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73. Dios me perdone

Araceli Fernández León

 

Después del funeral de su padre, David regresó a la casa grande del olivar. Habían pasado cincuenta años, pero no podía evitar pensar en su madre. Se sentó en la butaca del salón y clavó los ojos en la ventana. Justo desde ese punto podía ver una mínima parte de los olivos de la finca, dividida a partes iguales por un arroyo, y una alfombra de margaritas que engullía las orillas del camino, dando la bienvenida desde la entrada principal hasta la casa. Estaba solo y a solas esperaba a la noche.

—¿Por qué, madre? —preguntó con rabia, como si tuviera la certeza de que su madre le escuchaba.

Justo en ese momento alguien tocó en la puerta.

—Pase quien sea, la puerta está abierta —dijo David con indiferencia.

—Con el permiso de usted.

David volvió la cabeza con desgana y observó al hombre que acaba de entrar.

—¿Quién es usted y qué quiere?

—Me llamo Pedro Cabero, escuché en el pueblo que se le murió su padre, y que usted se había regresado para la casa grande. Fue entonces tanta la necesidad que tuve de hablar con usted que los pies me trajeron hasta aquí. Usted no se acordará de mí porque estaba muy chiquito cuando yo trabajaba en las tierras de esta casa, pero yo lo recuerdo a usted muy bien. Yo sé dónde está su madre y qué le pasó, porque yo vi cosas que más nadie las vio. Su madre no lo abandonó como usted pueda pensar, créame.

—Siéntese, siéntese —le indicó David con cierta desconfianza—. ¿Qué sabe usted de la desaparición de mi madre?

—Gracias. Bueno… —comenzó a decir el hombre, indeciso todavía—, empezaré aclarando que, desde la primera vez que vi a su señora madre, quedé enamorado de ella hasta el pellejo. Era yo un muchacho, en aquel entonces, poco digno de su clase, belleza y hermosura. Fue por eso que me tragué aquel remolino que me bullía en la barriga y me resigné a aceptar mi destino como persona humilde que es uno. Después, cuando su madre se casó con su difunto padre, se me terminó la esperanza, si es que alguna vez la hubo. Eso sí, siempre fui una sombra que la observaba, una sombra llena de remordimiento, Dios me perdone.

»En aquella mañana el sol venía solo, y su padre, el señor Esteban, que en gloria esté, se marchó bien temprano a la capital a negociar en su persona la venta del aceite. Como usted bien sabe, este olivar es de buena casta, produce la mejor cosecha de todos los alrededores y tiene algo que no tienen los otros. Pues bien, aquel día su madre despertó a eso de las ocho. Yo estaba pegado a la ventana que da al tocador de su habitación, cogiendo los bártulos del trabajo puestos allí a conciencia, para qué negarlo, por los motivos que ahora me avergüenzan y que ya he nombrado antes. Yo la vi muy de cerca cómo se sentaba frente al espejo para cepillarse las puntas del cabello. Lo hizo suavemente y con parsimonia, con los ojos como en otro sitio. Se extraviaba mirando el pañuelo de seda que usaba su abuela materna, me refiero a la señora Marina, que usted no conoció. Su madre guardaba algo dentro de sí misma que la ponía muy triste. Yo se lo notaba en los ojos. Sabrá usted que la señora Marina desapareció cuando su señora madre tenía un año y tampoco tuvo un padre a su lado, porque al desaparecer su abuela, su abuelo se arrancó la vida y la dejó a su madre completamente sola en este mundo. Solo le quedó la herencia de la soledad y estas tierras, por eso, el día que su señor padre anunció que su madre estaba preñada, yo me alegré mucho. Su madre acostumbraba a salir a caminar por entre los olivos todos los días cuando el sol estaba en lo más alto, y yo notaba que eso le daba mucho alivio entre tanto sufrimiento. Muchas veces la vi sentada al pie de los troncos hablando sola y sonriendo, solo que entonces no comprendía por qué.

»Como le iba diciendo, su señora madre estuvo unos minutos distraída en su tristeza, hasta que pudo ver en el espejo un rostro que ya reconoció como el suyo, y entonces, aligerando el ritmo del cepillado, notó algo extraño en su cuero cabelludo. Paró un instante para palparse con la yema de los dedos. Era algo así como los brotes que nacen de la tierra. Yo me di cuenta que no sintió ninguna extrañeza, porque siguió palpando hasta comprobar que se le había caído mucho el cabello y que aquellos brotes le nacían por otras partes de la cabeza. No dijo nada. Se levantó de la silla donde estuvo sentada, se dirigió a la cuna donde dormía usted y lo arropó con mucha ternura. Pasé todo el día muy preocupado, sin poder apartar de la mente lo que había visto.

»A la mañana siguiente fue peor, cuando se miró al espejo pudo ver que aquellos brotes habían crecido bastante. ¡Hubiese visto usted!, sus ojos que antes eran marrones se le habían vuelto negros como las aceitunas de diciembre; su piel, que antes era muy fina, se había vuelto más áspera y de un tono verde plateado; y el cuerpo lo tenía más recio, o al menos eso me pareció a mí entonces. Inmediatamente, cogió el pañuelo de seda que siempre estaba encima del tocador y que un día fue de su abuela, para cubrirse la cabeza con él. Tampoco dijo nada esta vez, ni una sola palabra a nadie. Nunca supe qué le rondaba a la señora en el pensamiento hasta el día que se la quedó el olivar.

»Al tercer día su madre despertó aún más cambiada y, al verse así, llamó a mi hermana Teresa para que se hiciera cargo de usted. Le dijo que tenía que salir, que cuidara de usted como si fuera su propio hijo hasta que volviera el señor Esteban. Y mi hermana así lo hizo, hasta le dio a usted de mamar a la vez que a mi sobrina María. Después de eso le dio a usted un beso en la frente y se fue.

»Y eso fue lo último que pronunció dentro de su todavía condición humana. Minutos más tarde salió de la casa grande y se adentró en el olivar. Yo la seguí hasta que vi que se detuvo, allá, donde los olivos que apegan a la loma están más espesos. Me detuve yo también lo más cerca que pude, y con mucha precaución de que no me viera, y entonces, la escuché como si hablara con alguien; bueno, si es que a eso se le puede llamar hablar, porque el sonido que salía de su boca era como el ruido que hacen las copas de los árboles cuando sopla el viento. Pero yo entendí muy bien todo lo que decía. Allí no había nadie más que ella y yo, que andaba escondido, se lo aseguro. Después se quedó muy quieta y se le fueron arraigando los pies a la tierra, y su cuerpo se volvió un tronco como el de los demás olivos. Todos aquellos brotes que tenía en la cabeza crecieron en tallos, y después en ramas; le crecieron tan rápido que apenas pude darme cuenta. Mi corazón sonaba como un tambor y la sangre se me bajó de pronto a los tobillos. Hasta quise taparme la boca para no gritar, pero el miedo me agarró el cuerpo y no me dejó moverme. Todo se quedó tan en silencio que hasta a los pájaros se les cerró el pico, y hubieron de pasar muchos días en venirme la voz a la garganta. Y allí se quedó su madre, convertida en un olivo, lo mismito había ocurrido con la madre de su madre y todas las hembras que su familia ha engendrado.

»Después de algunos días, cuando el señor volvió por la casa grande y no encontró a su madre, pensó que los había abandonado, y yo no tuve el valor de contarle lo que había pasado de pura vergüenza, porque de haberlo hecho no solo me hubiera matado por andar metiendo las narices en la intimidad de la señora, sino que no me hubiera creído. Por eso no dije ni una palabra. Al día siguiente, su padre empacó todas sus cosas y se fue con usted de este lugar para siempre, como con la rabia y el dolor metidos adentro. Mandó para la casa grande a un capataz para que administrara la finca y supe que se fue con usted a vivir a Madrid.

»¿Quién iba a creer a este pobre ignorante? Seguro que me hubieran tomado por un demente. Por eso no dije nunca nada a nadie y callé. Era yo muy joven, usted me entiende, ¿verdad? Pero ahora es distinto, ya estoy viejo y arrugado, míreme usted, el tiempo no se anda con tonterías y no quiero morirme con esta carga.

»Durante muchos años la gente se preguntó que pasó con las mujeres de la familia de la casa grande del olivar, pero solo escucharon el murmullo del campo, y el porqué de que sucediera aquello nadie lo sabe, ni siquiera yo, señor.

»Le juro que todo lo que digo es verdad, que no puse ni quité nada. Así pasó, tal y como lo cuento, Dios y usted me perdonen —concluyó Pedro Cabero, haciendo la señal de la cruz desde su frente hasta el pecho.

 

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