MásQueCuentos

69. El principio de todos los veranos

Celtiberia

 

Kaori había nacido con acidemia glutárica tipo 3. Se hubiera dicho que era una niña como cualquier otra de no haber sido porque, desde muy pequeña, tuvo una rara habilidad para leer los mapas y era capaz de memorizar y emparejar muchos colores que solo había visto unos segundos. Murió a los ocho años. Sus padres, de confesión sintoísta, erigieron un santuario de dimensiones reducidas en su casa de campo, en Shodoshima. Siempre había caléndulas y crisantemos, las flores que en vida de Kaori habían llamado de forma más viva su atención. Sin embargo, el kami o espíritu del lugar residía en la caverna áspera y rugosa formada en la misma barriga de un olivo, según decían, el más antiguo de su clase que crecía en aquel lugar de la prefectura de Kagawa. Lo de la barriga había sido cosa de Kaori, que se empeñaba, más o menos desde los seis años, en dar un trato humanizado al viejo árbol. Así, según su óptica infantil, el olivo era un anciano de panza prominente, cuyas delgadas piernas  —las raíces— se hundían en la gleba oscura, al igual que ella misma gustaba de enterrar sus piececitos en la blanda arena de la playa de Nirai, cuando sus padres la llevaban al principio de todos los veranos. El árbol tenía también cara, un óvalo imperfecto formado por grietas y rugosidades que le daban cierto aspecto triste. La piel de aquel rostro estaba cuarteada, como la de los campesinos de los bancales de arroz, que Kaori había visto en fotos, y aunque para el resto del mundo tuviera un gesto imperturbable, ella era capaz de notar pequeños cambios, ciertas señales de alegría o de tristeza, fugaces emociones, y hasta había ocasiones en que el árbol lloraba lágrimas de resina diminutas que le nacían de lo más profundo, y solo ella, por supuesto, podía comprender sus cuitas.

 

La furgoneta amarilla de Correos se paró delante del centro social, que hacía las veces de sede vecinal, botica, sala recreativa, bar, locutorio, almacén y hasta salón de baile en Valcanoria, la pedanía más pequeña al sur del río Cuadros. También, cómo no, prestaba sus servicios como oficina del pedáneo. De haber sido agosto, a Ladislao no le hubiese extrañado demasiado la visita del cartero. Por aquellas fechas llegaban siempre, en una enorme caja, los bordados jaeces que ponían a las caballerías para acompañar en la romería en honor a la Virgen del Dulcémele. Pero era casi octubre, y para entonces en Valcanoria quedaban solo aquellos que tenían demasiados años para no haberse marchado en su momento o demasiado pocos para pensar en hacerlo ya. Por eso, cuando Ladislao vio aparecer a Migueláñez portando en sus manos la gran caja, no pudo evitar poner aquella cara circunspecta, que no era muy distinta de la que ofrecía a cualquiera de los vecinos de la aldea cuando lo asaltaban con ánimo de pedir cualquier favor.

—¿Eso no será un paquete bomba? —quiso bromear Ladis, aunque el chiste era malo de solemnidad, puede que incluso más para un empleado de Correos.

—Viene de Japón. ¿Tú has pedido algún televisor o algo parecido? Pesa como un televisor.

—Sí, con cargo al presupuesto de la pedanía —ironizó—. Como no compre uno de tercera mano de cuando rodaba Pat Morita…

El cartero se encogió de hombros mientras depositaba sobre la mesa del despacho el voluminoso bulto. El envío venía certificado y Migueláñez extendió el recibo a Ladis para que firmara. En el papel de estraza en el que estaba envuelto, a Ladis le pareció distinguir algún sello oficial.

—Eso o una muñeca hinchable, vete tú a saber… —guiñó el empleado a Ladis cuando salía por la puerta, no sin antes recibir el certero impacto de una bola de papel lanzada por el destinatario del paquete.

Al abrirlo, con suma parsimonia, quedó visiblemente impresionado. En su interior había una gran profusión de documentos, todos ellos en japonés. Manuscritos, cartas, fotos. Una misiva de tres folios encabezada por un gran sello azul. Gran número de dibujos y bocetos. Muchos libros. Diarios, recortes de periódicos. Mapas, tablas de agrimensura. Incluso lo que parecía un título de propiedad. Entre los bocetos, casi todos de árboles, se repetía uno muy concreto, el de un ejemplar que, por su porte y características, se asemejaba a un olivo. En cuanto a las fotos, hubiera jurado que correspondían a un matrimonio japonés con su pequeña hija. Algo había llamado su atención. Pese a que casi todas eran antiguas Polaroid de los años setenta, retrataban, en diversos lugares del mundo, el progresivo crecimiento de la niña, pero solo hasta una cierta edad. Eran cientos y Ladis comenzó a pasarlas cada vez más rápido, siendo presa de una creciente impaciencia. Sin embargo, un gran mazo atado con cordel le hizo de pronto detenerse. En las imágenes había algo familiar. El matrimonio con la niña aparecía en un lugar que él reconocía. Un jardín, una pequeña casa, un pozo. En las fotos, ya a color, se apreciaba el verdor de los olivos y las parras, como una media luna en torno a la familia, casi siempre posando en una fuente o cerca de ella, como si ya entonces, hacía tanto tiempo, la hubiesen percibido como un discreto edén en medio del paisaje terroso que los rodeaba. Aquel lugar estaba en Valcanoria y hacía mucho que había sido abandonado. Siempre lo recordaba así y, por raro que pareciera, nada sabía acerca de él. Solo que lo llamaban «el Huerto de los Japoneses».

 

El 23 de julio de 1979 fue un día extremadamente caluroso. En muchos lugares de España se alcanzaron los 44 grados y, según algunos registros, se superaron los 45 en ciertas zonas de Córdoba y Jaén. El matrimonio formado por el señor Ichiro Tanaka y su mujer, Sayuri, junto a su hija Kaori, de seis años, habían salido a las once y cuarto de Granada y esperaban llegar a Toledo antes del anochecer. Alquilaron un Seat 131 blanco, en buen estado. El coche parecía robusto y con él tenían pensado visitar los lugares que les habían recomendado como imprescindibles antes de partir. Por curioso que pudiera parecer, la responsable de aquel viaje no era otra que la niña. Pese a su enfermedad, la pequeña había terminado el curso superando todas las expectativas, y sus padres quisieron premiarla llevándola al lugar del mundo que ella eligiera. Desde siempre los atlas habían llamado su atención. Las montañas, los ríos, las fronteras. Aquel día de mayo decidieron colocarla ante un globo terráqueo y, por alguna razón que no sabían, posó su párvulo dedo índice sobre un trocito rojo rodeado de azul donde ponía Supein. Sus padres se miraron con vivo escepticismo. Pese a haber sido avezados viajeros desde jóvenes, ni el señor Tanaka ni su mujer habían visitado nunca España. Apenas pudieron mencionar algunos tópicos manidos y, a decir verdad, en aquel momento se sintieron incapaces de asegurar si en ese sitio aún gobernaba un general. Echaron mano de alguna enciclopedia, pero esta no se encontraba actualizada y en las librerías escaseaban las guías que hablaran del país. Solo dieron con una edición barata de bolsillo que les mostraba a mujeres morenas ataviadas con vestidos rojos de lunares y hombres con ceñidos trajes que parecían contonearse ante cornudas bestias negras muy parecidas a bisontes. No entendieron con certeza si el árabe era aún lengua oficial. Pese a todo, la señora Tanaka insistió en que se respetara la voluntad de la pequeña y el señor Tanaka no puso ninguna objeción.

No llevarían dos horas de viaje cuando encontraron una indicación que señalaba Úbeda. Recordaron que aquel nombre figuraba en la guía y no les pareció que la ciudad estuviera demasiado lejos. Tomaron el desvío. Sin embargo, no debieron hacerlo con acierto, pues poco después se hallaron en una estrecha carretera que discurría por un campo agreste. Para más inri, el carburador del coche se averió y debieron dejarlo aparcado bajo una encina, mientras ellos salían en busca de alguien que les pudiera socorrer. No parecía tarea fácil encontrar un alma en el lugar. No había casas y la carretera se angostaba en un camino flanqueado de abrojos en cuyo seno se oía el rabioso cantar de las chicharras. Caminaron largo rato bajo el sol, que caía con una incandescencia casi líquida. No llevaban agua y, por primera vez, temieron por la niña. Cuando empezaban a desfallecer por el cansancio, Kaori señaló con su pequeño dedo un punto apartado del camino. En efecto había allí vegetación y un tintineo cantarín delataba el chorro de una fuente. Corrieron los tres por los terrones secos con sus últimas fuerzas, y, como beduinos que llegaran al oasis perdido de Zersura, se dejaron caer en un charcón en el que pululaban ranas y libélulas. Un chorrito que manaba entre piedras llenas de verdín sirvió para calmar su sed. Salía de un talud musgoso sobre el que crecía un árbol imponente y basto. Sus espesas ramas eran como greñas que caían tapándole la cara, llena de manchas de liquen y cortezas. Sus raíces se hundían como manos buscando la frescura. Parecía, en verdad, un monstruo viejo, cansado y achacoso. Entonces la niña dejó de chapotear e hizo algo inesperado. Se acercó al árbol e intentó abrazarlo. Apenas consiguió rodear una pequeña parte de su tronco.

 

A Ladis le esperaba, como siempre, su casa silenciosa. Aquella noche la suma de quehaceres cotidianos le hizo llegar tarde. Portaba, además, aquella especie de maleta llena de abigarrado texto indescifrable. Solo había, en realidad, un documento que no ofrecía dudas. Eran las escrituras de la casa ahora abandonada y el pequeño terreno circundante. «El Huerto de los Japoneses». Pero, ¿quiénes habían sido, en realidad, aquellos japoneses y qué habían venido a hacer allí? Se le ocurrió llamar a Grego, el vecino cuya propiedad lindaba con el huerto. Pero el pobre hombre tendría ya noventa años y dudaba mucho de que pudieran llegarse a entender. Se quedó meditabundo, oyendo solo el lejano ladrido de los perros. En aquel momento echó de menos, acaso más que nunca, tener a alguien con él, alguna compañía. Tomó en sus manos los papeles. Todo aquello le venía grande. No sabía por dónde empezar. Se le ocurrió, no obstante, que lo primero era saber qué le decían y quién quería decírselo. A partir de ahí podría decidir. Entró en internet y buscó una página de anuncios de trabajo. Escribió, de corrido, «Se busca traductor de japonés». La ficha tenía un apartado donde ponía «Remuneración», que dejó en blanco. ¿Qué podría haber puesto si en la cuenta de la entidad local no había más que telarañas? Ya pensaría cómo iba a arreglar esa cuestión llegado el caso. Añadió su número de teléfono y publicó la oferta. Sin embargo, con condiciones tan poco definidas, quizá no respondiera nadie. Miró a la calle solitaria y se fue a dormir. Soñó mucho y, como de costumbre, no recordó absolutamente nada al despertarse. Antes de salir de casa encendió el ordenador y abrió el correo. Al parecer, alguien había respondido a la oferta publicada la noche anterior en la página de anuncios. Se llamaba Hitomi. En ese momento aún no sabía que era un nombre de mujer.

 

Cuando aquel verano volvieron a la ciudad de Kobe, donde residían, los señores Tanaka y su hija Kaori se sentían tristes. Pero no porque no hubiesen visto casi nada de España en su viaje. Se sentían afortunados de haber encontrado, por accidente, aquel pequeño rincón del paraíso. Renunciaron con gusto a todo lo demás: Madrid, Toledo, Salamanca. La niña parecía sentirse allí colmada y serena, como no la habían visto en mucho tiempo. Encontraron al dueño del terreno, que no era más que una pequeña haza por donde discurría un regajo que nunca se secaba. Cerca del enorme olivo había una casita encalada, no muy grande. Lo compraron todo por ciento treinta y cinco mil pesetas, no sin iniciarse antes en el taimado arte del regateo. Se quedaron allí el resto de sus vacaciones, que no eran demasiado extensas. Antes de marcharse adecentaron todo, con miras sin duda a regresar tan pronto como sus obligaciones se lo permitieran. Cuando se interesaron por averiguar de qué variedad era el vetusto ejemplar que había junto a la poza, su anterior dueño no supo qué decirles.

—No es de aquí. Es casi un acebuche. Es un olivo zafío, que solo tiene cuerpo. Es además muy rácano. Echa solo unas olivillas raquíticas, que más parecen huevos de lombriz.

La niña se echó a llorar después de que su padre se lo tradujera. Le dolieron las palabras con las que el hombre se había dirigido al viejo olivo. Porque no era raro, ni zafio, ni rácano, ni inútil. No, al menos, para ella. Cuando pegaba su cara al rudo tronco le parecía oír el bisbiseo de su savia, con el que el anciano le hablaba de algún modo. Y le contaba recuerdos de tormentas, de mayos floridos y de largos seranos a la sombra de sus ramas fragosas. Era aquel un lenguaje, el de su sangre verde, que solo servía para ella, y supo entonces que ella y el árbol no eran diferentes. Él, solo en el mundo, en su rareza; ella, sola también, por la rareza de su enfermedad.

En la tierra negra de la casa de Kobe, los esquejes del árbol no agarraron. Uno tras otro se pudrieron, acaso por el clima. Aquel otoño, Kaori empeoró. La distonía y los problemas de crecimiento se incrementaron y no pudo ya iniciar las clases. El señor Tanaka preguntó por toda la ciudad, y le dijeron que, en Japón, solo se criaban olivos en el Mar Interior, en Shodoshima. Como no era posible regresar a España, decidieron buscar lo más parecido que hubiera en su país. De punta a punta, la isla no tendría más de diez kilómetros, y al norte, no lejos de la costa, hallaron un olivar dispar, donde crecían árboles de muy distinto porte. La niña corrió enseguida hacia el más viejo.

—Este, papá, este —dijo con su pequeña y desmadejada lengua. Hincó sus rodillitas en la tierra negra y lo abrazó, como había hecho en Valcanoria.

Allí, sin duda, residía el kami y muy cerca del árbol levantaron el minúsculo santuario. Cuando un año y medio después murió Kaori, supieron que también era aquel el lugar donde debían descansar sus restos. No por esperado el dolor se hizo más liviano. El señor Tanaka se fue abandonando poco a poco. Durante sus últimos años se volvió huraño y solitario, y dedicaba todas las horas de sus días a recopilar recuerdos. Fotos, libros, cartas. Cualquier cosa que hablara de su hija. Murió poco después. La señora Tanaka lo encontró en su cama. Su gesto era apacible. Poco después supo que hacía tiempo que tiraba por el retrete las pastillas para el corazón.

 

Hitomi se bajó del autobús, en Valcanoria. Habían pasado apenas cuatro días desde que Ladis publicó el anuncio. Este vio aparecer por la puerta de la pequeña oficina del centro social a una muchacha pálida, de tez casi cérea, endeble y sonriente, que le saludó con la habitual inclinación de cabeza japonesa. En un correo previo le había contado que era licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Ritsumeikan y que hacía un postgrado en Granada. Tenía diecinueve años y, tras su aparente fragilidad, había un brío casi intimidante en sus vivos ojos oscuros.

—Me he perdido dos veces. Disculpe mi retraso —dijo solemne a modo disculpa, mientras tendía a Ladis su delgada mano.

Llegar a un acuerdo no fue nada difícil. Mientras duraran sus estudios, Hitomi vendría a Valcanoria los fines de semana. Correrían con los gastos de desplazamiento y manutención, le anunció Ladis, sin decirle que en realidad lo haría él, de su propio bolsillo. Varios vecinos se ofrecieron a alojarla en sus casas. En cuanto al trabajo, se sintió enseguida emocionada ante la perspectiva de bucear y desentrañar lo que la voluminosa caja contenía. Llegaba los viernes por la tarde y se encerraba en la habitación del centro social reservada exclusivamente para ella. Allí se la veía enfrascada entre papeles, la luz del flexo a veces encendida hasta la madrugada. No había pasado un mes cuando se presentó en la casa de Ladis un domingo, poco antes de que pasara el autobús de línea que la llevaba hasta Jaén.

—He terminado todo —le anunció, tras su habitual reverencia.

—¿Has terminado? ¿Tan pronto? No me habías dicho que fueras tan deprisa. Y bien, ¿qué hay? ¿Qué dicen los papeles?

—Muchas cosas. Le entregan su legado.

—¿A mí? ¿Quién lo entrega? ¿Qué legado?

—A Valcanoria. El señor y la señora Tanaka dejaron testamento. Donan su propiedad de aquí. El Huerto de los Japoneses. También donan dinero. Ocho millones de yenes, más o menos. Quieren que se cree un centro-museo de Kaori.

—¿Quién es Kaori?

—Su hija pequeña. Murió por una enfermedad.

Así que aquella era Kaori. La niña que crecía en las fotos, lentamente, y cuyo rastro de pronto se perdía. El centro y fin de todo.

—¿Cuánto son ocho millones de yenes? —preguntó, no sin cierto recato.

—Lo que gana mi padre en Japón trabajando durante dos años.

 

Son muchos los que hoy en día hacen una parada en Valcanoria cuando viajan, por placer, entre Jaén y Úbeda. La aldea es pequeña pero esconde un singular tesoro. Su nombre, El Jardín de Kaori, no es más que un adelanto de la historia que uno descubre en su interior. Al llegar, atiende una muchacha de apariencia frágil, pero que lleva en su alma toda la hospitalidad del país del sol naciente. Decenas de raras variedades de olivo pueblan el vergel. Hay quien dice, incluso, haber oído la risa de la propia Kaori entre las fuentes. Pero también es posible que se trate solo de un evocador efecto de la sugestión.

 

 

Scroll Up