
60. Volver a sonreír
-Mamá, por favor, ni se te ocurra encender el cigarro. Ya sabes que odio el humo del tabaco. Además, ¡estás conduciendo!, ¡mamaaaaaá! ¿me escuchas?
-Cariño, ains, lo siento. Te prometo que me quitaré de fumar. Perdóname mi vida. -Dijo Laura mirando tristemente por el espejo retrovisor. Unas lágrimas contenidas escaparon en silencio, y resbalando suavemente por las mejillas, llegaron hasta el cuello. Laura las secó con su mano y siguió conduciendo con aparente tranquilidad.
Después de tres horas de camino, alternando tramos de autovía y carreteras comarcales, al fin Laura llegó al pueblo. Nunca pensó que el destino, el cual es imprevisible y caprichoso, le llevaría hasta aquel rincón de Jaén, cuyo nombre, Begíjar, no sabía pronunciarlo cuando era pequeña.
Desde hacía unos años hasta esta parte, Laura había perdido la ilusión por todo. Su corazón y su alma se rompieron en mil pedazos cuando sucedió aquello y apenas tenía fuerzas para levantarse de la cama y continuar con las rutinas que, de manera autómata, su cuerpo desempeñaba como un robot, para seguir existiendo un día tras otro.
Al entrar en Begíjar, ya eran las 10 de la noche, así que quitó el aire acondicionado y bajó la ventanilla del coche para respirar aire fresco. Ese olor a pueblo y a campo le gustó. O al menos, no le disgustó. Miró en la ubicación que le habían enviado y comprobó que iba por la calle correcta.
-Andrea, mi niña, hemos llegado. Vamos a ver que tal nos va aquí. Ojalá encontremos algo de paz y desasosiego.
-Mami, no te preocupes. Este lugar tiene algo encantador y acogedor. Me da muy buena sensación. ¡Ya verás como ocurre algo bonito y yo volveré a verte sonreír!
-Andrea, prométeme que nunca me dejarás sola. Prométeme que no me abandonarás.
-Tranquila mamá. Siempre estaré contigo. De una manera u otra, pero siempre te cuidaré.
Incluso antes de parar el coche, Rafael, que aún conservaba su estupendo oído, y brazos fuertes para manejar su silla de ruedas, salió a toda prisa a la calle para recibir a su esperada visita.
No hubo tiempo de un “hola”, “cuanto tiempo” o “qué alegría verte”, sino que sencillamente, Laura y Rafael se fundieron en un abrazo eterno cargado de sincero amor y cariño. No hicieron falta palabras. Andrea miraba atentamente aquella escena y aunque tenía muy pocos recuerdos de aquella persona, al instante comprendió que ese hombre, “el abuelo Rafael”, sentía verdadero cariño por su mamá.
-Bueno, bichito, ¿estás emocionada por tu nuevo trabajo? Tengo a todo mi equipo impaciente por conocerte. Serás la única chica de la almazara. ¡Ya les he advertido que tienes un par de ovarios y no te vas a dejar intimidar por nadie! ¡jajajajajaja!
-¡Ains Rafa, que cosas tienes! Te recuerdo que ya tengo 45 años y tú… ¡me sigues llamando bichito! Bueno, bueno, a ti, te lo permito. -Dijo Laura sonriendo y abrazando de nuevo al que fue durante muchos años su mejor papá del mundo. Por cierto, Rafa, ya sabes que nunca he trabajado en una almazara y menos aún como responsable del envasado y gestión del almacén. Necesito tiempo para aprender. Allí en Londres trabajaba en una panadería. El mundo del aceite es desconocido para mí.
-Bichito, cuando lleves unos días en la almazara, te enamorarás de tu trabajo y ya te aseguro yo, que dejarás de comer tanta mantequilla. ¡No existe en el mundo alimento tan completo que se pueda comparar con el aceite de oliva de estas tierras!
Después de una cena deliciosa, donde no faltaron las aceitunas aliñadas típicas del pueblo, y unas buenas rebanadas de pan mojadas en aceite de oliva, Laura y su hija se fueron a la que iba a ser, de ahora en adelante su habitación. Laura había dicho “adiós para siempre” al bonito piso que tenía alquilado en Dulwich.
Laura se acurrucó con la almohada de la cama, la tela era suave y olía a suavizante, y aunque era una sensación agradable y placentera, no pudo evitar sentir ese pinchazo de dolor que le acompañaba día tras día desde que sucedió aquello.
-Mamá, no llores. Te prometo que volverás a sonreír. Este pueblo te va a regalar muchas cosas buenas y bonitas. Ya lo verás. Por cierto mami, ¡nunca he visto en directo un campo de olivos! ¿Podemos ir mañana?, dime que sí, dime que sí, ¿vale?
-Te lo prometo Andrea. Mañana temprano, cuando nos levantemos, iremos tú y yo a pasear por un campo de olivos. Venga cariño, duérmete, que ya no voy a llorar más; al menos por esta noche…
Andrea tenía 9 años y era una niña muy curiosa, inteligente, y altamente crítica con las situaciones que según a su entender, pudieran ser injustas o innecesarias.
Siempre estaba observando a su alrededor y haciendo sus propias hipótesis o conclusiones. No se conformaba con cualquier respuesta del tipo “porque sí”, “cuando seas mayor lo entenderás” o “eso no es tema para niñas pequeñas”.
-Mami, entonces… ¿Nunca podré conocer a mi padre? No es que lo eche de menos, no, no es eso, pues si nunca he estado con él, es imposible echarle de menos. Es por curiosidad, me gustaría saber qué aspecto tiene: ¿rubio, moreno, alto, bajo, guapo, feo…?
-Ains Andrea, otra vez con el mismo tema. Ya te he explicado muchas veces que aquel hombre no me quería como yo necesitaba, y poco después de volver a su país, yo me enteré de que estaba embarazada. No le dije nada y decidí ser una supermamá soltera. Además jamás me llamó para preguntar por mí…-Contestó Laura algo exasperada.
-Vale mamá…cambiando de tema, Germán me cae muy bien. Es muy guapo y muy divertido. Me encantó el libro que me trajo la semana pasada. ¿Cuándo va a venir a casa otro día?
-Andrea, hija…Germán no vendrá más a casa.-Dijo Laura con la mirada perdida y un nudo en la garganta.
La alarma del móvil despertó inmediatamente a Laura. Eran las 8:30 de la mañana, una hora perfecta para levantarse un domingo, desayunar tranquilamente y pasear por el pueblo. Aunque primero debía llevar a su hija al olivar del abuelo Rafael.
-¡Menudo entusiasmo desde bien temprano, bichito! ¡Me hace mucha ilusión llevarte a ver mi finca de olivos!, bueno, corrijo: ¡tu futura finca de olivos, porque ya sabes que algún día será tuya! -Dijo Rafael con una sonrisa de oreja a oreja.
Laura abrazó a Rafael y no lo soltó hasta que pudo volver a guardar esas lágrimas que amenazaban salir con fuerza.
-Muchas gracias Rafael por todo lo que estás haciendo por mí. Siempre te estaré eternamente agradecida. Que suerte tuvo mi madre al tenerte aquellos años a su lado.
-La suerte fue mía, tu madre era una mujer excepcional y aún la sigo amando. Por las noches, antes de dormir, me asomo por la ventana para mirar a las estrellas y pienso que una de ellas debe ser tu madre que me sigue cuidando y otra debe ser la pequeña… ¡Ains, disculpa Laura! No quiero entristecer tu mañana. Venga, vamos, que te voy a enseñar la finca.
-No te preocupes Rafael, las cosas dichas con amor nunca hacen daño. -Contestó Laura.
-Mami…no estés triste. Alegra esa cara, que estás muy guapa cuando sonríes. ¡Y venga, vamos al campo, que tengo muchas ganas de ver una finca de olivos!
Rafael se quedó en el camino, dentro del coche, pues la tormenta de hacía dos días dejó muchas zonas embarradas y no quería ensuciar su silla de ruedas.
Laura paseó sin prisas, mirando ese mar de color verde, oliendo ese aroma tan especial de aire fresco, de tierra húmeda y de olivas llenas de vida. Era principios de septiembre y aún quedaban algunos meses para la recolecta, pero lo que sí quedaba a la vista, era que esos mágicos árboles estaban cargados de gordas y tersas aceitunas.
El sol, asomado sigilosamente entre grandes nubarrones, alumbraba las bellas ramas cargadas, dándole un aspecto majestuoso a ese olivar. Los pájaros revoloteaban, sin miedo y sin preocupación y la paz que envolvía a aquel terreno, hacían de aquel lugar, un paisaje inigualable en sensaciones. Laura se sorprendió gratamente al comprobar que estaba sonriendo sin habérselo propuesto.
-Mami…este lugar… ¡Es maravilloso! ¡Me encanta! ¡Quiero venir aquí todos los días! Presiento que aquí va a suceder alguna historia bonita, de esas de cuento, pero de las que existen de verdad… -Susurraba Andrea llena de felicidad.
Laura se tumbó en el suelo, en la sombra de un olivo, extendió los brazos e hincó sus dedos en la tierra húmeda. Sintió tanta paz que se olvidó de llorar.
Aquella mañana, mientras Andrea jugaba en el patio del colegio, vio a lo lejos a una persona que le resultaba familiar. Se acercó a la vaya del patio y agudizó su vista hasta que reconoció a aquel hombre. Sentado en la terraza de una cafetería, estaba Germán. Andrea se alegró mucho de verle y empezó a llamarle dando voces. Germán no la escuchaba porque con el ruido ensordecedor del tráfico, la distancia que los separaba y esa fina voz de niña de 9 años, era imposible.
Andrea no se dio por vencida, tenía muchas ganas de saludar a Germán, tenía muchas ganas de preguntarle porqué ya no iba a casa y sobre todo, tenía muchas ganas de darle un abrazo. Buscó a su seño y al ver que estaba hablando con otros niños de la clase, aprovechó para entrar a escondidas al pasillo de entrada del colegio, se escondió detrás de una columna a esperar a ver si había suerte y alguien abría aquella inmensa y maciza puerta de hierro y cristal. Tuvo una oportunidad: el cartero tocó el timbre y al instante, esa puerta automática se abrió. Antes de que se volviera a cerrar, Andrea consiguió salir a la calle sin ser vista.
Que extraño era salir del colegio a esas horas, a escondidas y sin padres ni madres allí esperando con los brazos abiertos, todo resultaba extraño, todo. Andrea tenía la mirada fija en aquella terraza de la cafetería; tan solo tenía que cruzar el paso de peatones, andar unos metros por la acera y darle la sorpresa a Germán. Ella sabía que después tendría una buena reprimenda, tal vez una semana sin recreo… tal vez un negativo enorme en sus notas…pero no le importaba. Andrea cruzó la calle, anduvo por la acera mirando a Germán, que estaba sentado mirado en otra dirección, cuando ya quedaban pocos metros para llegar hasta la mesa donde él estaba sentado, de pronto ocurrió algo que le sobresaltó y le desorientó completamente. Una chica alta, guapa y morena, que no era su mamá, besó a Germán en la boca y ambos se abrazaron. Andrea quiso decir algo, pero no supo el qué. Instintivamente giró a la izquierda para volver a cruzar la calle, pero allí no estaba el paso de peatones, y…
-¡Hola, buenos días! ¿Se encuentra bien? ¿Necesita usted ayuda?- preguntó Luis, algo desconcertado.
-¿Ehh? ¿Cómo dice? ¡Oh, no, no me ocurre nada! ¡Gracias de todos modos! -Dijo Laura levantándose rápidamente del suelo y con un calor sofocante en la cara.
-¡Pues hola de nuevo! ¡Buenos días! Soy Luis. Mi tío es Rafael, el dueño de esta finca, y yo soy el encargado de supervisarla y recogerla. Estaba dando una vuelta para ver las consecuencias de la tormenta de la otra tarde, cuando la he encontrado a usted ahí tumbada en el suelo -Dijo él, amablemente, sonriendo y ofreciéndole la mano para saludarla.
-¡Hola Luis! Encantada, yo soy Laura, la hija de…bueno… Rafael es mi padrastro. Él se casó con mi madre cuando yo tenía 10 años -Contestó ella sonriendo también, algo nerviosa y con el corazón acelerado.
-¿Tú eres Laura? ¡Ja, ja, ja, ja,! ¡Qué manera tan original de conocerte! Mi tío no paraba de hablar de ti allí en la almazara y nunca quiso enseñarnos ninguna foto, así que imagínate, ya teníamos todos curiosidad por verte. Desde luego que me podría haber dicho que eres guapísima. -Dijo Luis espontáneamente y algo acalorado.
Laura no pudo evitar sonreír y cambió de tema para camuflar su estado de nerviosismo.
-Ejem, bueno… gracias por el cumplido Luis. Encantada de conocerte y entonces, pues ya nos veremos. Trabajaremos juntos si no me equivoco, ¿verdad? Por cierto, voy a volver hasta el camino, Rafael está allí esperándome. ¡Venga, hasta otro día!
Laura se fue andando hasta alejarse de aquel olivo y cuando creyó que ya estaba suficientemente lejos, miró hacia atrás. Su corazón se volvió a acelerar al ver que Luis estaba allí, plantado, como otro olivo más, mirándola a ella.
-¿Has visto mami? Yo tenía ese presentimiento… ¡La magia existe de verdad!
Me gusta mucho la historia que vas a empezar a vivir, porque ésta, sí será para siempre. Ya sabes que ahora, nunca me equivoco. Luis y tú seréis muy felices, aunque todavía no lo sepáis. Todo este tiempo he estado a tu lado porque necesitaba verte sonreír de nuevo. Al fin puedo descansar en paz. Pero mami, no te preocupes, no me voy lejos, siempre estaré brillando en el cielo para iluminar tu vida.
Laura volvió a andar hacia adelante, volvió a contemplar ese espectacular mar verde, volvió a impregnarse de ese olor a campo y, abrazándose a sí misma y con lágrimas en los ojos se hizo una promesa:
-Hija mía, mi niña, mi tesoro, mi Andreita, lo prometo. Lo haré por ti y por mí. Volveré a vivir. Te lo prometo. Este pueblo mágico de olivos me ha devuelto las ganas de volver sonreír.