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67. Gris y verde

Iteo

 

En aquel tiempo había recibido el encargo de un estudio de la vegetación de ribera de los arroyos afectados por un proyecto de construcción de conducciones de agua potable. Nada remotamente parecido al sueño de trabajar en el parque de la Sierra de Andújar o de Mágina, pero suficiente para dar mis primeros pasos como biólogo y, por qué no decirlo, magnífico para pagar facturas pendientes.

Era un titulado casi sin inexperiencia al que le habían dado la oportunidad de poner en práctica sus conocimientos de botánica y no estaba yo como para poner peros al primer proyecto de cierta relevancia que me ofrecían ni a unos ingresos que necesitaba con urgencia. El piso que acababa de alquilar en Jaén no se pagaba solo y trabajos como ese me venían de perlas para a ir tirando mientras encontraba algo más atractivo.

De modo que cuando llegó el primer día de trabajo en los arroyos me levanté ilusionado con el plan, agarré la fiambrera que había llenado con unos restos de la cena del día anterior y una cantimplora por si se me hacía tarde en el campo y me dirigí en mi Opel Corsa de segunda mano a Villardompardo. Allí me esperaba la reunión de inicio de obras en una sala facilitada por el consistorio del municipio.

—¡Qué tal Félix! Bienvenido a nuestro acueducto y nuestros campos de olivos. Me llamo Claudio, soy el ingeniero que va a dirigir este proyecto. Me han dicho que hace poco que te has unido a nosotros—dijo en tono festivo.
—¡Gracias! Sí, me uní la semana pasada, hoy es el primer día de trabajo de campo, tengo ganas de empezar—respondí un tanto sorprendido de asistir a una reunión de solo dos personas.
—Bueno, tampoco hace falta que te des mucha prisa, tus árboles no van a correr.
—Espero que no—dije riendo—menudo susto si los veo desaparecer.
—No creas—contestó repentinamente serio.
—¿No va a venir nadie más a la reunión? —pregunté indeciso ante el cambio de humor.
—No, no va a venir nadie más, los demás no han podido asistir, quizá fue un error convocar esta—concluyó terminante.

La reunión a dos continuó unos minutos más, pero lastrada por el inicio inesperado y la actitud del ingeniero mirándome torvamente durante todo el encuentro, prevenido y agresivo a la vez, del modo en que se mira a alguien que ha insinuado con sus palabras conocer nuestro secreto y estar dispuesto a revelarlo en público. No me sorprendió pues cuando se detuvo a mitad de una frase, agitó la cabeza contrariado, cerró el dossier que reposaba sobre la mesa, lo puso en su cartera, se levantó ayudado de un bastón de acero en el que no había reparado hasta ese momento y se despidió con un adiós seco, sin cerrar la puerta a su espalda, cojeando levemente. La actitud alegre inicial se había evaporado dejándome meditando sobre qué es lo que podría haber causado su cambio de humor. Me sentí desconcertado, tuve la sensación de haber asistido a algo que no encajaba bien con las indicaciones que había recibido en la central de Jaén. Pero no se trataba del abrupto final de la conversación sino de algo en el gesto de Claudio.

De todos modos, pese a lo insólito de la situación y la repentina marcha del ingeniero, hice todo lo que pude por olvidar el incidente. Empecé a pensar en las puertas que se me podrían abrir si hacía bien mi trabajo, en las metas que me había marcado, en cualquier cosa que suprimiese el mal sabor de boca que me había dejado la conversación con el ingeniero; no quería empezar con mal pie en el trabajo ni que un excéntrico personaje me arruinase el día, así que arranqué de nuevo el oxidado Corsa y me dirigí al punto kilométrico donde la carretera a Escañuela cruza por encima del arroyo de la Maestra. Me esperaban sedientos Juncos y Sauzgatillos y un Sol ya alto para empezar a trabajar sobre la escasa población de olmos que languidecían junto a las herbáceas.

Las jornadas se sucedían monótonas en el último aliento del verano, sin nada más que hacer que constatar día tras día el estado más que regular de la vegetación de los arroyos de Villardompardo. Solo el privilegio de poder contemplar el magnífico reflejo verde de los olivares al atardecer me resarcía de la pena que producía ver el desequilibrio numérico entre las dos masas vegetales.

De Claudio solo volví a tener noticia por lo que me decían en la central cuando preguntaba por él. Ni en Villardompardo ni en ningún otro lugar lo volví a ver jamás. Siempre que necesitaba contactar con él lo hacía a través de email o de alguno de los empleados de las oficinas. Allí alguien me trasmitía lo que quería Claudio de mí y yo, del mismo modo, le enviaba un email o dejaba una nota para que se la entregasen cuando necesitaba contactar con él.

Me supo mal el desencuentro, sobre todo porque no entendí el motivo de su brusca desaparición, pero la rutina de los días fue apagando el interés por su paradero.

Allí, en la población de Villardompardo, rodeado casi por entero por arroyos, en una península olivar, así es como me gustaba llamarlo, es donde tenía mi base. Acostumbraba llegar poco después del amanecer, desayunaba en uno de sus bares y después me dirigía solo al tramo de arroyo que tocaba evaluar. Un trabajo poco estimulante y menos aún sin compañía, lo suficientemente tedioso como para pensar que jugar a contar el número de olivos que veía cada mañana por la ventanilla del coche era una buena idea. De este modo un día descubrí que desde el primer olivo que quedaba a mano izquierda saliendo de Villlardompardo dirección Escañuela hasta que la carretera se cruzaba con el Arroyo de la Maestra había 86 olivos, pero haciendo el camino inverso, ahora mirando hacia la derecha de la carretera solo 85. La falta de un olivo me sorprendió y divirtió a la vez.

—Pero qué tonto eres Félix— pensé— cuentas olivos por puro aburrimiento y encima lo haces mal.

Sin embargo, como todavía tenía que hacer el recorrido unos cuantos días más, la siguiente mañana volví a contar los olivos entre el pueblo y la intersección de la carretera y el arroyo. Ahora el resultado fue de 85 olivos, la misma cifra que a la vuelta del día anterior.

—Problema resuelto—recuerdo haberme dicho—. No había un árbol menos, sino que había contado uno de más en el trayecto de ida, luego cuando vuelva volveré a hacer la cuenta y comprobaré que esa es la cifra correcta.

Pero no lo fue, esta vez fueron 84 los olivos del margen izquierdo de la carretera. No podía creer que me hubiera equivocado una vez más, estaba seguro de no haber olvidado ni uno de los olivos. Los conocía de memoria, llevaba muchos días haciendo el mismo recorrido y me irritaba sobremanera el error. Di media vuelta con el coche, a poco más de la velocidad del paso de un hombre que camina rápido y anoté los árboles en una libreta a medida que pasaba por su lado. De nuevo la cifra de 84 olivos volvió a aparecer.

Al día siguiente fueron ya 83 y después 82, 80… los árboles que quedaban en el tramo. Sin embargo, lo más desconcertante era la falta restos mostrando la actividad de los taladores de árboles; ninguna marca, sencillamente se desvanecían sin dejar rastro al contarlos. Era absurdo, no podían desaparecer sin ningún motivo, alguien debía haberlos robado, pero esa opción tampoco parecía tener mucho sentido, cómo podrían haberlo hecho, cuándo, para qué. Decidí hacer la cuenta a pie empezando por el lugar donde creía estar seguro de que antes había un olivo y asegurarme de que no estaba volviéndome loco.

Lo que vi casi lo logra. En ese espacio que antes ocupaba un árbol, no había nada, nada en absoluto, solo un damero similar a las áreas transparentes de un editor de imágenes. Nada parecido a tierra o piedras, solamente lo que parecía una fina capa de cuadrados en dos tonos de color gris, uno oscuro y otro claro.

No creo haber sentido nunca una sensación de terror más completa, fue una entera bofetada a la razón. Me encontré de frente mirando la contradicción a la lógica, contemplando lo que ningún otro ser humano hubiese observado antes. No recuerdo lo sucedido a continuación, puede que me desvaneciese o quizá se trató simplemente de la incapacidad de mi cerebro para elaborar una respuesta a estímulos más allá del conocimiento, no lo sé, pero al recuperar la conciencia me descubrí en la puerta del ayuntamiento de Villardompardo alertando a gritos a los funcionarios del fenómeno que acababa de contemplar.

Por supuesto, en un principio recibieron mi historia con incredulidad, pero ante mi insistencia y también al pequeño crédito que me concedía estar trabajando en el proyecto de canalización, accedieron a acercarse al lugar donde decía que habían desaparecido unos olivos. A pesar de lo estrambótica que les parecía la historia, el anuncio del robo de un elemento tan sensible como eran los olivos para una comunidad dedicada casi por completo a su cultivo les había arrancado la promesa de acompañarme al día siguiente a visitar el lugar del hurto.

—Bien, ya estamos en el primer punto donde nos decías, junto a la señal de tráfico que indica la distancia a Escañuela y Arjona, junto al cementerio—dijo el concejal de empleo y medio ambiente de Villardompardo— Espero que no estés jugando con nosotros y esto sea una broma relacionada con el cementerio. El señor Latorre, de la Guardia Civil, que también nos acompaña no lo permitiría. Por otra parte, el representante de la Sociedad Olesa, propietaria de los campos, el señor Llanos, está muy interesado en descubrir todo lo que sucede en sus campos, ¿no es así señor Llanos’
—Efectivamente, para nosotros es de especial importancia la integridad de todos nuestros olivos—confirmó el representante.
—Indíquenos el lugar del robo, por favor—interrumpió el guardia civil—desde aquí no vemos tierras removidas ni ningún tocón.
—¿Perdón? ¿Pero no lo están viendo? Aquí, delante de sus ojos. ¿No ven el absurdo juego de cuadrados grises junto a la carretera? ¿La superficie completamente lisa e irreal? ¿No ven que esta grotesca área cuadrada no pertenece a estos campos ni a nada que haya existido jamás en la Tierra? ¿Me están tomando el pelo? —dije casi sin aire, estremecido por lo ridículo de la escena—
—Tranquilo joven—respondió el guardia civil—aquí nadie está tomando el pelo a nadie. Solo le estoy preguntando por el lugar donde dice usted que han sustraído los olivos. Nos relató una desaparición, pero lo que vemos es un campo en el que no faltan los árboles que denunciaba. Esto me lleva a preguntarle: ¿Ha tomado alguna sustancia estupefaciente últimamente?
—¿Qué? —respondí atónito.
—Es igual, no es necesaria su responda. Lo mejor será que me acompañe al centro de salud para que le hagan un control de drogas y luego ya veremos. El señor concejal y el representante de la empresa supongo que volverán a sus ocupaciones.
—Así es, pero díganos algo luego—convinieron al unísono.

No podía creer lo que estaba sucediendo. La turbadora naturalidad con la que negaban el extraño fenómeno del olivar casi me hizo desconfiar de lo que estaba viendo: la nada absoluta manifestada en un ridículo damero. Pero no era posible que hubiese soñando algo como eso, yo me sentía real, sentía mi peso, el peso de los objetos que tocaba, su tacto, el calor o el frío que desprendían, la presión de las manos que estrechaba. Todo era real excepto el helado abismo de los malditos cuadrados grises. No sabía si mis acompañantes me estaban ocultando algo. Quizá pertenecían a algún disparatado complot llegué a pensar. El mundo se borraba delante de sus ojos y no eran capaces de verlo.

Empecé a sospechar que desaparecían olivos porque era lo que más abundaba en la comarca, pero no sabía tampoco si se trataba solo de eso. Quizás en otros lugares no solo eran los olivos los objetos que se desvanecían. Pero a pesar de mi advertencia lo único que se les ocurrió fue acusarme de ir drogado.

En el centro de salud comprobaron que efectivamente no había tomado ningún tipo de drogas y me dejaron ir a mi casa.

—Eres un buen chico. Es la primera vez que te metes en un lío, no lo vuelvas a hacer. La próxima vez no seré tan comprensivo—me dijo tuteando el guardia civil en la puerta del consultorio.

Y eso fue todo, una amonestación por haber importunado a la tranquila comunidad jienense con lo que decían eran mis fantasías y nada más. Nadie parecía ser consciente del borrado de los campos de olivos, del avance del siniestro tablero gris por la comarca olivarera. Ni siquiera estando en época de cosecha, con las fincas repletas de jornaleros, nadie reparaba en los espacios vacíos. Pasaban alrededor del área ausente sin advertir ninguna anomalía, como autómatas insensibles a lo que les rodeaba. Recogiendo las aceitunas en zigzag, sorteando sin saberlo el abismo que ocupaba cada día un poco más de olivar. Solo al finalizar la cosecha percibieron la mengua sustancial de toneladas de aceitunas respecto al año anterior.

—Una mala cosecha, la sequía nos va a hacer perder mucho dinero Este año vamos a tener que ir bien lejos para encontrar un olivar que dé beneficios—decían jornaleros y propietarios.

Pero continuaron ciegos a los estragos de la plaga que se extendía inexorable, a los ruegos que hacía para que fuesen conscientes de sus desplazamientos absurdos entre los olivos para no entrar en la creciente multitud de zonas insondables. No pude convencer a nadie de la catástrofe que acabaría destruyéndolos.

Lo intenté hasta el último día, rogué que abriesen los ojos al horror e intentasen huir y buscar un lugar seguro antes que ser alcanzados. Los alerté subido ya al coche que no volvería a pasar nunca más por la rotonda Corpus Christi tornada ya en lámina abisal. Subí por la pequeña colina que me alejaba de Villardompardo en dirección a un futuro incierto, vi por el retrovisor un paisaje gris tachonado de verde y sobre el asiento de atrás un bastón de brillo acerado.

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