MásQueCuentos

61. Una historia real

Mari Ángeles Molina Godoy

 

Y recuerdo una puerta azul. El sonido del agua de una fuente, los chiquillos jugando en la calle, el botijo de barro refrescando el agua en mi ventana junto a la maceta de albahaca. Y recuerdo el otoño, las plantas brotar cuando el azul del cielo se vuelve castaño y cantan las persianas con las primeras gotas de lluvia y la tierra dura se vuelve esponjosa y las nubes pardas, lloronas moradas… y recuerdo el invierno y recuerdo mi casa. Y recuerdo a mi padre, a mi madre y a mi hermana…
Esta no es una quejumbrosa historia de duelos, ni tampoco de escarchas, no se recrea en tiempos de gabachos -que podría-. O allá por el 1050 a. C., cuando los fenicios introdujeron los olivos en la España, tampoco en época romana, cuando la península Ibérica llegó a ser la mayor exportadora de aceite de oliva. No es un drama, tampoco una historia de amor, ni de despechos que hacen guerras bajo la luna llena. No desenfunda espadas, ni descojona risas, ni malinterpreta historias; es una historia simple, de gente llana, que nada encuentra pues nada busca, solo que el sol entre por su ventana.
Es una historia verdadera que con el pasar de los días se vuelve nítida, envuelta en un batiburrillo de sentimientos que a veces me duerme y a veces me despierta en la cama.

Antoñuelo cargaba los aperos en la mula. Todavía no había amanecido y el frío matinal escarchaba los huesos. Con una cincha sujetaba la limpia de madera, las varas de varear, espuertas y sacos y, en las albardas, la cantimplora del agua y la capacha de esparto.
Dentro de la casa, Juana, terminaba de hacer las camas mientras sus dos hijas se desperezan sentadas en una silla de anea. La mayor de ellas, cogía en brazos a la pequeña, que con apenas cuatro años rizaba sus trenzas doradas con los dedos, ansiosa por descubrir el nuevo día.
A modo de choza, con una manta de lana gris, trotaba sobre la mula para resguardarse del frío y su padre tiraba de las riendas por la vereda que lleva a la parcela de las cuestas, camino de la vega. A su lado caminaban la madre y la hermana, con el pañuelo de la cabeza hecho un lío, atado por los cuatro picos, con el refajo y el mandil de pana dentro. La sangre comienza a bullir con la caminata, pero al llegar al tajo, Antoñuelo enciende una hoguera con pestugas para que su pequeña hija se caliente, hasta que el sol asome por el cerro y alcance con sus rayos la espuerta donde se acuesta como si fuera su cama.
La niña, sueña allí recostada, ve los pájaros planear y cree ser uno de ellos, o al menos siente que vuela sobre sus alas, descubriendo los secretos de los troncos retorcidos de las olivas, de sus frutos maduros y sus finas espadas, como una madre cargada de hijos, preñada hasta las trancas que, longeva y fuerte, lucha con el hielo que quiere arrancárselos.
Y la niña sueña y la niña canta y la niña habla con la oliva, que cobra vida entre las llamaradas de la lumbre que tiene frente a ella, haciéndose gigante en su niña mirada.
-¿Qué me tienes que contar, gigante de cuatro patas? ¿Has estado siempre ahí?
-Niña, yo no me acuerdo, cuando me plantaron solo era un palo.
-Pero ahora eres enorme y tus troncos se aferran con tanta fuerza a la tierra, que pareces tener garras.
-La tierra me da de comer y cuando estoy sedienta, tengo que buscar debajo para calmar mi sed. Por eso a veces me retuerzo buscando el sustento. Tengo hijos que criar.
-¿Tienes hijos?, ¿dónde están? ¿Es que se han ido a jugar?
-Son mis frutos niña, ¿no lo estás viendo?
-¿Tantos tienes?
-Tantos tengo.
-Parece que estás cansada, no te aflijas, que mi padre descargará de peso tus largas ramas y de nuevo subirás tus brazos para tocar el cielo cuando termine tu parto en las mañanas aladas.
-Pero, ¿me dolerá? Tiene unas varas muy largas…
-¡Qué va!, él lo hará con cuidado, no te quiere lastimar. Es agricultor y si te daña no podrás preñarte más. Si tú mueres, muere él. ¡No ves que entonces no puede dar de comer a la familia que espera ansiosa el plato sobre la mesa, el beso al acostarse y el adiós de madrugada!
-¿Y esas dos mujeres, que se cubren con pañuelos y vienen tras de él?
-¡Ah! Ellas son mi madre y mi hermana. Ayudan a coger las aceitunas que se caen fuera de los mantones, para que no se queden solas. ¡Tus frutos son muy preciados y ricos!
-¿Pero es que mis frutos se comen?
-¡Pues claro! Mi madre los endulza y luego los aliña con sal, hinojo y tomillo. Mi padre los estruja y saca un caldo muy rico.
-¿Un caldo?
– Sí, el aceite de oliva. Lo comemos con pan y con él también se cocina.

Y así pasaron las horas veladas entre la llama de las pestugas y la imagen altiva del olivo que ella feminizó, cuando el día comienza y el alba termina, en una conversación imaginaria entre una oliva y una niña. Y así se contaron tantas cosas que llegaron a hacerse parte de una misma familia, que sin saber ya eran, que sin saber serían. ¿Por cuánto tiempo? Si la historia no lo sabe, ¿cómo puede saberlo una niña?
Llegó el mediodía. La espuerta quedó sola, las ascuas apagadas, las hojas del olivo exprimían sus últimas lágrimas y la niña juega entre las camadas, sintiendo que está nadando en algún mar -verde- que para quien no se ha acercado a una playa, mar es, aunque sea verde.
Y entre las hileras de olivos, sentados en sacas, buscan el rayo de sol para hacer una parada. Su madre abre la capacha, la noche anterior guisó tomate frito en sartén de hierro, unas tajadas de lomo de orza, chaucha de tomate con orégano y de postre granadas.
La comida concluyó en media hora, poco más, el día es breve por lo que hay que aprovechar, que la noche viene pronto y los frutos de la parcela tienen que quedar recogidos antes de que la luna se vista de plata.
Y de pronto, ya con la panza llena, su mente fantasiosa lo comprende todo: ¡una boda! Estoy presenciando el culminar de una boda, que con el tiempo preña a la novia:

Como novia la verde oliva,
como velo su blanca flor,
como novio la seca tierra y
como testigo el sol.

Mala sangre debería de tener, si no viera los ríos verdes que buscan alcoba en las tierras curtidas de la campiña, que arañan las manos de madrugada. Verdes sí, porque nunca he visto una playa, y la arena no es arena, es compacta, veteada en tonos marrones, rojizos a veces, con olas de greda y cal.
¡Qué bonita fue la boda allá por la primavera! Asomaron los lirios, amapolas y jaramagos para verla y, al quitarse la novia el velo, se impregnó el aire con la melaza dulce del polen que despojaba. Los pajarillos del campo cantaban sobre las ramas, el sol pintó de colores el día y mi padre arrancaba las intrusas hierbas que querían colarse en la ceremonia, sin ser invitadas. Luego llegó el verano, cesaron las lluvias y la sed hizo retorcer el tronco hasta abrirse mirando al cielo, esperando el otoño que pintaba el cielo de gris y la alimentaba. Ya colgaban de las ramas, como pendientes de gitana, cientos de aceitunas entre tonos morados y verdes, que relucían con las primeras aguas. Y en tiempo de pascua, los hombres trajinan con los aperos, cosen los rotos de los mantones, las mujeres lavan las sacas en el pilar del arroyo de la salud y por san Andrés matan el marrano que criaron en la cuadra, para proveer de víveres la dura temporada de recogida que está por llegar. Todos esperan el parto después de un año mirando al cielo, para que no se muera de sed, para que los granizos o el viento no malogren el embarazo de la oliva. Y al fin llega el momento, el campo se llena de gente, los sonidos de las varas cimbrean sobre las olivas y empieza a parir el campo aceitunas negras, que estrujan entre cimbeles, para sacar su jugo por decantación y llenar los bidones y aceiteras que dan de comer con su rico aceite a tanta gente… y macerando hierbas en él, como el tomillo o la balsamina, aplaca dolores y cura las heridas.
Ahí en ese momento, siendo yo testigo de una ceremonia tan importante, vuelvo a la realidad y salgo del sueño, para mirar de nuevo a mi familia y ver como va la faena.
En tanto, Antoñuelo parteaba la oliva y las ramas verdes plata arrancaban con sus dedos desgarbados el pañuelo de la madre y la hermana, ella fabulaba trinchando con palos aceitunas escapadas, sentada en su espuerta, viendo cribar la aceituna en la limpia de madera y sacudir las ramas sobre los mantones que se extendían como batas de cola que se mueven entre ferias al son de fandangos y bulerías.
El crepitar de la lumbre descendió y las ascuas apagadas dejaban ver los carbones, cisco quizás para el brasero, ceniza para los huertos o simplemente un nicho caliente donde dormir los sueños de alguna alimaña que en la noche no encuentra consuelo.

Avanzada la ficticia conversación, irónica apuesta de los cuentos altruistas que solo buscan en la paradoja explicaciones de lo que es la verdadera vida, la oliva gana terreno a la inocencia de una insaciable mente que, prodigiosa, despierta como despiertan las aves, los gazapos y las fuentes frescas, como despierta la curiosidad o la mañana abierta.
-Te vi vestida de blanco allá por la primavera. Luego arracimaste verde bajo la luz de la candela, para hacerte un vestido morado que yo pensaba que no era tuyo y sin embargo, a últimos de otoño se fue tiñendo de negro como la noche oscura que duerme mis sueños. Se colgaron mil pendientes de tus ramas, azabache, engordando con los días que se unen a las noches. Y yo dije: ¿qué te ha pasado? ¡Inocente de mí! He tenido que levantarme muy temprano para venir a tu lado, dejé mi colchón mullido de lana para arrastrarme hasta la sombra que dan tus ramas y ahora lo comprendo todo.

Como novia la verde oliva,
como velo su blanca flor,
como novio la seca tierra y
como testigo el sol.

Y allende de los tiempos ingratos, donde nada teníamos y a pesar de ello una nube de felicidad cubría nuestro techo, ¡me sentí tan orgullosa de lo que era!, del trabajo de mi padre, curtido por el sol incandescente, sosegado en la noche y entre el día enfundado en una camisa a cuadros que se acartonaba con el paso de las horas, cuando el cuerpo transpira esperanza y fuego bajo las espadas curtidas que cerraban los poros de su piel, asfixiados, extasiados, relamidos entre sales, acartonando el tejido que se interponía entre ambos.
Y al llegar a casa y escuchar silbar el puchero en la lumbre, humeando aroma a garbanzos que bailan entre tocino, patatas, unas patas de pollo y unos trozos del hueso del jamón que guardamos en la orza del aceite, al escuchar la ropa cimbrear para sujetarla con pinzas en el tendedero que cuelga de la higuera a la parra, veo una sombra en la ventana de pelo rizado, silueta espigada y una sonrisa oculta, y me digo: esta es mi casa. Ellos son mis padres, ella es mi hermana. No necesito nada más que dormir a su lado, en mi cama, con un colchón mullido de lana, una orza de aceite para cocinar, donde mi madre guarda el jamón del cerdo que matamos en la navidad pasada y en un palo cuelga las tripas de longaniza para días especiales. Una hogaza de pan, los brazos cálidos de mi madre, escuchar a mi padre toser mientras se enciende un cigarrillo y nos espera en la puerta, en la fuente del caño, en un pueblo cualquiera de la provincia de Jaén, donde nada es todo y todo es nada.
Esta no es una historia inventada, es una historia real, que la cuento hoy porque la he vivido, pero bien podría contarla cualquiera que vive entre casas encaladas y olivos.
Es una historia de vida, aunque juegue con la fábula, con las rimas o parábolas. Es la historia de Jaén, de sus gentes, sus olivos, del aceite verde que nos da de comer, de las camisas sudadas, de los hombres que plantaron palos, arañaron la tierra, poblaron la provincia de mares verdes como soldados alistados de troncos retorcidos, finas espadas y pendientes de gitana.
Y regurgitando mis vivencias, me columpio en la memoria para recordar los aromas de aquellos días tranquilos y callados, donde aparecen las imágenes más nítidas que nunca, de una forma de vida que hace gala de la cultura del olivar, de las gentes sencillas que tanto han compartido con los árboles milenarios que plantaron sus ancestros y que algún día cuidarán sus nietos.
La niña sigue ahí, tumbada en su espuerta, hablando con la oliva y viendo pasar las estaciones del año, en tanto, las olivas siguen creciendo, celebrando su boda anual, vestidas en la primavera de blanco y pariendo sus frutos en invierno con la ayuda de las manos curtidas que tanto mimo le dan cuando comienza su parto. Y los duendes de la noche aparecen al alba cargados de sueños, para infiltrarse en su mente y agarrar con amparo los días que pasan, los dulces recuerdos y contar al mundo una historia real hecha cuento:

Como novia la verde oliva,
como velo su blanca flor,
como novio la seca tierra
y como testigo el sol.

Esta es pues, la historia del olivar.

Scroll Up