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68. La torcaz

Julio Caballero Tavira

 

Ya para finales de agosto, después de que los pichones de su última empollada volaran campando por sus fueros en pos de nuevos horizontes, siempre hacia poniente, poco podía hacer el macho torcaz salvo abandonar el nido en una rama de un alcornoque serrano, cercano a un regato seco, y buscar nuevas tierras donde pudiese encontrar comida y agua. El estío de aquel año era cruel, más que el de los pasados, y machacaba inmisericorde la sierra, poblándola de hojarasca y ramajes secos. Apenas había hojas o brotes tiernos, y las lombrices había que buscarlas hozando profundo -más profundo de lo habitual- con el pico. Había estado comiendo larvas de hormiga, pero eso no era suficiente, porque todo estaba demasiado seco y la gusanera más jugosa excavaba hondo buscando la humedad.

Pero su vuelo era poderoso, siempre lo fue, y nunca le supuso problema alguno orientarse hacia la humedad, juntándose con otros machos, —a decenas, a centenas— pino a pino, alcornoque a alcornoque, encina a encina o carrasca a carrasca. A medida que se desplazaba, se le unían más y más individuos que, como él, acababan de abandonar sus nidos, y el triple de pichones con sueños de pareja. Y, llegado a su destino, siempre se había topado con alguna hembra con la que concebir nuevas empolladas. Había tenido esa suerte durante tres estíos y tres inviernos completos.

Aunque el cielo parecía una inmensa eternidad, siempre que volaba lo hacía en un espacio estrecho, como si solo pudiese hacerlo en el interior de una jaula volante. Temía dar con su pico en la cola del de adelante, con su cola en el pico del de atrás, con su ala derecha en la izquierda del de su derecha, y viceversa. El que nunca hubiese ocurrido la catástrofe en pleno vuelo, a muchos metros de altura, debía ser cosa de algo mucho más poderoso que él, que los árboles, que los ríos, que los montes, que las llanuras, que las nubes o que el mismo sol.

En su derredor, miles y miles de gorjeos que se entremezclaban entre sí solapándose en un escandaloso y estridente chillerío. No podía comunicarse con su vecino de viaje sin gorjear hasta casi hacerse saltar el pescuezo, forzando su débil tono. No quería, salvo acabar volando con dos, tres o cuatro como él, a lo sumo. Pero eso a él no le interesaba tanto como el volar en solitario, y buscar su hembra también en solitario. Además, quería que siempre fuese la misma, porque debía ser alguien especial a la que dedicar su vida, sin más preocupación que el de ayudar a construir el nido, contribuir a la empollada, buscar comida, y volar en libertad junto a su hembra para volver a empezar de nuevo.

Con el alba del día siguiente, el bando comenzó a levantar el vuelo hacia poniente, como siempre, despoblando las ramas. Él hizo lo mismo batiendo poderosamente las alas, pero cuando iba ganando altura, doblando su cola decidió pegar un cambio brusco de sentido y giró en dirección opuesta, hacia levante. Allí donde el sol comenzaba a salir. Al fin y al cabo, buscar la salida del sol era como buscar su nacimiento y eso, el nacimiento de los pollos, era lo que precisamente perseguía, sin tener que refugiarse cono hasta entonces en reposaderos ocultos en las ramas de los árboles, atestadas de otros como él, en los que ayudar a construir el nido. Allí, en el lugar por el que sol se levanta, encontraría a su hembra para que naciese una nueva pollada.

Voló un par de días solo, sin oposición y sin enemigos que le atacasen, como las águilas o los halcones. Hasta que al tercer día divisó unas altas montañas en la lejanía, que se sucedían como si del espinazo de un animal se tratase. Antes había visto montes altos, pero jamás esas montañas cuyas cumbres parecían tocar al mismo sol. Atraído por una fuerza invisible, el torcaz se dirigió hacia ellas, batiendo sus alas con más fuerza que nunca. Y fue en un momento dado cuando, después de pegar un último golpe de su cola hacia el sur, que se abrió de repente ante sus ojos unos amplios campos abiertos de lomas quebradas, blancas como blancas eran las cimas de aquellas montañas altas del horizonte, en los que interminables hileras de árboles no muy altos, de copas densas y verdes, se sucedían mágicamente, como si alguien o algo las hubiese dispuesto así, en unas filas tan perfectas que no pudo si no orientar su cola hacia arriba y descender para verlos mejor, bajando al mismo tiempo el ritmo de su aleteo.

Los árboles eran de un tronco grueso y rugoso, y parecían firmemente sujetos al suelo, en ocasiones tan claro que no parecía tierra. Las ramas eran fuertes, con muchas ramitas más pequeñas que se bifurcaban en todas direcciones. Y las hojas, de un fuerte color verde oscuro, eran alargadas; no muy grandes, pero tan agolpadas las unas a las otras que se diría formaban entre todas un techo fresco y seguro. Y, lo mejor de todo, es que esos árboles densos y fuertes estaban cuajados de una pequeña fruta verde, de un verde algo más claro que las hojas. Las había a millares, a decenas de millares; incontables como las hojas que las acompañaban. Cada árbol como aquellos que sobrevolaba podía dar de comer a medio bando de torcaces. Por lo menos.

Cuando llegó a una morra, ya cansado, el torcaz se posó sobre una rama saliente de uno de aquellos árboles. Su base, en efecto, era fuerte, pero lo suficientemente suave para no hacerse daño en las patas. Desde allí podía otear los inmensos alrededores, que no mostraban sino más árboles igual a ese sobre el que se había posado. En todas direcciones, los mismos árboles perfectamente alineados, separados unos de otros a la misma distancia. Al fondo, en el horizonte, las montañas altas con esas cumbres blancas, como la tierra bajo sus patas. Tenía hambre, así que decidió probar una de aquellas pequeñas futas verdes que le rodeaban. ¿Qué serían? Y picoteó una.

La piel de la fruta era áspera, y el jugo que despedía abundante, pero algo picante, tampoco le desagradaba. Le gustaba, en definitiva, porque le impresionaba el paladar. Pero, lo mejor de todo, era que podía comer hasta hartarse… y no había tantas torcaces que le disputaran su comida; las que había revoloteaban por aquí y por allá, pero aquellos páramos arbolados eran tan grandes… Aquello lo sentía suyo, era suyo. Y, por añadidura, por allí se olía a hembra. Cobijo, amplitud, comida, agua, hembras…era el sitio ideal, así que decidió quedarse. Y, quien sabe, lo mismo jamás se marcharía. Cerca, una ribera hacía sonar su agua con un campanilleo que le era muy familiar.

Después de comer y beber, regresó el torcaz a su rama para descansar. El sol comenzaba a asomar con fuerza por detrás de las altas montañas con las cumbres blancas, cuando de repente un ruido machacón, le despertó. Era un ruido al que no estaba acostumbrado, escandaloso como el gorjeo del bando que había dejado volando hacia poniente, pero mucho más desagradable. El volumen del ruido iba subiendo paulatinamente, y por ello el torcaz supo enseguida que se iba acercando. Y, de entre el ruido, que ya se iba tornando ensordecedor, un gorjeo raro y variado que nunca había escuchado antes. Se inquietó y levantó el vuelo, curioso, para comprobar qué era aquello que había perturbado su sueño.

Y vio cómo un par de animales, raros como nunca había visto antes, grandes y ruidosos, seguían un camino blanco como el suelo que estaba bajo sus patas, levantando una polvareda que se elevaba hacia el cielo. Aquellos dos animales grandes, brillantes y de vistosos colores, se detuvieron bajo la primera fila de aquellos árboles tan perfectamente alineados, y descendieron otros animales más pequeños, pero más grandes que las torcaces. Caminaban sobre dos patas, como las torcaces, pero sus patas eran más largas. Y, en lugar de alas, tenían otro par de patas acabadas en lo que no eran plumas, de eso estaba seguro. Se acercó más, a la segunda fila de árboles, y pudo contemplar mejor a aquellos animales. Ahora sí estaba seguro; los reconocía porque ya antes los había visto: eran hombres, que voceaban con escándalo desplegando unas anchas manchas oscuras a los pies del primero de aquellos árboles. Gorjeaban a voces, queriendo hablar unos sobre otros. Y, de repente, el torcaz sintió un escalofrío por todo su cuerpo, que le hizo levantar de nuevo el vuelo en dirección contraria, alejándose del lugar. Porque recordó que muchos hermanos torcaces suyos habían caído derribados, muertos después de un atronador estampido, ensordecedor como el trueno cuando el cielo se tornaba del mismo color oscuro de su cuello.

En un primer momento, pensó el torcaz en marcharse lo más rápidamente de aquel lugar que le había parecido un paraíso y, de hecho, levantó el vuelo con fuerza. Pero después de dar un rodeo por la zona, sembrada de árboles como el que había dejado, sintió el deseo del hambre y la sed, y la atracción de la libertad en solitario. Vio cómo otras torcaces, no muchas, revoloteaban sobre aquellos campos que se perdían en el horizonte de las altas montañas de cimas blancas, sin marcharse. Así que decidió dar la vuelta para posarse en la misma rama desde la que había levantado el vuelo. La de uno de aquello árboles de copa de intenso verde, cuajada de frutas verdes. Comió y bebió en el arroyo cercano y, una vez ahíto, volvió a su rama escondida en la densidad de la copa. Y cerró sus ojos, descansando. ¿Por qué esos hombres habrían de hacerle daño?

Al cabo de un rato, sintió un ruido a sus pies. Un ruido de pasos quebrando las ramitas y las hojas del suelo. Y sintió un olor que antes jamás había sentido pero que, de alguna manera, le puso en alerta. A sus pies, uno de esos hombres recogía agachado en el suelo los mismos frutos que atestaban su árbol, y que se habían caído. Era pequeño. Fijándose aún más, y sabiendo cómo eran los hombres, supo que se trataba de una cría. Una cría de hombre. Un pollo de hombre.

Bajó un par de ramas para verlo mejor, y se dio cuenta el torcaz de que el gesto de la cara de esa cría no era tan severo como el de los adultos. Diría que era dulce. Como el de los pollos cuando están a punto de volar la primera vez. Como el de una hembra cuando empolla a sus huevos. El batir de sus alas al descender un par de ramas llamó la atención de la niña, que dirigió su mirada arriba. Y ambos, torcaz y niña, las cruzaron.

— ¡Hola!, le dijo la niña. ¿vives aquí? Nunca te había visto antes en el olivo del cerro…

El torcaz no entendía nada, pero intuía que las intenciones de aquella cría no eran hostiles. Más bien, amistosas.

— … he venido con mi familia a recoger la primera aceituna. Dice mi padre que es la que mejor se paga. Eso dice. Yo vengo a ayudarles a recoger la caída en el suelo, y me lo paso bien…

La torcaz bajó una rama más, y descubrió a la niña su pecho gris oscuro, sus patas rojizas y su cuello casi negro, que una línea blanca separaba del gris de su cuerpo. Había perdido el miedo y la curiosidad le había podido. De repente, no entendía por qué los suyos le habían prevenido tan seriamente sobre los hombres, y las consecuencias de volar sobre ellos si no era a mucha altura.

— Eres muy bonita. Y grande. Más grande que las que vuelan en la cortijada. Porque vivo en una cortijada aquí cerca, al otro lado de aquellos cerros.

El torcaz miraba el curioso plumaje de la cría, que no parecían plumas como las que estaba acostumbrado a ver. Era de vivos colores, como los de los faisanes, y no parecían pegados a su cuerpo. Vio cómo la cría metía la mano en el buchón que llevaba colgado a su lado, y sacaba unas apetitosas y grandes semillas.

— … he traído almendras. Me gustan mucho las almendras. ¿Quieres una?

Y, por fin; en un alarde de coraje que le salió de los más profundo de su corazón, el torcaz descendió hasta posarse sobre una de aquellas alas tan raras y sin plumas de la cría. Desde luego, el tacto no era de plumas, y era suave para sus patas. La niña, sintiendo que el torcaz se había posado sobre su hombro, esbozó una amplia sonrisa, y abrió su mano con un par de almendras en la palma. Y el torcaz no lo dudó: saltó sobre la muñeca de la niña, y comenzó a picotear una de ellas con avidez. Su sabor era distinto al de los frutos verdes del árbol, pero igualmente intenso y oleoso. Y oyó a la cría hacer unos sonidos guturales que relacionó con la felicidad: la niña reía mientras veía cómo aquella gran torcaz, cuyo peso sentía en su muñeca, le comía en la mano.

Cuando terminó sus dos almendras, saltó para posarse en el hombro de la niña.

— … seguro que tienes sed. Las almendras dan mucha sed. Pero en mi bolsa llevo agua…

Y la niña echó un poco de agua sobre su palma, que no tardó el torcaz en beber. A medida que metía su pico en el agua, la niña iba echando un chorrito fino sobre su palma. Una vez saciada su sed, el torcaz levantó su vuelo y volvió a posarse sobre la rama más baja del olivo.

— Tengo que irme, paloma. Voy a llevar a mi familia toda esta aceituna que he recogido. Y creo que mañana echaremos la manta al pie de este olivo. Mañana nos veremos, y te presentaré a mis padres y a mis hermanos. Podrás comer muchas más almendras y beber más agua.

Y vio el torcaz que la cría se marchaba por donde había venido, hasta desaparecer por detrás de la primera colina.

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La noche fue descansada y serena. Pero a la mañana siguiente, cuando el sol se levanta y el hambre acucia, un ruido creciente llamó su atención. Venían hombres por la senda que la cría había tomado al marcharse el día anterior. Gorjeaban alto haciendo ruido, e incluso escandalizaban el campo. Tras ellos, veía unas inmensas manchas oscuras, tan anchas como el árbol en el que descansaba. Y, sobre sus alas sin plumas, unas largas ramas, rectas y peladas, sin ramitas ni hojas, apuntaban al cielo. Jamás había visto esas ramas tan rectas y sin nervios, y tan peladas. Todo aquello le creó inquietud, aunque le sorprendió ver a la cría entre aquellos hombres que, estaba seguro el torcaz, eran machos y hembras. Entre ellos, los había más pequeños, como la cría; y otros, no tanto. Supo entonces que eran más jóvenes que los que portaban las ramas largas y rectas. Los hombres debían ser como las palomas: los había más viejos, los había más jóvenes, y los había pollos. Como la cría que iba con ellos, y que le había dado de comer el día anterior.

A pesar de su inquietud; que sabía que algo no marchaba bien, el torcaz permaneció en su olivo del cerro, saltando a las ramas más tupidas de la copa.

— …Echa ya la manta, que con éste ya acabamos esta hilera…

Los hombres extendieron la mancha oscura al pie de su árbol, tapando el suelo que, de repente, había cambiado su color de blanco a negro. Y, pasados unos momentos, los más grandes de entre ellos esgrimieron aquellas ramas larguísimas y rectas, y comenzaron a golpear la copa del árbol; de su árbol. Y éste se estremecía, en una vorágine de hojas, ramitas y frutos, que se desplomaban hacia el suelo. Aquella paz del árbol se tornó, para el torcaz, en un infierno. Peor al de la escandalera de los suyos cuando emigraban hacia poniente. Los chasquidos de las ramas se sucedían, y parecía que el árbol entero iba a derrumbarse. El torcaz veía cómo, ante sí, los frutos caían como una lluvia sin agua, dejando peladas las ramas.

El torcaz no pudo más, y decidió huir de aquel infernal lugar batiendo sus alas con fuerza hacia otro árbol cercano a éste, de similar copa. Vio cómo unos hombres agitaban con fuerza aquellas largas ramas, rectas como rayos de sol, mientras otros, los más jóvenes y las hembras, recogían la fruta que caía sobre la mancha oscura. Y entre ellos, la cría de hombre.

— ¡Las varas más rectas, los golpes más secos!, decía uno de los hombres. ¡Más fuerza en los brazos, que os puede el cansancio… que éste es el último! El agua y la comida vendrá después… ¡no quiero ver una aceituna en el suelo, así esté picoteada por los pájaros. ¡Ésas, al otro saco!

La niña se afanaba con sus hermanos y su madre. Y, de vez en cuando, miraba con tristeza hacia la copa del olivo. Hasta que uno de ellos, exclamó:

— ¿Habéis visto al palomo salir del olivo hacia aquel otro?

— … Pues ya sabes…

Y el torcaz, viendo que uno de los jóvenes se acercaba a su nuevo árbol con una caña oscura en los brazos, decidió levantar de nuevo el vuelo para alejarse.

Sintió un golpe en su costado, una quemazón más caliente que el sol del mediodía. Y después, la negrura. El joven volvió con el palomo colgando de su mano, las alas desplomadas.

— ¡A este lo desplumo ya, y al puchero; bien tirado, hijo! Si siempre fuese así… ¿qué te pasa, hija mía? ¿No te alegras de un buen palomo para las papas con habichuelas?

Pero la niña solo podía mirar hacia la copa del olivo, con sus ojos bañados en lágrimas.

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