la altura de los omóplatos de su hija hace fuerza constante para que agilice el paso.

 

Mora, en Copenhague, cuando mira para arriba y observa aquellas formas geométricas irregulares, con esquinas sobresalientes, se le corta la respiración. Son ochenta y cinco metros lo que mide la palestra más alta del mundo. Intenta serenarse y coloca su mano arriba del pecho e inhala y exhala con lentitud.

Pese a que lo tenían charlado, por las dudas, mientras se acerca a su padre, Martín, le dedica una sonrisa de dientes perfectos en la cual intervienen todos los músculos de su cara. Martín, apoyado contra la pared, de brazos cruzados, enumera todos los años que le pagó la ortodoncia para que ella pueda sonreír así. Como los menores de edad necesitan estar acompañados por un adulto para trepar, él escalará, aunque sea un metro. Su vértigo no le permitirá más.

Mora saca sus zapatillas de escalar de la mochila que tiene preparadas desde su casa –estas son amarillas, las rosas ya no le entran– y su padre alquila un par.

Clara parece estaqueada a su asiento. Gira su anillo de casada dentro de su anular para ambos lados y los espera en el lugar acordado, lejos de la palestra. Cada tanto chequea la hora; su hija mayor, Jeny, debería estar volviendo deal shopping.

“¿Por qué nunca me acompañás?”, preguntó Jeny.

Clara sacudió la mano por sobre su hombro.

“No puede ser que no salgas nunca”, dijo, por fin, y Clara se sentó como si su hija ya no estuviera ahí.

Jeny se parece más a Clara: nunca subiría a nada que pudiera representar un riesgo. Y, como madre, ella sabía que tanto resguardarla de los peligros algún efecto tendría en su hija mayor. Con Mora, todo era distinto.

–Café, ¡gracias! –dice Clara cuando ve venir a Jeny y mira de reojo el chaleco fucsia de Mora que cuelga altísimo en la palestra, allá en Dinamarca.

 

3.

Desde hace un mes que Clara observa cada mañana sus ojeras en el espejo. Palpa con los dedos esos dos agujeros casi negros. Los estira para abajo, para el costado y no se van. Nunca le gustó usar maquillaje, excepto para las ocasiones especiales, como fiestas, o cuando debe acompañar Martín a esos cocteles laborales, pero ahora siente como si su reflejo se lo pidiera a gritos. Mientras se pone el corrector, piensa en Mora.

Por el itinerario que su hija menor le preparó antes de viajar, ya debería haber llegado a los cincuenta y dos mil metros, al campamento previo al ascenso del monte Everest. Según lo que le explicó, y aunque Clara no quiso escuchar demasiado, deberían haber cumplido ya las dos semanas de acostumbramiento a la altitud. En estos momentos, su nena, si acaso estaba viva, estaría casi por la cima.

“No te preocupes, ma, voy a tener un guía Sherpa para mí sola”, le dijo Mora una vez.

“¿Y?”, le respondió Clara.

“Ma, hace años que me entreno para esto. El olivo favorito del abuelo. ¿Te acordás? Nací para hacer esto. Ahorré toda mi vida para poder hacer esto…”, le recordó Mora y Clara no pudo evitar pensar en todas aquellas situaciones en que pensó que la perdía.

“Sos mayor de edad, no puedo atarte”, le dijo y le besó la frente y dejó la habitación de su hija arrastrando los pies con un inevitable sabor amargo en la boca.

Pese a que el psiquiatra le aumentó la dosis de las pastillas para dormir, Martín le suplica que no tironee más de la frazada y le sugiere que vaya, aunque sea un rato, al living a leer.

–Andá, mi amor, por favor, y servite un copita de algo –le propone Martín.

–Ni un barril me va a hacer dormir… Ni una bodega entera –dice Clara sin poder dejar de girar su anillo.

–Mi amor… mi amor… la nena va a estar bien, quedate tranquila –le pide él.

–Hace meses que no puedo leer ni una sola frase seguida; la tele ni me interesa. Todos los imponderables que pueden matarla… –confiesa Clara y como es la primera vez que lo verbaliza, se tapa la boca con ambas manos y ahoga su grito.

Recuerda las zapatillas rosas que le compró ese día, para su cumple de ocho.

 

Tres meses más tarde, con Mora en la casa, recuperada de una leve lesión en el tobillo, se sientan madre e hija en las banquetas de madera de la cocina. La tradición es preparar las bruschettas como le gustan al abuelo. En una enorme baguette tostada: tomate en cubos, albahaca en tiras, aceite de oliva en abundancia, sal y pimienta. Y devorarlas juntas, mientras el resto de la familia duerme.

Clara después de sacar el pan del horno, acaricia el pelo de Mora y observa esos ojos almendrados que siempre hablan solos. Mora posa sus manos en las de Clara, tan ásperas las de ella y tan suaves las de su madre. Sonríe.

–Ma, tengo algo que contarte –dice Mora.

–Pará, pará… Cosa más alta que el Everest no existe, ¡por favor! –pide Clara con la voz quedada –¡Por favor! –repite y lleva ambas manos al pecho.

–No es eso.

–¿Entonces?

–Estoy embarazada.

–¿Qué estás qué? ¿Cómo?

–Embarazada.

Clara se levanta de un salto. Tose. Un pedazo de brushetta se le atasca en la garganta. Mora corre al dispenser y le sirve agua.

Con los brazos aún para arriba y con Mora que golpea su espalda, Clara intenta hablar, pero el pan vuelve a atascarse. Toma otro sorbo; cada vez que lo intenta, más se atora.

Pasado el shock, brindan por que la fecha de parto coincidirá con el lanzamiento de las nuevas variedades de la empresa familiar.

 

Esa tarde, y de la mano de Martín, Clara observa desde el sillón de la habitación de Mora cómo el sol se cuela por la ventana del sanatorio. Una nurse le entrega a Lucía, de cinco días; tiene un gorro y está envuelta en una manta blanca.

Clara, con su nieta en brazos, mientras espera el resultado de la segunda operación de Mora, jura no comprarle zapatillas para trepar árboles nunca más a nadie.

Scroll Up