
64. El sueño de una noche de vegano
La pregunta era retórica, pero mi ingenuidad -o mi poca costumbre en estos menesteres- me llevó a responderla. Al parecer es de lo más normal, casi costumbre, en este y en otros restaurantes con ínfulas, que a los postres salga el chef a dar una especie de vuelta al ruedo y a conversar un rato con los comensales con la pretensión torera de recibir el beneplácito de la concurrencia y salir -metafóricamente- a hombros por la puerta grande. A lo mejor no es casualidad que aquel mesón moderno se llamase “El Tendido”.
Vestía un terno blanco roto, con los ribetes de la chaquetilla rematados en burdeos y su nombre y primer apellido escritos a la altura del corazón, en el mismo color, a vuelapluma. Un pañuelo negro con calaveras -también rojizas- atado con un nudo sobre la nuca, sujetaba sus mechones rubiuscos y garantizaba la salubridad pilosa en el reino de las cucharas, a modo de simbólica montera, y una taleguilla de tela vaquera con agujeros exagerados, por los que se le veía el vello femoral, completaba el vestuario de la principal atracción del negocio. Todas sus poses y hasta su barba de seis días, rala y heterogénea; un pendiente con diamante en la oreja derecha, un peercing en la narina izquierda, máscara de pestañas a tutiplén, ojos pintados con maestría y trazas de maquillaje para disimular alguna cicatriz antigua o una espinilla de última hora, le otorgaban un aire bohemio falso, un glamour exagerado, una prepotencia que detesto. Rondaría los treinta y muchos y se hablaba de él, todavía, como el relevo más aventajado de los elegidos. Era como un Peter Pan de las ollas que se negaba a crecer y que abusaba del crédito que la genialidad concede a la juventud. Aun conociendo estas características, accedí a reservar allí por la defensa a ultranza que desde siempre ha hecho en los medios del aceite de oliva, del que soy convencido defensor y presidente de la cooperativa de mi pueblo. Al César hay que darle lo que es del César. Bueno, también reservé -o sobre todo- porque mi mujer llevaba más de seis meses repitiendo que “nunca salimos a cenar desde que celebramos las bodas de plata” -hace ya…¿cuántos años?, ¿cinco?, ¿seis…?, tendría que echar cuentas- y tenía llena de recortes de prensa superpuestos con la foto del cocinero, sujetos con imanes, la puerta del frigorífico.
Se codeaba en recepciones y en jornadas gastronómicas con otras grandes promesas, eternas o no tanto, como él. Aparecía en el periódico por cualquier evento, relacionado o no con las sartenes, y no le faltaba nunca una botella de AOVE entre las manos en cada fotografía, eso es verdad. Se notaba a la legua su vocación mediática y a nosotros, los olivareros, nos enorgullecía que ensalzara nuestro producto aprovechando su tirón. Creo recordar que hace unos cuantos años, siendo ya firme promesa para relevar a los estrellas michelín, la Federación de Cooperativas le reconoció su labor por la promoción del producto y le regaló uno de esos olivos de plata tan bonitos que decoran los escaparates de casi todas las joyerías jiennenses.
Como contaba, al concluir los postres, se formó una especie de pasillo en el acceso a sus condominios: en una fila se colocaron los camareros y, en la otra, el resto del personal. Todos muy formales y palmeando casi sin hacer ruido. Él salió como si llevara prisa para acudir a una cita de negocios, con ciertos aires raphaelistas en sus ademanes en aquella puesta en escena, al parecer, habitual cada mediodía. Como esos diseñadores de ropa que al final del desfile, desde los vestuarios donde se cambian las modelos, asoman con falsa timidez a que la gente los vitoree.
Hablaba, sin mirar a los ojos, arrastrando las eses, y siempre iba como buscando su mejor ángulo para un selfie. De todas formas debí sonreír, dar las gracias y aplaudir. Calladito. Como todo el mundo. Hacerle una foto con mi mujer y pagar la dolorosa. Como todo el mundo. Repito: calladito.
Él, como restregando la pregunta por las mesas, comentó: ¿Todo a su gussssto, señoressss…? Que digo yo que si no hay que responder no debería usar la interrogativa. Cuando ya se iba, reconozco que con un timbre irritante, articulé un “puessss no crea, el arroz excesivamente dessssabrido y vulgar, el gazpacho un pelín pretencioso para mi gussssto, pero por lo demás maravillossssamente. Lo más rico el aceite Premium de la ensalada…” que, por no presumir en voz alta, no dije que procedía de mi cooperativa.
Entonces se revolvió como una cobra y soltó un: ¿PerdooooooÓn?, así, con las “oes” in crescendo, mientras me identificaba con su mirilla de francotirador entre las mesas para intentar darme una oportunidad antes de pasar a mayores. Evidentemente, y a pesar de los puntapiés de mi señora, me mantuve en mis trece e incluso empeoré. “No, si le decía que no ha esstado mal, pero que a mí me salen mejor los caracolesss, eso que usted llama -leí directamente del menú, con fonética española, después de ponerme las gafas de la presbicia- “des escargots dans une sauce”.
Un ¡oooh! unísono recorrió la atmósfera, presagiando la tragedia. Un señor del fondo, que tampoco veía mucho al parecer, se subió a una silla, agitando la servilleta manchada tras su servicio, como si estuviese pidiendo la oreja, imagino que la mía. Una abuelilla gritó, como si le saliera del alma, ”¡y a mí las croquetas de bacalao también me salen muy ricas!”, aunque no supo decirlo en francés. Al dueño del restaurante un color se le iba y otro se le venía porque, además, para mas “inri”, era el padre del muchacho. En un alarde de arrojo y genialidad -hay que reconocérselo- relevó en la plática al bambino y, con su voz barítona, se hizo oír: “¡Señorasss y señoressss…! –ahí descubrí el origen genético del arrastre de la fricativa- el ressstaurante “El Tendido” les agradece su visssita, les pide disculpasss si alguno de los platos no ha colmado sus expectativassss y les convida a un mojito con granadina, especialidad de la casa”, lo que dijo mucho en su favor, demostrando temple y dominio escénico como jefe curtido en mil batallas. Pero un padre es un padre y no pudo reprimir la vena -esa que se nos hincha en el cuello como una soga de barco cuando alguien se mete con el nene- y añadió: “…no obstante las críticassss insinuadas sobre nuestro chef, que es hoy por hoy una de las realidadessss de la cocina y bla, bla, bla… aconsejan… –y aquí se detuvo para repensar su discurso- …que la Dirección invite al caballero que asegura superarnos a que demuestre su aseveración, por lo que ponemos a su disposición nuestras instalaciones y le rogamos que se persone mañana para preparar lo que guste. Además le obsequiamos esta botella de aceite temprano en señal de nuestro agradecimiento por su sinceridad y ya que ala parecer es lo único que ha encontrado encomiable en la comanda”. En esta parte la gravedad de los términos le hizo olvidarse de arrastrar las eses y a mí me recordó el berenjenal en el que estaba entrando el enfant terrible que llevo dentro.
Fue una huida hacia delante, no sé si un órdago a mi insensatez o una oferta imaginativa que redundaría en las páginas de los periódicos y en las pantallas de los telediarios, por lo que el señor se fue envalentonando y conforme hablaba le acudían las ideas, así que acabó ofreciendo por el precio habitual dos comandas con los mismos platos, uno elaborado por su primogénito y el otro por el cliente, es decir, por un servidor, que entre otras cosas no ha visto un fogón a menos de cinco metros de distancia en su puñetera vida, es decir, en mi puñetera vida. Para colmo, como guante del duelo a muerte que se iba a producir al día siguiente, en la etiqueta de la botella de medio litro del exquisito aceite temprano que me regaló, había escrito la hora de la cita con un rotulador negro sobre la etiqueta, seguida de la frase “si no se presenta, le demandaremos por daños y perjuicios”.
El señor bajito, ya subido a la mesa sin cortarse un pelo, casi se cae de ella al intentar saltar para reservar una ídem. La abuelilla se sintió ninguneada y proclamó en voz alta que ella traería mañana su táper con albondiguesas. Se debió confundir con las croquetas y quiso pronunciar en francés. Mi pierna era un puro cardenal al alcance de la puntera de mi señora, un zapato acabado en punta, como una pica de plaza de primera, ¡con lo partidario que soy yo de las sandalias!
Pude esbozar una disculpa y escurrir el bulto, argumentar que todo era una broma sin gracia o algo así y retractarme, pero mi ego dijo que “iba a preparar un salmorejo con cerezas de Torres, un asado de cordero segureño sobre humus de aceite esterificado y aceitunas negras, y un hojaldre baezano con crema turronera que los dejaría sin respiración”, como podía haber enumerado otros cien platos distintos del libro “El aceite de oliva, base de la cocina mediterránea”, que hojeo con delectación cada noche antes de dormirme. Todo regado con aquel maravilloso AOVE en abundancia, claro, faltaría más. Me levanté muy solemnemente y le pedí al señor que, por favor, me indicara la ubicación de los servicios, pues los nervios se somatizaron de repente en pujo y casi no me daba tiempo a llegar.
¡Menos mal que entonces me desperté, por las ganas de orinar, imagino, y comprendí que todo se trataba de una maldita pesadilla! Me prometí a mí mismo no volver a ver nunca más “Masterchef”, ”Topchef”, ni leches, antes de acostarme con el estómago lleno de acelgas y agua con extracto de alcachofas –con sabor a rayos- para calmar el hambre, casi crónica, que no me sacia lo verde, ¡lo juro por Arzak y por la madre que parió a Arguiñano!
Y sí, lo primero que haré mañana será sugerir a mi mujer que, por favor, se recorte las uñas de los piececitos.
Pero, para mi infortunio, a la mañana siguiente cuando desperté, la botella de aceite todavía estaba allí.