
71. El miniaturista del oleoturismo
O “Cómo ordeñar una aceituna” también podría ser el título de esta crónica desmemoriada. Dicho así, pareciera una broma surrealista, al estilo del juego del “Cadáver exquisito”, pero no lo es. Hace un tiempo les hablé de Paco, personaje que conocí en este mismo viaje como mochilero por la Península de mis antepasados. Ustedes recordarán a ese recolector que ejercía su verdeo de una manera nada convencional, aferrándose a los olivos como un tembladeral, cuáquero todo él a la hora de sacudir a las Olea europaea para despojarlas de sus frutos. Hoy les contaré sobre otro sevillano llamado Basilio, quien tenía la habilidad de sacarle el jugo (literalmente) a las aceitunas sin que mediara artificio alguno. Como si fueran tetillas de una zarigüeya militar, con dos dedos hábiles este personaje era capaz de atenazar y exprimir (“ordeñar”, nos corrigió) cada aceituna que caía en sus manos, bebiéndose el aceite como si se tratara de un licor añejo. Si vale la comparación, diría que él mismo era una almazara viviente, aunque sólo para disfrute personal: de sus falanges-pinzas a su boca abierta (o a las de sus clientes, si ellos querían formar parte del “ordeñe”, claro). Aquí no había envasado que separara el elixir mediterráneo de las papilas gustativas. Nos aseguraba que por deformación profesional sus dedos estaban tan “musculados” como los labios de un trompetista. Don Basilio (sesentón, retacón, panzón, con cara de descansado bon vivant) era parte del show de un tour oleoturístico que él mismo propiciaba reclutando visitantes. Yo fui testigo de esta destreza (y de otra proeza no menos asombrosa) cierta tarde en las tierras del al-Ándalus.
Recuerdo que cuando leí esa palabra en un folleto promocional, recién llegado a la región olivarera, pensé que el oleo-turismo tenía que ver con las pinturas: llevarían a los visitantes a recorrer aquellas galerías de los museos cuyas telas estuvieran pintadas al óleo, es decir, mediante la técnica de disolver colorantes en aceite. Luego vi la misma publicidad exhibida en la vidriera de una agencia de turismo de Sevilla y pensé: “Los guiarán hasta la Plaza del Museo, donde abunda el epígrafe Óleo sobre lienzo al pie de los cuadros…”. Pues no. Tampoco era una visita guiada a una refinería de petróleo (quién podría disfrutar de ese espectáculo viscoso del mundo postindustrial en aquellas regiones paradisíacas…). Ni mucho menos promocionaban la lucha libre de chicas que patinaban en aceite en algún nightclub sevillano (lamentable divertimento machista…). Nada de eso: con el oleoturismo publicitaban algo gastronómico, y además al aire libre. Me desasnó un guía turístico que pasaba por allí con su contingente de japoneses, cual pastor con su rebaño de ovejas con cámaras colgándoles del cuello. El susodicho tour enseñaba a los visitantes el proceso de recolección y fabricación del aceite de oliva extra virgen (al parecer, allí a la virginidad se la podía preservar dos veces, ¿similiar a ponerse doble cinturón de castidad?).
En fin, no importa. Como les contaba hace un año, yo andaba de mochilero lumpen, y costearme dicha excursión a la campiña olivarera me habría privado de alguna noche de hotel, o incluso de alguna comida. A pesar de mi sempiterna escasez de “recursos”, no se imaginan cuánto se conoce merodeando el arte público, husmeando en las placas de los monumentos o investigando en las fachadas de los edificios tradicionales. Para aprender sobre historia local sólo se necesita ser curioso, y un poco entrometido. Esas estatuas que para los lugareños se habían volatilizado a fuerza de costumbre, para mí eran un museo al aire libre, y sin billete.
Pero volviendo al aceite, tal vez le habré caído simpático a don Basilio, el agente de turismo encargado de gestionar y transportar aquel tour rebosante de oleoturistas gallegos. Porque al notar que le sobraba un asiento vacío de su minibús, y al verme allí en la acera, con mi mochila-caparazón, desvalido en mi condición de autostopista lumpen, releyendo el folleto promocional de su cartelera “como esas cosas que nunca se alcanzan”, me instó desde detrás del volante:
―¡Anda, chaval, súbete, que ya salimos!
Así me sumé al contingente, justamente yo, tan bípedo en mis hábitos, y partimos hacia cierto centro cultural del olivo.
No bien nos pusimos en marcha descubrimos que Basilio, además de empresario oleoturístico, también era un consumado artesano del miniaturismo: alrededor del habitáculo de la furgoneta colgaban, adheridas de las ventanillas con sopapitas, unos carozos disecados de aceitunas que gracias a la mano del conductor se habían convertido en piezas de artesanía. Había navecitas espaciales, cochecitos, capsulitas verticales que imitaban a máquinas del tiempo, cohetitos y hasta trencitos con varios carozos unidos a modo de vagones. Nunca habíamos visto una decoración tan particular, ni que con lo que uno desechaba de la aceituna se pudiera hacer algo artístico. Mientras los pasajeros admiraban las microartesanías pendular de sus hilos ante los barquinazos de las carreteras sevillanas, su autor, mirándonos a través del espejo, nos contó que había pintado esos “endocarpios” (sic) ayudado por una lupa de joyero más unos pinceles de sólo uno o dos pelos, “como los que usaba Dalí para algunas figuras de precisión”, acotó. Una señora le preguntó que era el endocarpio, y el oleoexperto pasó a detallarnos la “fisonomía” de una aceituna, desde su núcleo hasta su epidermis: endocarpio (o hueso protector de la semilla), mesocarpio (o parte comestible) y pericarpio (o piel exterior).
Mientras don Basilio nos ilustraba yo me estiré para ver en detalle la pieza que colgaba más cerca de mi butaca, y pude comprobar que la navecita, que aprovechaba la forma oblonga del hueso, era en realidad ¡nuestro propio oleobús! En efecto, pegando mis ojos al carozo artesanal, cual voyeur miope, comprobé que en su lateral estaban delineadas las ventanillas de la furgoneta; y que en uno de sus extremos, junto al volante, se distinguía la microscópica silueta de perfil de un Basilio ultraliliputiense conduciendo feliz a su troupe de oleoturistas. A continuación, unos perfiles anónimos tras los cristales de las ventanillas representarían a sus efímeros clientes. Egocéntrico como soy, traté de reconocerme entre esos rostros del tamaño de una cabeza de alfiler, ¿pero cómo el artista habría podido retratar mis facciones, si no nos conocíamos?
Quedamos maravillados con ese miniaturismo del miniturismo aceitunero; tanto, que nos olvidamos de la campiña. En especial yo, que recorría la región olivarera por primera vez. Íbamos cambiando de butaca dentro del vehículo para poder apreciar en detalle la mayor cantidad de miniaturas en carozo que nos rodeaban, espectadores de un minimuseo rodante. Luego de darle toda la vuelta al habitáculo, comprobé que había una sola representación del contingente que formábamos. El resto de las microartesanías simbolizaban objetos futuristas, como por ejemplo cápsulas de criogenia, con oscuros habitantes en hibernación; pero también las había retros, como coches de fórmula uno de los años cincuenta (en uno creí reconocer el perfil de mi compatriota Juan Manuel Fangio). El grado de detalles era asombroso, lo mismo el pulso que tendría nuestro oleovirgilio para decorar sus endocarpios con tal minuciosidad.
Al fin llegamos a una finca llamada Oleópolis, sede de la excursión. Se nos acercó a darnos la bienvenida un cincuentón espigado y bien conservado que se presentó como Policarpio. Ante el puñado de turistas gallegos (más el sudamericano que narra, un evidente convidado de piedra, allí, como su ropa deportiva de caminante podía delatarlo), el Relaciones públicas del establecimiento nos anotició que a lo largo de la tarde conoceríamos el proceso de extracción y fabricación del “oro verde”, así llamó al producto que comercializaban. El recorrido constaba de dos partes: la visita al olivar, donde se cosechaban las aceitunas, y luego a la almazara, donde se procesaba el mundialmente famoso aceite de oliva extra virgen.
El primer encuentro con la tradición olivarera ocurrió en el campo, donde presenciamos la recogida del fruto de manera artesanal, mediante una larga caña (tendrá su nombre propio, disculpen la falta de precisión) con la que se le quitaban las aceitunas a los olivos. Don Policarpio nos explicó que el secreto estaba no en golpear la rama sino en acariciarla, cosa de “desplumar” al árbol lo menos posible y no dañar su fruto. Recuerdo que me invitó a acompañar a los lugareños que estaban cosechando, pero yo, tímido como siempre, me rehusé a imitarlos por temor a hacer el ridículo. Una joven rubia ocupó mi lugar, y nuestro guía, cordial, acompañó el movimiento de la aprendiz de verdeadora, hasta que la muchacha le tomó el tranquillo. Esto que cuento ocurrió hará unos treinta años, y supongo que esta técnica manual hoy en día ya estará perimida.
Después visitamos un pequeño museo donde había una almazara prehistórica, de piedra, con una tolva de madera y un burro disecado que propiciaba la molienda de las aceitunas girando alrededor de la noria. Acto seguido, y como efecto de contraste, supongo, nos subieron a varios carritos de golf y nos llevaron hasta una moderna planta procesadora y envasadora de este afamado producto del Mediterráneo. Fue allí, en una habitación al margen de las máquinas y sus chirridos industriales, donde nos dieron a catar algunas de las variedades de aceites comestibles.
Como agasajo de despedida nos sirvieron una suculenta “merienda molinera”, que yo viví como todo un regalo de la tierra de mis antepasados inmigrantes (y también de don Basilio, claro, que me dejó participar gratis de ese tour). Allí probé el pan embebido en aceite, y también las tostadas untadas con esta misma sustancia. Como diría un buscavidas de por aquí: “Si viene de arriba, hasta rayos agarro”. Siguiendo este sano consejo, aproveché para engullir todo lo que pude, reservando energía para la travesía que me quedaba, a riesgo de quedar como el famélico vagamundo que en realidad era. No obstante, gracias a este caradurismo fue que recorrí Europa en mis años mozos, cuando el cuerpo aún responde.
Volviendo a nuestro chofer, fue entonces cuando Basilio reapareció en escena para hacer su número de “ordeñe de aceitunas”. Quien quería, podía abrir la boca bien grande para que la súper manota del nada manazas nos echara unas gotitas de aceite recién exprimidas. Todos quisimos, y el cuadro por estrafalario me causó gracia. Parecíamos polluelos hambrientos arracimados a la espera de la lombriz que traía su madre. Así culminó la excursión. Nos despedimos de Policarpio, el anfitrión y encargado de las relaciones públicas de Oleópolis.
Ya de regreso a la ciudad, y como souvenir del oleotour, el agente de turismo nos obsequió a cada uno las microartesanías que decoraban su minibús. Fue descolgándolas de las ventanillas y entregándoselas a cada turista con un aire de solemnidad no exento de donaire. A mí me tocó el carozo-furgoneta, la miniatura que simbolizaba la aventura de ese día, y por el guiño de su ojo al regalármela, comprendí que, con dicha elección, el oleoempresario premiaba al más agradecido pasajero de su troupe. Nos despedimos con un abrazo.
Una semana después, mi periplo por la región de los olivares seguiría con algo más pedestre, aunque igualmente fuerte, pues trabajaría durante una jornada en el verdeo para ganarme un dinerillo con el sudor de mi frente. Pero ésa, ésa es otra historia (que ya he contado). Aquí tengo sobre la palma de mi mano al hueso de aceituna con forma de minibús que rememora aquellas andanzas por las tierras de mis abuelos. Si se fijan bien, notarán que por la última ventanilla alguien se asoma. Soy yo, o mejor dicho el aventurero que fui, saludándolos hasta la próxima.