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70. La maldición del espejo

Pilar Jiménez Godino

 

Las campanas tocan a muerto, el silencio es ensordecedor, el viento azota con fuerza la cara de todos los presentes en el sepelio. El sol se pone y, como es costumbre en Bellavista desde tiempos inmemoriales para dar el último adiós a los muertos o la bienvenida a los niños, se iluminan sus cuerpos o sus vidas con pequeñas lámparas de aceite de oliva, símbolo del espíritu santo, y se unge su frente y sus manos con el sagrado óleo como han hecho tantos reyes desde la antigüedad. Todos de pie, pétreos, inmóviles, evitando cualquier movimiento desafortunado por el que les puedan criticar. Apenas se distinguen unas mujeres de otras: todas llevan luto y velo, la muerte las ha uniformado. Los hombres, apiñados al fondo de la explanada con la mirada expectante entre los olivos, temiendo que algo les pueda pasar. Sus respiraciones lentas, sonoras y muy pesadas delatan su presencia.

Las relaciones entre el pueblo y los habitantes de Alfabia han sido prácticamente inexistentes durante años debido a las supersticiones de unos y a la indiferencia de los otros. Si hoy están allí es por el interés que les despierta esta nueva tragedia familiar: la maldición del espejo le llaman y hoy ha vuelto a actuar. Frente a los asistentes el finado, Juan Arauco, un joven bueno, deportista y sano que, al salvar a uno de los trabajadores, cayó por un cerro.

El olor a incienso inunda todo, las campanas han callado y, justo cuando el cura va a dar comienzo a la ceremonia, un alarido descomunal nos hiela la sangre. Un mochuelo echa a volar. Detrás del primer grito vienen más y entonces reconozco la voz: es Estrella una joven encinta que hace unos días se había pasado por el cortijo pidiendo permiso para dar a luz en nuestro olivar, una tradición muy arraigada en Bellavista por creer que el niño que nace en esas condiciones será bendecido y crecerá sano y fuerte. Los presentes se calman al identificar el sonido con el parto y continuamos con el entierro.

Mientras oigo el sermón pienso que yo, Jacinta Macías, soy la única testigo que queda con vida tras las desgracias que, por la maldición, hemos vivido en Alfabia. Era una adolescente con el labio leporino cuando empecé a buscar trabajo. Todo el mundo me rechazaba así que no me quedó más remedio que acudir a la casa maldita y me ofrecí de cocinera; fue el día más feliz de mi vida. A partir de entonces doña Justa Glauco, mi señora, me proporcionó un hogar. Sus inmensos ojos turquesa eran acogedores como su carácter bueno y pausado. De ella aprendí a vestir de blanco los lutos, después de encadenar un duelo tras otro, enterrando uno a uno a todos los varones que esta familia ha engendrado. “La tierra de los Sin Juanes” nos llaman.

Hoy despedimos al que era nuestra última esperanza: al nieto no de sangre de la señora que renunció a la maternidad a fin de burlar el destino y romper este hechizo que tanto daño nos ha hecho. La realidad es que sin heredero nos hemos quedado y con el patrón destruido no sé cuánto podremos aguantar. Ahora me encuentro aquí esperando la llegada de Olivia, la única hija que le queda al patrón. Fue encontrada debajo de un olivo dentro de una tinaja abandonada nada más nacer. Está interna desde hace años lo que nos plantea un inmenso contratiempo puesto que no sabemos si Alfabia la querrá aceptar. Habitamos una tierra caprichosa que elige su amo, esa es la verdad; el propietario que venga se expone a la riqueza o a la mortaja. Una pregunta me devuelve a la realidad: —Jacinta, ¿dónde está papá? —Frente a mí, vestida de blanco y con un moño salpicado de pequeñas flores, está Olivia. Juntas caminamos hasta el acebuche en el que Juan, en breve, disfrutará de la eternidad.

Tras finalizar la misa, volvemos en silencio. Sirvo unos andrajos y al salir del comedor me pongo a escuchar.
—¿Lloras papá? Tranquilo, tú no eres el responsable de la muerte de Juan.
—Sí, lo soy. Cuando vinimos aquí sabía desde el principio que esto podía pasar. La señora me advirtió, pero creí que eran supersticiones de los pueblos. A mi sin razón se sumó la cabezonería de tu madre que se empeñó en llamar a tu hermano como a tu abuelo: Juan.
Era 1954, vivía en Aimogasta y, debido a la posguerra europea, no llegaba el aceite a Argentina así que el gobierno fomentó el cultivo con el eslogan: “Haga patria y plante un olivo”. Y yo, que nací en las patas de un Picual, aproveché la ocasión e hice fortuna. Un día recibí una carta de Jacinta diciéndome que doña Justa había fallecido y que me dejaba la mitad de “Alfabia”. El hijo de su hermana doña Pastora había montado en cólera y estaba dispuesto a comprarme mi parte. Me advirtió que volviera a España lo más rápido posible pues el manantial estaba perdiendo mucho caudal; en ese momento no vi o no quise ver las consecuencias que esa frase me anunciaba.
Por el amor y el respeto que sentía por aquella mujer, que fue la madre que nunca tuve, decidí que no vendería la finca así que pasado un mes de la defunción firmamos por poderes un contrato en el que los próximos cinco años el sobrino se encargaría de explotar las tierras. No hizo falta tanto tiempo: a los tres meses del fallecimiento el manantial se secó y el campo se convirtió en un secarral; donde antes había prosperidad ahora solo quedaba miseria.
En esas circunstancias recibí pronto una oferta de venta de la mitad de la finca de doña Pastora y, sin dudarlo, la compré pensando retirarme aquí donde disfruté de mi niñez. Tu madre se lamentaba diciendo que habíamos comprado una tierra ruinosa que no servía para nada.
Llegaron los años 70 y Argentina perdió el interés en el cultivo del olivar así que tuvimos que abandonar Aimogasta rumbo a Alfabia, una plantación abandonada que era toda nuestra esperanza. Nuestro desánimo aumentó con la primera visión del que sería nuestro nuevo hogar con ese viento inhóspito que nos recibió, ese paisaje desolador. Nadie en el pueblo creía que íbamos a salir adelante, pero una semana después de llegar se obró el milagro: el manantial recuperó por completo su caudal, el aire amainó y el porche volvió a llenarse de flores y de pájaros como en los tiempos de doña Justa. Alfabia nos aceptaba, nos hacía suyos y, entonces, mi temor fue si la maldición nos tocaría a nosotros.
—Papá, ¿qué maldición?
—Una tarde, de niño, entré a robar aceitunas; un fuerte viento se levantó y una de las ramas me dio un golpe. Al gritar me encontró el capataz que, para darme un escarmiento, me llevó ante la propietaria. Ésa fue la primera vez que me detuve a contemplar Alfabia: la vivienda que siempre estaba oculta por la imponente vegetación; las flores eran una presencia constante hiciera frío o calor. El porche tenía una mesa de jardín de hierro blanca y allí solía sentarse doña Justa con un libro abierto, una lupa y un espejo de tocador. A sus pies un enorme mastín.
Nos observó llegar. El encargado se descubrió el sombrero y le relató lo acontecido. Guardó silencio durante largo tiempo. Al final abrió la caja de porcelana donde guardaba unas rebanadas y me ofreció una aceitera con un color especial. Tomé asiento frente a ella y temblando accedí a preparar la tostada. Y, por primera vez, probé ese aceite del que tanto había oído hablar: era excepcional, amargo y picante con olor a hierba y a higuera. Pensé que era cierto lo que decían y, por eso, su óleo sabía distinto a los demás. Sin pensarlo dos veces me atreví a preguntar: —Señora está buenísimo, no sabe como el del pueblo. ¿Cuál es el secreto?
Ella sonrió ante mi ocurrencia y, para mi sorpresa, me contestó de forma sincera: —No hay secreto, ya lo hacían los romanos; simplemente recogemos la aceituna antes que los demás.
—¿Cómo confiesa esto a un extraño? ¿No tiene miedo de que se entere todo el mundo?
—No te preocupes, no va a pasar nada; tus amigos prefieren la cantidad a la calidad. Es como la puerta por donde has entrado, no es necesario que echemos el cerrojo; nos tienen tanto miedo que no son conscientes de que basta un empujón para entrar. ¿Cómo te llamas, pequeño?
—Ademar.
—Bien, Ademar, a partir de ahora cuando empujes la puerta vendrás a volar cometas. Aquí tenemos un viento caprichoso.
—¿De qué me servirá en la vida volar cometas?
—Para saber ir con el viento en contra. Créeme, te será de gran utilidad. ¿Tienes padres?
—Solo padre, señora, mi madre murió.
Arqueó la ceja pensativa y dio la orden al capataz. El encargado me dejó en la plaza del pueblo porque me avergonzaba que viera dónde vivía y quedó en ir a buscarme la tarde siguiente explicándome que ya lo había arreglado todo con mi padre. Así estuve yendo unos años en los que no paró de obligarme a estudiar, de volar la cometa y bañarme en el manantial.
Una tarde de San Miguel le dije que tenía que dejar de observar ese lago. Me miró intrigada esperando una explicación y se lo tuve que decir: —Señora, lleva años mirando el manantial, el viento, las flores, nunca sale de aquí. Se sienta todas las tardes intentando averiguar algo en cada uno de sus movimientos y no se da cuenta de que la contemplación es recíproca, ellos también le miran a usted. Yo creo que tiene los ojos turquesa de tanto contemplar el agua.
—Ademar, es cierto, pero en cada uno de sus movimientos está el devenir de esta casa, el mío y ahora el tuyo. Sí, no te extrañes; creo que al final he conseguido mi propósito y Alfabia te ve como hijo mío. Has jugado en su campo, te has bañado en su río y has volado en su viento. Creo que llegado el día podrás vivir bien aquí. Desde que te conocí aquella tarde en la que te atreviste a entrar supe que apostar por ti era un acierto; tienes valor y vencerás todas las dificultades que te vayas encontrando.
—No entiendo, señora. Usted tiene una hermana y un sobrino.
—Ademar, ¿sabes cómo llaman a Alfabia en el pueblo?
—Sí, señora —dudé unos instantes, no sabía si era correcto decir el nombre pero me lancé —: los “Sin Juanes”.
—Me imagino que te habrán contando el motivo de dicho nombre.
La situación se iba poniendo complicada; doña Justa siempre había sido muy buena conmigo y me había enseñado todo lo que yo sabía. Para mí se había convertido en la madre que nunca tuve y tenía un miedo atroz que por aquel comentario ella dejara de quererme. Me puse a mirar al infinito, a ese maldito lago en el que me había bañado y jugado tantas veces y que en esos momentos odiaba con toda mi alma. Aun así ella me había hecho una pregunta y sabía que guardaría silencio todo el rato que fuera necesario hasta que le diera una respuesta. Los silencios eran una forma en la que ella hablaba, así que medité una respuesta lo más delicada posible a todas esas barbaridades que habitualmente se podían oír en el pueblo.
—Señora, que su sangre está maldita —contesté lo más rápido que pude. Mi corazón latía tan fuertemente que creía que se me iba a salir por la boca. La miraba, esperaba su reacción; de pronto escuché una profunda carcajada y reímos los dos. —Comentan que en esta casa mueren todos los varones de forma trágica desde tiempos que ya ni se recuerdan.
—Eso es cierto, pero no tenemos una maldición sino dos: la muerte de los varones y que estos no sean inteligentes. A lo largo de los siglos se han cumplido.
—Pero, ¿y su hermana doña Pastora? Tiene un hijo.
—Pastora se fue de aquí muy pronto y mi sobrino nunca ha pisado estas tierras; yo creo que eso le salvará. Para mí, la maldición no tiene que ver con la sangre sino con esta tierra que elige de manera caprichosa quién será su propietario. Aunque claro, esto es una teoría mía que ahora comparto contigo. Hace muchos años mi tatarabuelo tenía una novia, Azucena, a la que quería mucho pero que su familia no veía conveniente ya que habían trazado sus planes de casarlo con la propietaria de esta finca, cosa que hicieron. En la celebración del banquete Azucena se presentó y trajo el espejo de tocador que tengo sobre la mesa, en mi escritorio: ése fue su regalo de bodas. Cuando el recién casado fue a agradecerle el gesto, delante de todos los invitados, le contestó que cada vez que se reflejara en él podría ver el paso del tiempo y que no se preocupara que, por muchos siglos que pasaran, la familia que acababa de formar iría viendo morir a todos sus hijos varones. Él, que era un hombre de ciencia, no le dio ninguna importancia al sortilegio y continuó la fiesta como si nada hubiera pasado.
Así transcurrieron los años y nació su primogénito Juan. Al principio, aunque nadie lo quería exteriorizar, todos pensaban en la maldición; pero al ver que los cumpleaños se sucedían uno tras otro sin que nada malo ocurriera les dio tranquilidad. Después, con la llegada de su hermana, esta casa era un remanso de paz y felicidad.
Un día, paseando por la feria, se encontraron con Azucena que, al temer que el castigo no había tenido efecto por ser mi tatarabuelo un hombre cultivado, les deseó que ninguno de sus hijos tuviera inteligencia.
—¿Cuál es la razón por la que solo maldecía a los hombres?
—En una sociedad tan machista como aquella la ausencia de varones en una casa era lo más parecido a la absoluta pobreza y, si encima eran torpes y bobalicones, nunca iban a poder a salir de esa situación. Las mujeres, destinadas a casarse, a cuidar de sus hijos o a tener trabajos muy duros, ya nacían condenadas por la sociedad; no nos consideraba un problema.
—Sin embargo, señora, su sobrino es un hombre con estudios. ¿Ha vencido el sortilegio?
—Ademar, acumular conocimientos no es ser inteligente. La inteligencia es la capacidad que tengas para transformar y aplicar toda esa teoría y crear proyectos, cosas diferentes a lo que ya hay hecho y resolver contratiempos con habilidad; no es repetir lo que has visto como un papagayo. Si no hay errores, no hay novedad. Mi sobrino, pese a las advertencias, vendrá, podrá más la ambición y la codicia y seguro que Alfabia lo destrozará. Tú, en cambio, has crecido en esta tierra, la has amado, has respetado sus costumbres y es posible que te acepte y te de tu sitio. Es un trato justo.
—Señora, le estoy muy agradecido y no quiero que piense que no valoro todo lo que ha hecho por mí pero yo me quiero marchar; me ha surgido la oportunidad de ir con un amigo que tiene familia en Argentina y me gustaría trabajar por mi mismo y probar suerte allí.
—Ademar, si tu deseo es irte es lo que tienes que hacer. Quizás ése sea tu destino; para volver aquí siempre estarás a tiempo. Cuenta con mi apoyo en tu nueva aventura y no dudes que te vamos a echar de menos cada día. Solo espero que tengas muchos éxitos.

—Ésa fue la última tarde que la vi. Al día siguiente me marché de Bellavista hasta el día que regresé con Juan y creo que ahora es el momento de partir. No quiero vivir en el sitio en el que ha muerto tu hermano y, por supuesto, no te quiero perder a ti. Mañana la pondré en venta.
—Papá, todo esto es tan raro… ¿Nunca te has preguntado por qué doña Justa te crió?
—Ya te lo he dicho porque era valiente.
—Ése no era el motivo, tenía que haber algo más. ¿Cómo se llamaba tu madre?
—María, ya sabes que a mi madre no la conocí, murió en el parto. Jacinta es del pueblo, algo nos podrá contar.

Oí cómo me llamaban; el momento que había temido durante tantos años acababa de llegar. Como no podía ser de otra manera, a una mujer de la casa se le había tenido que ocurrir. Acudí presta al comedor y me preparé para las preguntas.
—Jacinta, ¿cuál es la razón por la que doña Justa acogió a mi padre?
—Quería acabar con la maldición, así que pensó que si todo ese dolor y tristeza había sido provocado por el resentimiento, el odio y la venganza, la única forma que podría revocarlo sería un acto de amor. La tarde que el capataz le trajo, la señora lo vio claro: Alfabia le estaba dando la oportunidad.
—¿Un acto de amor cuidar de un niño?
—No a cualquier niño, señor; usted es descendiente de Azucena. Su madre murió porque el destino es caprichoso y el espejo reflejó la maldición: aquí sesgó la vida de todos los varones y a ella le castigó con la muerte de todas las mujeres. Así que doña Justa, con todo el amor del mundo, cuidó al descendiente de la persona que había maldecido a su familia y destrozado su casa y renunció a la maternidad para evitar más dramas. Puso cordura a una sinrazón para redimir cualquier error cometido en el pasado por la familia Glauco.
—Entonces, ¿qué sentido tiene la muerte de Juan?
—Con él han muerto los descendientes de la persona que maldijo esta tierra. Ahora con Olivia tendremos una nueva cosecha.

En ese momento se oyó un chasquido y todos giraron la vista sobre el aparador: el espejo se había partido en dos.

 

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