
65. El olivar
Desde el porche del caserío familiar, sentado en un viejo sillón de mimbre, con la mirada perdida y su mente muy lejos, Serafín no era consciente de cómo los últimos rayos de sol se imponían a las nubes que habían vestido de gris toda la jornada. Aunque las altas temperaturas del mes de agosto habían favorecido la cosecha, los aceituneros estaban preocupados porque una posible lluvia a destiempo pudiese estropear la aceituna. Como cada año, toda la comarca volvía a convertirse en un lienzo de tonos verdes y amarillos, de corredores infinitos de olivos ancestros sobre la campiña andaluza, de varas y redes, de esfuerzo y algarabía, de vida. Los campos estaban llenos de aceituna madura y jóvenes y viejos habían empezado su recogida.
Regresar, esa había sido su principal meta de los últimos cincuenta años. Tras más de media vida en Argentina, su anhelo era volver a la casa en la que se había criado y pasar allí sus últimos días. Estaba agradecido a La Pampa por todo lo que le había dado: trabajo, una casa, dos hijas maravillosas y mucha gente que los quería, pero Serafín y Teresa querían regresar a su tierra, a la sobriedad de aquel pueblecito andaluz en el que habían nacido.
—El cielo se está poniendo anaranjado. Mañana hará buen tiempo —le dijo Tomás mientras llenaba un par de copas de vino tinto.
Serafín lo miró sin decir nada. Las arrugas de su rostro dibujaron una leve sonrisa mientras recordaba cómo de niño su madre le había enseñado la importancia del buen tiempo para obtener una buena aceituna. Recordaba con nostalgia como su padre mimaba los olivos, acariciándolos con sus manos ásperas y castigadas, como estudiaba los brotes para decidir cuáles debía cortar durante la poda y como arrancaba las hojas que cubrían con celo sus retoños, para que el sol pudiese hacer su magia en el fruto. Habían sido buenos tiempos. Recorría con su padre el olivar casi a diario, hablando de lo humano y lo divino, de cómo le había ido el día en el colegio, de los frecuentes castigos que le había puesto su madre por pelearse con su hermana, o de cómo le iba al Atlético Porcuna en tercera división. Aquellos paseos eran momentos en los que no tenía que compartir a su padre con nadie. Momentos en los que, siendo todavía un niño, le había dicho que no quería estudiar y prefería trabajar en el campo, en los que se habían reído de sus primeros escarceos amorosos con la hija del practicante o en los que habían llorado cuando se fue a cumplir el servicio militar. Pero, sobre todo, fue en uno de aquellos paseos cuando había hablado a su padre de su viaje allende los mares.
Los jornaleros charlaban mientras recogían los aparejos y los preparaban para el día siguiente. La jornada había sido fructífera y la aceituna era de una calidad excelente. El capataz le había anticipado que sería un buen año para aquella comarca y las buenas previsiones encendían el ánimo de un pueblo que vivía principalmente del dorado néctar que sus campos producían.
—Su hermana hizo un gran trabajo con todo esto cuando sus padres ya no pudieron ¿no le parece? —preguntó Tomás señalando el ejército de olivos que tenían delante.
El silencio por respuesta. No había olvidado aquella triste mañana en la que habló con su padre. La última vez que lo hicieron. A las once de aquel domingo, arreglados para escuchar misa en San Damián, su vecina Florencia les había avisado de que les llamaban desde España. Ella era la única en el edificio que tenía teléfono y su referencia en Argentina para cualquier urgencia de su tierra natal. Su padre le había rogado entre sollozos que volviese a casa, que su madre estaba muy enferma y que él solo no podía ocuparse del negocio familiar. Su hermana se había casado con un médico madrileño y se habían trasladado a la capital. Revivió sus respuestas entrecortadas, tragando saliva y conteniendo el aliento, tratando de hacer entender a su padre que no era un bueno momento para regresar. “Pero no olvide que le quiero, padre”, le había dicho justo antes de que éste, entre lágrimas, le dejase de hablar. La angustia de aquella última llamada le oprimía el pecho desde entonces, formando un cuadro de cicatrices que no podía borrar. De nada le sirvió la carta de su hermana Julia confirmándole que ella se haría cargo del olivar, que su marido se había podido trasladar a un sanatorio de Jaén y que no se preocupase por nada. Julia, la buena de Julia, que otra vez, como hacía desde que eran niños, cargaba con los errores de su hermano y los trataba de arreglar.
—¿Qué echa de menos de Argentina, don Serafín? —preguntó su acompañante, sentado a su lado.
Tampoco en esta ocasión abrió la boca, ni siquiera lo miró. A su mente acudió el recuerdo del desembarco en Buenos Aires, abrazado a su querida Teresa, cargado de sueños y esperanzas en un futuro mejor. El primo Andrés había vuelto al pueblo y le había llenado la cabeza con las excelencias de las tierras americanas. El disgusto de su padre y los llantos de su madre no fueron suficientes para frenar su carácter aventurero y sus ansias de libertad. Ahora, cincuenta años más tarde, con el cuerpo quebrado y el alma inerte, recordaba en silencio a todos los que le habían advertido del error que cometía. Durante los primeros años habían mortificado sus cuerpos en duros trabajos mal pagados, hasta que, a base de sacrificios, pudieron finalmente establecerse en una pequeña casa del barrio de Chacarita. Mientras él pasaba las noches cargando sobre su espalda grandes piezas de vacuno en una empresa cárnica, la buena de Teresa se ocupaba de sus hijas y de su casa, tras una jornada al servicio de una viuda adinerada de la capital. Habían sido años duros, solo amortiguados por sus dos pequeñas princesas y sus ganas de regresar. Recordó con tristeza cómo se enteró de la muerte de su madre, y como, poco después, recibió la notica de la enfermedad de su padre. Cómo se hundió cuando le confirmaron el cáncer de Teresa y la dureza de la despedida al no vencer la enfermedad. Aquella tierra, a la que le debía sus mayores alegrías, le había pasado una alta factura a la hora de cobrar.
—Doña Teresa, su esposa, también era de la tierra, ¿no? ¡Una pena lo que le pasó! —exclamó Tomás rellenando su copa por segunda vez.
Las palabras del doctor Fuentes se habían grabado en su mente como un tatuaje lo hace en la piel. “Cáncer de páncreas”. Teresa se había tomado la noticia mejor que él, y era ella la que tiraba del ánimo de la familia durante el calvario de su tratamiento. Recordaba cómo todos habían vivido aquel torbellino de noticias, con momentos que parecían prometedores y otros que echaban por suelo cualquier esperanza. No había podido cumplir su deseo de volver a pisar su tierra…aquel había sido su gran pesar.
—¿No va a probar el vino, don Serafín? Es una de las últimas botellas de la cosecha —insistió su acompañante.
Ni caso. Serafín rememoraba cómo un sábado al mes acudía al mercado central de Buenos Aires en busca de un gallego que tenía su puesto de alimentos allí. Manolo Piñeiro era toda una institución entre muchos expatriados españoles porque se dedicaba a importar al país los productos de su tierra. Patatas gallegas, vinos riojanos, fruta valenciana y, cómo no, su aceite de oliva. Por la mañana temprano le advertía a Teresa que iba a ver al gallego para hacerse con el elixir de su añorada Andalucía, que preparase una buena comida para la ocasión. Aquella era siempre una jornada alegre, llena de seguidillas, sevillanas y anécdotas de la tierra que hacían las delicias de las pequeñas y calmaban las ansias de sus padres por volver a su pueblo natal.
—“Y que ya era yo más maja, y que no es mentira”—entonaba Serafín—.
—“que una fiesta de toros de Andalucía…” —secundaba Teresa—.
Sin embargo, nunca era un buen momento para regresar a España… hasta que ya no hubo motivos para regresar.
—Y sus hijas, ¿conocen la tierra de sus padres? —insistió Tomás, que no cesaba en su empeño de conversar.
Fue el recuerdo de Marta y Dolores el que devolvió la sonrisa a su cara. El día que, finalmente, se había decido a regresar a España, fueron ellas las que le acompañaron al aeropuerto. Marta estaba casada con un ingeniero venezolano al que había conocido en el trabajo. Tenían dos hijos y una buena situación económica. Dolores, en cambio, seguía soltera, a pesar de ser la mayor. Era maestra en un pequeño colegio a las afueras de La Plata y disfrutaba viajando por todo el mundo cada vez que podía. Sin embargo, ni ella ni su hermana habían pisado nunca la tierra de sus padres, una espina profundamente clavada que Serafín no se había podido sacar. Desde su regreso a Porcuna hablaban por teléfono casi todos los días, aunque ninguna de las dos había planteado la posibilidad de ir a visitar a su padre.
La silueta anaranjada de los últimos rayos de sol se diluía en el cielo estrellado, que prometía ser claro y fresco. Ya no había nadie en el olivar y la quietud se había adueñado de la comarca. Al día siguiente todo volvería a empezar. Los jornaleros recogerían olivas acompasadamente, los tractores recorrerían los caminos con presteza y los niños no dejarían de jugar. Era esa dulce algarabía, el alboroto, la bulla, el griterío, el barullo, la llamada de su tierra que nunca dejó de escuchar. Ese recuerdo le había hecho regresar.
Se giró hacia su acompañante, alzó la copa y bebió un prolongado trago de vino.
—Sí, mañana hará un buen día —dijo finalmente mientras contemplaba el olivar.