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63. Sueño de olivo

Rocío Manday Carrión

 

Había sido un día intenso para mí. Llegué a la noche totalmente rendida. Mis ganas de descansar eran enormes y el poder dormir, cerrar los ojos y dejarme llevar por los sueños, era algo necesario.
Apagué la televisión, me metí en la cama y no pasó un segundo cuando ya estaba inmersa en un extraño sueño. Viajaba en mi coche y, mirara hacia la derecha o hacia la izquierda, todo cuanto veía eran olivos. Olivos en línea, en impecable formación, como si quisieran decirme algo, un crucigrama perfecto en el que todas sus letras decían lo mismo. Sus ramas, encorvadas hacia abajo por el peso de las aceitunas, parecían querer abrazar el tronco desde la raíz hasta el punto más alto de la copa. Me sentía bien. Solo quería seguir soñando.
Paré el coche. Necesitaba respirar, pisar esa tierra que me llamaba. Empezó a embriagarme ese verde olor de aceite puro que brota de las almazaras, ese aroma vivo que penetra en tus adentros y envuelve tus sentidos. Y me veía allí inmóvil, plantada yo también, siendo yo una más de esa gran familia olivarera, compartiendo con ellos aquella hermosa y apacible vida, tan lenta y tan sabia. Lo olivos me hablaban de sus dueños, del amor tan grande que les dedicaban, de esas manos trabajadoras que con tanto mimo los trataban, de cómo recibían cada mañana ese sol suave que les llenaba de vida en cada amanecer. Me decían que el sol del verano era muy fuerte y quemaba sus ramas como la nieve y la escarcha en los días de duro invierno, aunque lo soportaban mejor en verano. Me hablaron del inmenso orgullo que para ellos significaba el poder contribuir con sus frutos a una gastronomía saludable y alimentar así a tantas familias. Pero también existía otro motivo que les hacía sentirse más orgullosos aún: el ser ellos quienes representaban el símbolo universal de la Paz. Eso, les hacía sentirse inmensos. Paseando entre aquel hermoso olivar puede comprender y entender muchas cosas que realmente nunca había tenido presentes. Nunca me había parado a pensar en ellas. Descubrí que no solo se trata de plantar olivos y de que esos olivos nos den sus frutos. Me di cuenta de que lo verdaderamente importante es mimar aquella tierra en la que los olivos son plantados y cuidar de ellos desde el primer minuto de su existencia, cuidando con cariño su crecimiento como se atiende a un bebé durante todo su maravilloso proceso de vida hasta que llegar a convertirse en adulto. Comprendí que el olivar es el comienzo de una gran familia donde cada cual tiene su cometido, comenzando por esas manos cuidadosas que con tanto arte trabajan el vareo, tarea ancestral en la que, con el mismo cariño que una madre peina el cabello de su niña, el olivarero mece las ramas para que las aceitunas vayan cayendo en las redes dispuestas en el suelo. Después, la recogida y traslado a las almazaras donde comienza ese procedimiento mágico que convierte el fruto en oro líquido, aceite bendito, aceite virgen, zumo de la oliva recién cogida, delicia de todo buen paladar.
Mi abuela decía: “aceite de oliva, todo mal quita”. ¡Qué verdad tan verdadera!. El regalo más puro de la Madre Tierra, tesoro andaluz, de andaluces para andaluces, para España y la Humanidad.
A medida que mi sueño iba avanzando, más me entusiasmaba. No quería despertar. Solamente quería saber más. Así, inesperadamente, de algún lugar apareció un gran señor que, amablemente, me dijo:
—¡Bienvenida, señorita! Espero que su estancia sea provechosa y que se vaya de este sueño con un magnífico sabor de boca.
Con suma educación, me fue indicando cortésmente por dónde caminar dentro de la almazara, explicándome el sentido de cada sala y de lo que había dentro de cada una de ellas. Al entrar en la primera sala creí retroceder en el tiempo. Esparcidos por todas partes, encontré pequeños morteros de piedra en los que, en pequeñas cantidades, se trabajaba hace mucho tiempo las aceitunas para molerlas y extraer así su aceite, morteros que, después, serían sustituidos por los molinos. Fue maravilloso contemplar todo ese proceso. Era como un lema rotundo y claro: “Aquí comenzó todo”.
Al seguir avanzando, me topé con los molinos, cada uno de ellos con una enorme muela en su base encargada de triturar las aceitunas, movidas por el esfuerzo humano o, más adelante, por tracción animal. Cada sala que visitaba era más emocionante. El proceso de producción era una inyección de aprendizaje en vena, directo, y yo me sentía dichosa, plena de tanto conocimiento. Fue maravilloso haber entrado en una almazara, conocer los procesos que en ella se llevaban a cabo, esos tres niveles en los que se basaba todo, desde su recogida en el olivar, pasando por el patio de recepción, con la llegada de las aceitunas y su paso a la nave de elaboración, en la que se seleccionaban y trituraban las olivas y esa impresionante bodega donde, finalmente, se almacenaba el aceite. Todo era tan real dentro de mi sueño, tan increíble, que no quería despertar. Cuando creía estar llegando al final de todas aquellas salas, accedí a un lugar especial en el que mis ojos se iluminaron. Estanterías repletas de productos de la Tierra, manjares exquisitos, todo un deleite para el paladar. Era la sala de degustación y en ella se encontraba un grupo de personas que asistían a una de las catas que allí se realizaban. Sin más preámbulo, entré y, de inmediato, me sentí unida a todos ellos. Entre catas y degustaciones fuimos conociendo las diferentes variedades de aceite de oliva, su conservación, sus múltiples beneficios y muchísimas cosas más, a cual más apasionante.
Disponían en la sala de una zona de proyecciones donde poder descubrir qué lugares podías visitar para conocer más acerca del oleoturismo. Te explicaban todo cuanto era necesario saber para realizar este tipo de excursiones y te enseñaban que España contaba con la mayor producción de aceite de oliva del mundo y que, por consiguiente, era el principal destino para disfrutar del turismo oleícola. Te enseñaban que, sobre todo Andalucía, era una tierra rica en este bendito producto y que, dentro de Andalucía, Jaén era la principal provincia olivarera por excelencia, algo de lo cual me sentí muy orgullosa por ser y sentirme andaluza cien por cien.
Todo seguía siendo tan increíble dentro de mi sueño, todo tan real, tan vivo, que no tenía la sensación de estar soñando. Sentía que debía volver al comienzo del sueño, tenía esa necesidad de contarle a todos aquellos olivos con los que me encontré al principio todo lo vivido, todo lo que yo había podido aprender, todo lo que mis ojos habían visto hasta ese momento. Los necesitaba nuevamente a mi lado para poder explicarles lo importantes que debían sentirse sabiendo que no solamente las personas nacidas en nuestra tierra andaluza eran quienes se interesaban por ellos, contarles que desde lejanos países, desde otras culturas tan diferentes a la nuestra, llegaba gente sin cesar para aprender de ellos, para interesarse por el oleoturismo. Eso era algo que tenían que saber.

Así, me despedí de todos los asistentes, les agradecí aquel momento compartido dentro de mi sueño y empecé a buscar a aquel señor tan agradable que me dio la bienvenida a la almazara. Agradecerle antes de marchar su compañía desde el principio, su delicada atención, sus enseñanzas, era algo importante para mí. Me inundaba esa sensación de no querer despertar sabiendo que el sueño no había terminado aún. Lo encontré de nuevo en la majestuosa entrada de la almazara, de pie, sonriendo, como si me estuviera esperando. Al llegar al lugar donde se encontraba me fundí en una interminable abrazo con él, como si nos conociéramos de toda la vida y formáramos parte de la misma familia. Le conté, emocionada, todo lo vivido en la sala de cata y degustaciones y se alegró muchísimo por mí. Me dijo que se sentía muy satisfecho de que sus palabras al comenzar el trayecto hubieran resultado de utilidad y, con la misma dulzura con la que me dio la bienvenida, se despidió añadiendo:
—¡Adiós, señorita! Ha sido un verdadero placer contar con su presencia en este sueño de olivo.
Y, sin más, desapareció. Por mucho que miré a un lado y a otro, no lo veía. Pero mi gran sorpresa fue que, de repente, al mirar de derecha a izquierda, allí estaban de nuevo ellos, mis olivos. ¡Oh, cómo me alegré de verlos! Corrí entre ellos gritando de felicidad. Los abrazaba, los saludaba, los besaba incluso. ¡Qué ilusión volver a estar entre ellos! Nunca imaginé, despierta, que un sueño podría llenarme de tantas satisfacciones al mismo tiempo. Cuando conseguí calmarme un poco y tranquilizarme de mi excitación, una vez ya relajada, me senté en medio de los olivos, como si se tratara de una reunión de amigos y así comenzamos una conversación que duró horas y horas, sin querer que terminara, sin querer despertar.
Las preguntas comenzaron a fluir solas. Fue un encuentro inolvidable, magistral. El más longevo de todos los olivos, al que le cogí un cariño especial por ser milenario, me dijo:
—¡Hola, Rocío! Estamos todos muy contentos de volver a tenerte con nosotros, de que tu experiencia en la almazara haya sido tan productiva para ti y de que te sientas tan feliz en nuestra compañía. Ahora que ya estás de vuelta— añadió — podremos contarte todo lo que nosotros sentimos siendo olivos y todas las vivencias que podamos compartir contigo mientras dure tu sueño. Cada uno de nosotros, seguramente, te contará lo que para él fue en un momento determinado sentirse olivo ante el ser humano.
Le respondí, entusiasmada.
—Yo estoy deseando que me contéis. Tenía tantas ganas de volver a estar entre vosotros que para mí va a ser un verdadero privilegio poder escucharos.
—Bueno, Rocío. Es un placer tenerte con nosotros, que puedas formar parte de nuestra gran familia y poder conversar contigo. No todo ser humano puede tener un sueño como el tuyo y lo estamos disfrutando lo mismo que tú.
Me pareció que sonreía.
—Como verás, mis aceitunas son negras. Pertenezco a un tipo de olivo cuyo fruto se destina a la aceituna de mesa. Quería comentarte todo esto porque en una ocasión llegó a nuestro olivar un señor que, al parecer, era comisario europeo de agricultura. Se daba por entendido, que dado el cargo que ostentaba, debería estar totalmente preparado y con conocimientos suficientes sobre la materia.
Abrí los ojos, sorprendida.
—Evidentemente, así debería ser, amigo de las aceitunas negras.
—Pues te cuento lo que sucedió. Un buen día aparecieron nuestros queridos cuidadores acompañados de este señor. Mientras paseaban entre nosotros, iban comentando, observando, charlando de sus cosas. Pero pronto descubrí que este señor no era igual que los demás. Su prepotencia y su saber sin saber nos tenía a todos un poquito dislocados. En un momento dado, detuvo sus pasos a mi lado, alzó el brazo hacia una de mis ramas y arrancó una de mis aceitunas con la intención de llevársela a la boca. ¡Suerte la suya que mis cuidadores nos conocen a la perfección! Rápidamente, tuvieron que avisarle de que no hiciera algo así. Uno de mis cuidadores le explicó que mi fruto debe pasar por un proceso de fermentación láctica, por bacterias que transforman los azúcares en ácido láctico y acidifican la pulpa y la reblandecen para poder conservarla y protegerla de otros agentes patógenos y que también necesita de una buena conservación en salmuera u otros métodos. Le preguntó que cómo era posible que no tuviera conocimiento de todo ello, siendo él quién era. Fue una situación, como olivo de aceitunas negras, que jamás olvidaré, aunque también ahora te contará este hermano mío lo que piensa acerca de que el señor Trump interfiriera en nosotros.
Un nuevo olivo tomó la palabra.
—Gracias por escucharnos. Como olivos, nos sentimos emocionados de poder expresarnos en tu sueño y de poder decir lo que sentimos.

—Gracias a vosotros. Esta experiencia me está enriqueciendo de una manera sublime —le dije, agradecida.
—Que sepas que es una maravilla poder conversar contigo. Es un soplo de alivio para todos poder expresar aquello que sentimos y que no podemos contar en la vida real. Tu sueño es también un sueño para nosotros. Como bien te ha comentado mi hermano de las aceitunas negras es verdad que mi sofocón fue máximo ante una injusticia tan grande hacia nosotros como fue la que cometió el señor Trump. Los dueños y los trabajadores de los olivares hablaban del tema y yo me iba enterando de todo cuánto decían. Por las noches, entre nosotros, conversábamos y debatíamos la situación. ¡Ese conflicto entre Estados Unidos y la Unión Europea se estaba poniendo muy feo! Esos impuestos tan altos a la aceituna negra de mesa o, como dicen los señores, esos aranceles tan desorbitados, hacían temer por nuestros campos. No entendíamos nada, era algo tan absurdo, tan cruel, que no dábamos crédito. Hablaban entre ellos de que, según unas investigaciones, medidas antidumping hacia nuestros productos, podían perjudicarnos bastante. Yo, como olivo, no entiendo de política, ni de impuestos, ni de números de exportación, pero sí te puedo decir que somos un gran regalo de la Madre Tierra para la humanidad. Y eso debería ser suficiente para que respetaran nuestra producción, en todos los sentidos.
Sólo pude asentir y darle la razón.
—Pues estoy totalmente de acuerdo contigo. Es muy triste cuando el poder del dinero, de la posición social, se vale de sus trampas y artimañas para conseguir sus feos propósitos.
—Así es, desgraciadamente. Pero estamos compartiendo este tu sueño de olivo, para que te lleves el mejor de los recuerdos y que este sueño viva siempre en ti.
—¡Eso no lo dudéis !— respondí con firmeza—. Sé que despertaré y tal vez habrá cosas que recuerde mejor que otras pero os aseguro que voy a hacer oleoturismo para poder vivirlo todo en la vida real y para así recordar que un día os soñé y fue maravilloso.
Otro olivo, más joven y despeinado, tomó la palabra casi sin dejarme terminar.
—¡Hola, Rocío! Yo soy centenario y estaba deseando poder contarte. Tenemos tantas y tantas vivencias acumuladas que sería imposible poder contarlas todas en tan poco tiempo. ¡En lo que dura un sueño! Nos remontamos tantos y tantos siglos atrás, incluso antes de Cristo ya existíamos. Hemos vivido con fenicios, griegos, romanos, árabes, cristianos…Son demasiadas historias, demasiadas vivencias y, aun así, aquí seguimos, dando toda nuestra esencia para que pueda ser cultivada. Sólo quiero pedirte que sigas amando tu tierra como lo haces en el sueño. Ha sido maravilloso conocerte.
El olivo milenario, con un gesto de sus ramas, lo interrumpió con cariño.
—Bueno, Rocío… Creo que estás dando señales de que tu despertar está llegando y no quiero dejar de decirte, como olivo milenario, que has sido para nosotros como toda esa cúpula de estrellas que contemplamos de noche sin contaminación lumínica, como esos cometas que pasan cada 75 o 100 años y que nosotros podemos contemplar cada vez que surcan el cielo, una y otra vez, sin importarnos el tiempo. Quiero agradecerte que todas las personas puedan conocer a través de ti lo que pensamos y sentimos los olivos. Pero, sobre todo, quiero decirte que ojalá algún día vuelvas a tener otro sueño de olivo…
¡Desperté!

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