
72. El día que vestiste mi nombre
La oscuridad reinaba, era como una noche perpetua sobre mí. Era constante y, a veces, palpitante. En ocasiones escuchaba voces a mi rededor. Voces lejanas que parecían proceder del más allá y jamás atinaba a distinguir su mensaje.
Un día, todo a mi alrededor comenzó a agitarse. Eran vibraciones fuertes que me hicieron temblar estrepitosamente. Sentí preocupación pero, de repente, fui bendecida con la luz. Un destello de oro y añil me dio la bienvenida y, ahí encontré sus ojos: eran verdes y brillaban como una aurora. Me rescataron de mi abismo y unas suaves manos me limpiaron.
–¡Qué bien abuelo! –exclamó una joven–. ¡Salió sin rasguños!
–¡Muy bien, Lía! Esto ya no se hace así. Normalmente solemos esquejar, como ves allí –señaló hacia un lugar que mi vista no pudo alcanzar–, todos esos provienen de resistentes a la verticilosis.
Yo no sabía qué podía significar aquello, mas igualmente me sentía agradecida. Con increíble delicadeza me dejó sobre un lecho esponjoso de nubes de terciopelo. Mi nueva cama estaba acolchada y húmeda. Sin duda era más cómoda que en la cárcel en la que estaba.
–¡Hola! –saludó una voz a mis espaldas. Me giré– ¡Bienvenida, hermanita pequeña!
–¿Hermanita pequeña? –me extrañé.
–¡Claro! –contestó feliz– ¡Soy dos minutos mayor que tú! –y se rio.
Cuando mi visión se ajustó a la reciente claridad, observé todo mi entorno. «¡No lo podía creer! ¡Éramos cientos!». Me pregunté si aquellas eran las voces que escuchaba desde mi cáscara. Distinguí mejor el cielo y era translúcido.
A medida que pasaba el tiempo me sentía más fuerte; tanto era así, que la joven me cambió de lecho. Esta vez me incorporé sobre una tierra parda y clara. Todas cantábamos al unísono pues en nuestro hogar habíamos sobrevivido juntas. No obstante, aquello no fue igual para las que vivían en el bloque de enfrente. Allí perdieron varias de sus hermanas, al parecer, jamás se alzaron sobre la tierra.
Pasó bastante más tiempo, no sé muy bien cuánto, pero me parecieron años, y me llevaron a otro lugar. Al principio nos sacaron de aquel recinto y nos introdujeron en lo que ellos llamaban vehículo. Me sentía segura pues Lía nos iba a acompañar; ella nos vio crecer.
Cuando aquel vehículo se puso en movimiento pude discernir con sorpresa la belleza que guarecía el firmamento. No tenía parangón con el de mi primer hogar. Ese día aprendí lo que eran las nubes y, me sentí afortunada porque eran del mismo material que me abrigó cuando no era más que una semilla. Lía abrió las puertas traseras de donde nos trasladaban y descubrí la profundidad de sus ojos verdes. Nunca los había visto tan relucientes, eran del mismo color de mis hojas. Aquello no me extrañó, después de todo ella era nuestra madre, así que teníamos que tener algo en común.
Al bajarnos del coche, pude ver cómo se extendía ante mí una vasta tierra como el pelaje de una leona. Debía ser porque era un territorio salvaje. Mis ojos no daban crédito para abarcar la inmensidad del paisaje. Comencé a escuchar vítores de voces más graves que aplaudían nuestra llegada. Había quienes se hacían llamar «abuelos», pero yo el único parentesco que conocía era el de mis hermanas y el de Lía.
Me tomaron en brazos con suma ternura y me introdujeron en la profundidad del terreno.
–¡Espero que te guste tu nuevo hogar! –dijo una azada de cabeza negra y tronco vainilla –Me ha costado astillas cavarlo para ti.
No sentí rencor en su voz, pero sí cansancio. No me dio tiempo a agradecérselo pues en seguida se la llevaron. Lía se aseguró de que todo estuviera en su sitio. Me unieron a una especie de caña que llamaron «tutor» y me colgaron una placa con mi nombre. Aquello me alegró.
–…variedad picual –susurró Lía al leerla–. Está todo correcto aquí. Continuemos por allá.
–¡Picual! –exclamé en voz alta. Estaba feliz porque al fin conocía mi nombre.
Era algo que me había preguntado antes. Allí todas las personas se hacían llamar de diferentes formas y siempre quise saber cuál era el mío. Estaba deseando de contárselo a mis hermanas.
–Jovencita, tienes que absorber más. Estás muy delgaducha – dijo alguien a mi izquierda. Me giré. –Mírame a mí –y el viento agitó su frondosa copa–. Llevo años entrenando para estar así.
La realidad era que tenía motivos para ser tan engreído. Era un olivo robusto, vigoroso, de porte potente y tronco extremadamente definido.
–Me llamo Oleo –se presentó–. De todos estos –señaló con sus ramas a su alrededor–, yo soy el que manda. Has caído en buen sitio, pequeñaja.
–¿Puedes dejarla en paz? –exclamó otra voz junto a él–. Eres muy pesado. Me llamo Gaia –se dirigió hacia mí–. ¡Es un placer!
Era hermosa. Sus hojas eran elipses perfectas como puntas de lanzas. Cualquier ejército se habría sentido dichoso si la hubieran tenido entre sus filas. Por seguro que hubiera lacerado hasta las palabras de los antiguos emperadores. Se expresaba con seguridad.
–¿Cómo te llamas tú? –interrumpió mis pensamientos.
–Mi nombre es Picual –miré mi identificación–, lo pone aquí –dije para no dejar margen al error.
–¡Qué inocente eres! –Gaia se rio–. Todos aquí somos picual –mi gesto se enrareció–, eso no significa que sea malo –noté cómo Gaia reaccionaba ante mi expresión–, significa que somos familia. Pero tienes que buscarte un nombre. Uno con el que te sientas muy identificada, con el que seas tú misma–. Yo asentí. No podía rebatir su palabra.
–No empieces a atormentarla con tus filosofías de vida. No eres más que un árbol –intervino Oleo–. Tú preocúpate de lucir bien, que es como más vas a gustar.
–A ti solo te importa el físico –replicó Gaia–. Importa todo. Si eres diferente, sabes mejor. Tú estás agrio de lo vacío que estás.
Y los dos se enzarzaron en una divertida discusión. Si lo que ella decía era cierto, tenía que buscarme un nombre. No podía ir por los cultivos sin saber quién era.
Aquella noche fue la primera vez que sentí nostalgia. Lía no vino a ver cómo estaba antes de que todo se apagara, pero sí que vi el horizonte arder. Justo después de eso, el cenit comenzó a tornarse cada vez más oscuro hasta que no pude ver absolutamente nada. La temperatura no era muy diferente del lugar del que provenía, pero sí más fresca. El aire se jactaba de parecer indomable. Aunque sí que era un aventurero, pues podía viajar a donde quisiera. Miré a Gaia, que parecía observar el universo.
–¿Sabes? –captó mi atención, se dio cuenta que la estaba mirando–. Cuentan que fue una diosa quien nos trajo a este mundo –suspiró–. Me pregunto si vela por nosotros desde allí– e indicó la inmensa noche.
De repente, el cielo oscuro comenzó a aullar en la lejanía de las sombras, los ancianos se despertaron y empezaron a augurar un pésimo pronóstico. Así se lo había enseñado la tierra a lo largo de su vida. El viento estaba impregnado de un fortísimo olor a cenizas y, en lontananza, se dibujó una bruma que serpenteaba peligrosa.
Todo temblaba y a duras penas podía sostenerme. Un zumbido frenético zigzagueaba en la distancia y empecé a escuchar alaridos lejanos. Eran gritos de lamentaciones provenientes de los olivos más retirados. Oleo estiró su poderoso tronco para alcanzar a ver qué pasaba.
–¡Nos están atacando! –vociferó.
Yo no sabía qué hacer.
–¡Pequeña! –me gritó– ¡Mírame! ¡No dejes de mirarme! –su voz era potente.
–¡No apartes la vista de nosotros! –intervino Gaia.
El viento aceleró su sacudida y una neblina glauca se cernió sobre nosotros. La temperatura descendió súbitamente y una silueta se transfiguró con una sinuosa sonrisa.
Entonces la vi. Era una sombra etérea, con una mirada abisal y una expresión maquiavélica. Sus extremidades no alcanzaban a tener un final definido pues se desvanecían en el aire e, inmediatamente, volvían a aparecer unos centímetros más arriba o más abajo. Me quedé helada.
–Así es cómo más me gustan –siseó con medio sonrisa– recién salidos del invernadero.
–¡Déjalos en paz! –bramó Oleo.
–¡Ni te acerques! –rugió Gaia enfurecida.
–¿A qué viene tanto alboroto? –su voz sonaba impertérrita–. Solo voy a hablar con mis nuevos amigos –y se inclinó hacia mí– ¡Oh! –tomó mi tarjeta–. ¡Igual que los demás! – rio satisfecha–. Me encanta que estos humanos se tomen tantas molestias en vuestra salud. ¡Es lo que más disfruto!
–¡Xylella, no! –exclamó Oleo–. ¡Es muy joven!
–¿Dónde está tu diosa ahora? –silbó contra Gaia.
En ese momento, aquella sombra exhaló su aliento sobre mí y sentí un terrible frío recorrer todo mi tronco. Mi visión se tornó más borrosa y un calor repentino se apoderó de todas mis ramas. Mientras escuchaba las increpaciones de Gaia, perdí la conciencia.
Reaccioné cuando el amanecer comenzó a saludar en la distancia. Un silencio profundo conversaba con las miradas de preocupación de los olivos cercanos. No sabía muy bien qué había pasado, me sentía un poco mareada y notaba mucha pesadez en mis ramas posteriores.
–¿Cómo te encuentras? –uno de los ancianos fue el primero en preguntar.
–Me siento… rara –tampoco sabía qué decir, pero sí me percaté del intercambio de silencios de los demás–. ¿Qué pasa? –pregunté seria.
–Bueno… –Gaia tomó la palabra– …has sido contagiada… –y ahí me quedé bloqueada. Al parecer, había un mal que los había estado acechando durante muchísimo tiempo. Me contaron que, aunque no había seguridad de ello, era una especie de venganza que un dios había perpetrado contra toda nuestra especie hacía siglos. Todo se remontaba al conflicto que hubo entre nuestra Diosa madre y ese otro dios. Ante la derrota que tuvo, juró acabar con todo aquello que ella creó. Además, no solamente quería hacer desaparecer a los olivos, sino acabar con todas las personas que estuvieran relacionadas ya que por culpa, nuestra especie había encontrado futuro.
De ese rencor nació Xylella, una sombra poderosa que comandaba plagas que suponían una calamidad para los cultivos. Se alimentaban de su savia y los hacían enfermar hasta que les provocaba la muerte. Además, no se contentaba con ello pues disfrutaba atormentándolos y los obligaba a cumplir sus caprichos; y si no era así, sus huestes los torturaban.
–La última vez sabotearon toda la maquinaria… –añadió una.
–Y a nosotros nos forzaron a crear vacíos de tierra con nuestras raíces. Así, cuando los humanos se acercaban a recoger nuestras aceitunas el terreno cedía y caían en hoyos.
–Hubo quienes se hicieron graves fracturas –intervino otro anciano.
–¿Qué pasa si no les hacéis caso?
Todos y todas se acogieron a la quinta enmienda. Tras un rato, Oleo contestó.
–Xylella dijo que irían a por todos vosotros. Nos negamos a seguir sus estúpidos juegos y nos advirtieron. Pensamos que no lo cumplirían… –su voz se tornó triste y desanimada –os hemos condenado– y se sumió en su culpabilidad.
Noté cómo mis hojas se ahogaban y apenas si podía controlar mi agitada respiración. «¿Me estaba muriendo?»
–No podemos dejar que esto se quede así –terció Gaia– ¡llevamos mucho tiempo aguantando sus abusos! Nuestros humanos no dan abasto: labran la tierra incluso antes de la salida del sol y nos cuidan. Dedican horas a buscar una solución.
–Tienes razón, esto debe acabar –apoyó Oleo–. ¿A alguien se le ocurre algo?
La expresión de Gaia se tornó desafiante.
–Tenemos que acabar con Xylella –sentenció.
Un murmullo de asombro tapizó el silencio de la mañana recién levantada. Los olivos se agitaron como un manto de aceitunas que están siendo recogidas al escuchar la propuesta de Gaia. La duda se apoderó de ellos. Incluso Oleo, que presumía de ser el más fuerte, vaciló.
–¡Por favor! ¿Es que os vais a quedar ahí plantados viendo como esa maldita acaba con nosotros? –Gaia estalló.
Entonces lo entendí todo: tenía mis días contados. Pensé en Lía, seguro que se pondría muy triste cuando descubriera que me habría marchado para siempre. Comenzó a zozobrar dentro de mí un sentimiento que no había sentido hasta el momento. «¿Qué era? ». Era una mezcla de angustia o nerviosismo; lo único que quería era que todo aquello no estuviera sucediendo.
–¡No tengamos más miedo! –bramó en ese momento Oleo en apoyo a Gaia.
«¿Miedo? ¿Y si era eso lo que estaba sintiendo?»
–¡Llevamos miles de años en este mundo! –intervino ella de nuevo–. ¡Ya es hora de plantarle cara!
Y entonces, ese silencio que había enterrado sus voces germinó en un valiente tumulto. Estaban decididos: contraatacarían.
Pasó un tiempo y no hubo rastro de aquella vil sombra. Los olivos comenzaron a decir que Xylella se asustó al escuchar su determinación de rebelarse. Sin embargo, Gaia creía que se trataba de algo peor.
–Abuelo, sí. ¿Puedes hablar? No tengo buenas noticias, en los olivos del norte he detectado estrés hídrico en sus hojas, tenemos que analizarlas ya –miró a su alrededor–. Voy a ver estos.
Todo el mundo sabía lo que pasaría. Todos menos yo. Según me dijeron, los humanos nos cuidaban todo lo que podían, pero en caso de enfermar, tenían que tomar medidas extremas. Al parecer, en aquel lugar la medida extrema era erradicar a los portadores, es decir, arrancarlos de allí. Sé que Gaia rezó por mí. Nunca me lo dijo, pero lo noté en su pose.
Aquella noche todo fue triste. Hubo quien se despidió de mí, sin más preámbulos. Lo que más me dolió fue que Lía no dijo nada. Se limitó a mirarme, acarició mis hojas con la yema de sus dedos, bajó la cabeza y se dio media vuelta. Quise pensar que no sabía qué decir.
Entonces, cuando ya nadie se atrevía a dedicarme más palabras, tan solo un ser destrozó el silencio. Xylella se manifestó con su risa perversa reverberando por doquier. Apareció de la nada debido a sus poderes demoníacos. Sin esperarlo, Gaia, enfurecida, deslizó una de sus ramas por debajo de la tierra y la agarró. La sombra no se esperó aquello pues en su expresión denoté sorpresa, pero no se quedó quieta. Esta silbó de manera muy aguda y de repente, en la distancia, se configuró de nuevo una nube glauca. Eran sus huestes y venían con la muerte en la mirada.
Xylella se abalanzó peligrosamente hacia Gaia cuando logró liberarse. Todos sabían que su tacto era sinónimo de contagio, pero no se amedrentó. Blandió sus ramas con tan suma velocidad que sus hojas laceraron el cuerpo de la sombra. Oleo golpeó la tierra con tanta fuerza que levantó una neblina que dificultó la visión de los atacantes. Aquello les quitó ventaja.
Pero nos superaban en número. Vi cómo otros olivos disparaban sus pequeñas aceitunas como balas de plata. También había quienes rezumaban una especie de aceite que imposibilitaba el vuelo de los asaltantes y creaba una barrera protectora en los olivos próximos.
Aun así no era suficiente.
Estábamos perdiendo.
Eran demasiados.
Aquello era mi culpa.
Entonces lo deseé con todas mis fuerzas. Clamé al cielo y le supliqué ayuda. En ese momento, un restallido impoluto iluminó el paisaje. Pasaron unos segundos y…no sucedió nada. Xylella fortaleció su oscura magia y arremetió poderosa contra Gaia y los olivos de alrededor.
Sucumbieron.
Definitivamente estábamos perdidos.
Entonces, la comarca que nos sostenía comenzó a resquebrajarse, y de una de sus grietas apareció una figura mitad mujer, mitad serpiente. Sacudió el terreno y con su cola llena de escamas que brillaban golpeó a cientos de un latigazo.
–¡Esta es nuestra tierra! –exclamó.
Xylella se enfureció aún más y comandó un ejército de plagas contra ella, pero a sus trece, un titánico lagarto de poderosas mandíbulas se interpuso y de una sola mordida, se tragó un cuarto de los agresores. La Tragantía y el lagarto de la Malena cubrieron sus espaldas y ganaron terreno.
Mas aquello no era suficiente. Xylella mordió su extremidad y de su blanquecina sangre se abrió un agujero del que emanaron unas horrendas polillas gigantescas.
–¡Adelante mis bonitas Prays! –azuzó la sombra. Estas alzaron el vuelo y se lanzaron feroces. Una de ellas mordió al lagarto, pero La Tragantía se la quitó de un latigazo. Aun así, un enjambre de polillas los embistieron y los derribaron.
En ese instante, un bufido sordo hizo eco en el horizonte. En la lejanía se vislumbró la silueta de una serpiente. Saltó y en cuestión de segundos apareció en mitad de las polillas, quienes tomaron distancia. La serpiente, de enorme cabeza y de un color esmeralda oscuro, escupió veneno. Este las quemó.
–Amigo, Saetón… ¡has tardado mucho! –recriminó La Tragantía.
Este bufó y conjuró otra ráfaga de veneno.
Xylella no se lo podía creer. Esos entrometidos estaban arruinándolo todo. Entonces no le dio tiempo a reaccionar y, como si de una mácula se tratase, apareció un espectro que le atravesó el corazón.
Yo lo vi a cámara lenta. Mientras nos ayudaban en la lucha, un juancaballo se acercó a mí. Tomó una de mis ramas contagiadas y la afiló como una lanza. Sin pensarlo, trotó mordaz hacia Xylella y se la clavó.
–Tu propia maldición te matará, demonio –añadió.
Y la sombra, en un espantoso grito de dolor, se desvaneció.
A la mañana siguiente, aunque lograron acabar con el origen de su mal, descubrieron que habían sido infectados. Aquel era nuestro final. Lía no tardó en llegar y, me alegré pues entendí que había venido a despedirse.
Contempló todo a su alrededor y, descolgó el teléfono:
–Comenzamos contención. Empezaremos a tratar estos olivos –hizo una pausa–, aún estamos a tiempo. No los vamos a perder.
Luego se giró hacia mí.
–Gracias por tu llamada –susurró–. Te mereces vestir el nombre de Jaén.
Y entonces lo vi en sus ojos: era exactamente el mismo brillo que restalló en el cielo la noche anterior.