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74. Lecciones de rutina

Ramiro Guerra

 

Mi madre vio por primera vez el mar con 65 años. Dos de sus hijos asistimos a aquel acontecimiento como dos satélites que orbitan alrededor de un planeta. Desde que enfilamos el paseo marítimo cargados con las sillas, la nevera, las toallas al hombro y la sombrilla, mamá ya se mostraba asombrada por la plenitud del horizonte.
—¿Y vosotros queréis que yo me meta ahí? Si no se le ve el final al agua y yo no sé nadar —sus nervios eran proporcionales a la ilusión que mostraba su cara.
Escogimos un día en el que la brisa era benévola con los que invadíamos la arena, el sol calentaba en lugar de quemar y la marea, aunque pareciera revuelta, rezumaba calma. Los pequeños barcos pesqueros que se divisaban a menos de 200 metros de la orilla y que a simple vista se mecían sobre el agua ayudaban a dar esa imagen de paz. Pese a ello las olas tocando tierra resonaban en el silencio de una pequeña cala a la que apenas habíamos llegado quince personas.
Escogimos aquel refugio que el mar había creado adentrándose en la tierra por una cuestión de cercanía al apartamento de los tíos pero también porque sabíamos que era el lugar perfecto para disfrutar sin distracciones de aquel espectáculo en que se había convertido el primer encuentro entre la playa y mamá.
Ya entonces estaba operada de la rodilla y tenía una prótesis que le hacía caminar con cierta dificultad. Por eso, cuando dejamos atrás la pasarela de madera que conectaba el paseo marítimo con la playa, nos pidió ayuda para no trastabillarse. Mi madre no conocía la sensación de andar descalza sobre la arena y mientras lo experimentaba por primera vez nos relataba entre suspiros cuando de niña, sus hermanas y ella corrían casi desnudas y sin zapatos sobre los terrones de los campos recién arados, en la llanura seca donde se criaron y donde nosotros, mucho tiempo después, volvimos para esparcir las cenizas de mi padre.
―Claro, no es igual. Aquí se te mete la arena entre los dedos y te hace cosquillas; allí los trozos de tierra te raspaban las plantas de los pies y los caíllos te terminaban haciendo durezas —contaba entre risas y sin perder de vista las escasas embestidas del agua sobre la orilla, de la que ya estábamos cerca.
Pobreza. Ella narraba lo que era ser pobre en la España de la posguerra y en provincias con una sonrisa iluminando su cara, porque para mamá aquello no era nada extraordinario. Mi madre nació en un pueblo del interior, interior; de Jaén, Jaén, como a ella le gusta decir delante de quien quiera escucharla. También le encanta explicar que en su pueblo, dedicado, sobre todo, a la agricultura, había tres cosechas a lo largo del año: la del agua, la de la huerta y la de la aceituna. La del agua, en los meses de abril a octubre, por el movimiento de turistas y visitantes que generaba la temporada de apertura del balneario de aguas mineromedicinales. La de la huerta, por el periodo estival, en el que la tierra ofrecía su género con productos hortofrutícolas de gran reconocimiento, pero escaso rendimiento económico para quien los cultivaba. Y la de la aceituna, en los meses más duros de invierno, por la generación de empleo en el campo, en las almazaras y en el cuidado de niños y personas mayores.
Y ella era de las que en verano apenas se quitaba el sombrero de paja para envasar tomates, pimientos, pepinos y berenjenas a pleno sol y que luego se subastaban en el suelo de la cooperativa. En invierno se calzaba las rodilleras y los guantes para recoger la aceituna que los hombres tiraban al suelo con la vara o tiraban de las fardetas para colocarlas alrededor de los olivos.
―Aquello era muy duro, pero éramos muy felices. A mí me gustaba que llegara el invierno para pasar el día entero con mi hermana en el tajo. Íbamos andando hasta la finca del señorito y en el camino nos contábamos todo lo que no podíamos el resto del año. Luego, durante la jornada nos las aviábamos para quedarnos las últimas y poder charlar sin los oídos finos del resto. Tu padre y tu tío nos regañaban a veces, pero en realidad disfrutaban como nosotras.
Nunca he presenciado una escena igual. La visión de aquella inmensidad azul que dibujaba el mar en un día despejado mientras hacíamos hueco cerca de la orilla del Mediterráneo, la sorprendió tanto que tardó bastante en poder formar una frase con sentido. No quería perderse ni un detalle del espectáculo ni tampoco que nosotros nos alejásemos demasiado. Mientras yo extendía las toallas y mi hermano clavaba la sombrilla, mi madre desplegó una de las sillas para sentarse a disfrutar del momento. Nos desvestimos con normalidad mientras ella, pudorosa, nos preguntaba si se tenía que quitar el pantalón ya y nos pedía ayuda para que “no se le viese nada”. Mamá no había usado jamás un bañador ni se había desvestido en público.
―Qué vergüenza, quitarse la ropa aquí delante de esta gente. Seguro que nunca han visto un cuerpo tan arrugado como el mío. Anda, que si me vieran las de mi calle, se hacían la cruz tres veces.
Criada en un pueblo del interior, acostumbrada a medir el agua que usaba para cualquier tarea y con la moral católica imperante, mi madre jamás se había puesto un bañador. No demasiado baja y entrada en carnes, con la piel ya oscura por el paso del tiempo, ella nunca usó protección solar en el campo ni le preocupó no hacerlo. Tampoco se protegió con cremas hidratantes en invierno para evitar los sabañones verdes, que era como llamaban a las llagas que se les abrían del frío de diciembre en las manos y las orejas. Con el sombrero de paja que mi abuelo le había regalado cuando apenas tenía 17 años como único escudo mientras doblaba el lomo en verano, y con un pañuelo de lana en la cabeza en los duros meses de invierno, sus brazos, sus piernas y su cuello reflejaban el paso de un tiempo injusto y empeñado en hacerle más que marcas, surcos en su piel, como si el arado le hubiese hecho las mismas hendiduras que grababa sobre la tierra.
―Bueno, ¿y aquí qué hacemos?
Para no agobiarla demasiado con la idea de meterse en el agua, mi hermano le propuso acercarle la silla a la orilla para que el mar le acariciara los pies poco a poco mientras las olas le embadurnaban las piernas de sal. Entre protestas y dudas por si la marea se la llevaba en una de sus idas y venidas, accedió a sentarse en la orilla. Mi hermano a un lado y yo al otro custodiábamos aquel momento único que jamás podremos olvidar.
Mamá dejó que el mar le acariciara sus ajados pies mientras se reía protestando por lo fría que estaba el agua. Como una niña divertida también comprobó que la arena mojada se hundía levemente debajo de sus plantas y confesó entre risas que la visión del agua salada retirándose después de mojarle los pies la estaba mareando un poco. Por suerte pudo cerrar a tiempo los ojos para alejar aquella molesta sensación.
Disfrutó tanto de aquel momento que todo a su alrededor se quedó en silencio. Todo. La calma del mar y el rumor de las olas parecían coparlo todo para ella, aunque a cuatro metros dos niños de no más de nueve años jugaban a las palas y un poco más allá, un abuelo escuchaba el boletín informativo en su pequeño transistor.
―Parece que estoy sentada en una piedra calentándome las manos en la candela mientras los hombres cargan el carro de aceitunas para volver al pueblo. Claro, ni punto de comparación con la brisa que corre ahora y el frío que pasábamos a la vuelta, que nos daban las seis de la tarde en el camino.
Y de repente la vimos llorar. Ni mi hermano ni yo fuimos capaces de preguntar qué le pasaba y tampoco hizo falta. Mi madre comenzó entonces a relatarnos aquella historia.
―Aquel año no llovió apenas. Si en septiembre y octubre llueve poco, la muestra no engorda apenas y eso significa que hay más trabajo para las mujeres, que éramos las que recogíamos la aceituna del suelo, porque solo nosotras nos agachábamos. Mi hermana había dado a luz a vuestra prima María en el mes de abril y yo te había tenido a ti ―explicó señalando a mi hermano― en el mes de agosto. Los dos os quedasteis con la abuela, porque ella no consentía que sus nietos fueran a la guardería.
―Mama, yo sí fui a las monjas, que me acuerdo aún del yogur de fresa que nos daban para merendar ―protesté yo extrañada por la revelación.
―Sí, Clara, porque tú tuviste la suerte de llegar después de que ocurriera todo. Bueno, no me cortes, que me pierdo ―soltó a bocajarro mi madre esbozando una sonrisa para zanjar el asunto―. ¿Por dónde iba? Ah, sí, iba a explicaros que en lugar de apañar dos talegas para el día, mi hermana y yo comprábamos a medias el pan, el bacalao o las sardinas, el queso, solo si Germán lo tenía en oferta, el tomate y la fruta. Luego el aceite se compartía con la cuadrilla y se iba pasando de unos a otros. Como ya sabíamos lo que le gustaba a cada uno, no hacía falta decirnos nada el día de antes, nosotras preparábamos lo mismo todos los días para hacernos un canto con aceite y tomate y sus avíos. En casa, por la noche, era cuando comíamos caliente: un cocido, unas lentejas, una sopa de ajo cuando no teníamos nada de carne de la matanza, un guiso de habas o de coles si la cosa estaba regular aquel año o una sopa de pan si alguien se había puesto malo de la barriga. Aquella tarde, al llegar a casa, mientras tu tío y tu padre pesaban la aceituna en la cooperativa, nosotras fuimos a La Plaza a comprar. Sin cambiarnos de ropa ni quitarnos los pañuelos que nos protegían las orejas del frío, nos fuimos juntas al centro con los carritos y vosotros dentro. Tú tenías cinco meses ―dijo señalando a mi hermano― y tu prima nueve o así, porque aún no podía andar.
Al llegar al puesto de María Expósito pedimos la vez y tu tía te tomó en brazos porque no parabas de llorar. La vecina decía que tenías gases y la abuela se negaba a reconocer que llorabas mientras estabas con ella, pero yo sabía perfectamente que le dabas poca tregua. Y tu tía era la única que conseguía que dejaras de berrear, porque aquello no eran unas simples lágrimas. Era tan desesperante que hasta tu padre me preguntó si quería dejar de trabajar en la aceituna para estar contigo. Y, claro, yo lo que no quería era quedarme en el pueblo escuchando cómo llorabas también de día, porque de noche ya cantabas sonatas. Tu tía te mecía y tú te reías con ella con la boca abierta. Yo te hubiera regalado si no te hubiese querido como te quiero, de verdad.
Solo quedaba para nuestro turno una señora que nadie había visto antes en el pueblo. No estaba mal vestida pero tampoco era muy distinta de lo que nosotros podíamos llevar en un día normal, en un día que no hubiésemos trabajado en la aceituna. Y tu tía, que no se callaba nunca le preguntó de dónde era y de quién era familia. Al pueblo en invierno no venía nadie que no tuviera parientes, porque los hoteles y casas de huéspedes estaban cerrados fuera de la temporada del Balneario. Y, total, si no venía a la aceituna, poco podía hacer allí con aquel frío que se te metía en las entrañas.
―Soy de Murcia, de aquí cerca. He venido porque mi padre murió hace un par de semanas y su última voluntad era que visitáramos al menos una vez la que fue su casa.
Tu tía continuó sonsacando, porque su único fin era averiguar qué tenía que ver con el pueblo aquella mujer que no tuvo la decencia de respetar el luto por la muerte de su padre los seis meses corrientes. Total, que al final averiguamos que era la hija del capataz anterior que tuvo el señorito. Y tú, que estabas en los brazos de tu tía, empezaste otra vez a llorar como de costumbre.
Al escucharte, la mujer se giró antes de pagar a María y me dijo mirándome fijamente:
―Su hijo no va a dejar de llorar mientras usted no pague la promesa que le hizo a la virgen antes de casarse.
Las cuatro o cinco mujeres que esperaban también su turno me miraron sorprendidas y con curiosidad. Incluso una de ellas se atrevió a preguntarme cuál era aquella promesa. Por suerte, la mujer pagó su cuenta, se despidió de todas cogiendo su cesto cargado del suelo y me lanzó una última mirada antes de irse. Tu tía comenzó entonces a pedir nuestra lista sin dar mayor importancia a lo que acababa de ocurrir y mientras tú seguías llorando, claro. Entonces te cogí, te monté en el carrito y me volví a casa sin apenas mediar palabra con mi hermana, que si hubiera podido, en aquel momento, me hubiese clavado al suelo. Pero yo aquella tarde decidí cumplir la promesa que con el curso de la propia vida se me había olvidado.
―Joder, mama, ¿qué promesa hiciste para que se te pasara cumplirla? ¿Hacer el camino de Santiago desde tu pueblo?
―Clara, no te rías de estas cosas, por favor, que por culpa de esto tu hermano estuvo llorando día y noche muchos meses ―zanjó mi madre cáustica, como de costumbre.
Para ese instante tanto mi hermano como yo estábamos ya a kilómetros de distancia de aquella playa y lo único que queríamos era saber cómo continuaba la historia. Por curiosidad, sí, pero también porque mi madre narraba su vida como si vendiera un guion a Netflix y todo aquel que la escuchaba terminaba rendido a sus pies. Ni construcción del relato ni storytelling, lo de mi madre era innato y ninguno de los dos hermanos lo habíamos heredado.
―Nena, déjala que termine ―espetó mi hermano con seriedad.
―Bueno, aunque esta incrédula me tome a chiste yo sigo, que quiero contaros esto.
Vuestro padre y yo llevábamos ya dos años casados. Nos conocimos cuando yo tenía 16 años y él 24 y nos casamos con 20 y 28. Y tú llegaste muy rápido ―afirmó mirando a mi hermano―. Total, que la verdad fue que cuando nos pusimos novios yo esperaba casarme pronto, porque a vuestro padre se le pasaba el arroz, pero él parecía no tener prisa. Y una, aunque no quiera reconocerlo, se desespera. Imaginaos, nos vimos a diario durante cuatro años, pero no podíamos más que besarnos un poco, cogernos la mano en la oscuridad del cine y bailar pasodobles horteras que a ninguno nos gustaban.
―Ay, mama, ¡qué bonito! Pero a ver si se te va a olvidar que somos tus hijos y hay ciertos detalles que no queremos saber ―lancé un poco entre risas, pero con la esperanza de que ella no siguiera ahondando en aquello―.
―Calla, mujer, si no te voy a contar nada que no os hayáis imaginado. ¿O es que te crees que los niños vienen de París? A ver si con los años que tienes te voy a tener que dar una clase de biología básica.
Mi madre, rural y bastante anticuada en general, era capaz de dar un barniz de normalidad a cualquier tema que tuviera que ver con asuntos banales, “de la vida”, decía ella con mucha razón.
―Bueno, pues lo que iba diciendo. Que vuestro padre no se atrevía, no se lanzaba y no tomaba la iniciativa y a mí se me pasaba el día con el ajuar ya completo suspirando por el momento en que fuera a hablar con mi padre para pedirme en matrimonio. Y un día, después de volver de la aceituna habíamos quedado para ir al cine, pero no se presentó en toda la tarde.
Yo, muy digna, me fui a la iglesia a llorar, para evitar que me miraran. Allí a aquellas horas ya no quedaba nadie, claro, y el único que me vio fue don Rosendo, que se me acercó para preguntarme por el motivo de mi ponzoña. Después de contárselo, lo único que me dijo fue: “Hija mía, si de verdad lo deseas tanto, pídele a Nuestro Señor que interceda por vosotros y os dé su aprobación. Si después de eso, tu novio te pide, sabrás que ha sido gracias a su mano y tendrás que pagar la promesa que le hagas”. Y yo, que por aquel entonces me tragaba cualquier cuento del de la sotana, lo hice. Le prometí al Cristo crucificado que había allí delante que por favor hiciera a vuestro padre tomar la iniciativa para casarnos y a cambio yo le diría diez misas seguidas a la virgen.
Y se me olvidó cumplirlo. Y por eso este ―dijo señalando a mi hermano pero mirándome a mí― lloraba como un poseso día y noche.
―Joder, mama, pensaba que la historia iba a ser más épica o más sorprendente. ¿Diez misas? Vaya porquería de promesa hiciste.
―¿Y qué te pensabas que era, hija? La vida de una mujer normal, de pueblo, que trabaja y cría, no tiene ni épica ni gancho para convertirse en novela. Pero lo que sí tiene es verdad. La misma con la que os aseguro que después de que yo ofreciera aquellas misas por la virgen mi hijo dejó de llorar y se convirtió en un adorable niño gordito al que daba gusto pellizcar.

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