
59. De Bailén al mundo
Septiembre expandía sobre esa región de la Sierra Morena, la magnificencia de un día de aquellos en que los cultivos de olivos, bajando y subiendo cuestas, empinándose hasta lo indecible para llegar al cielo, haciendo restallar en latigazos el brillo del sol en las fragantes frondas, me daban la bienvenida, como a una hija pródiga.
El autobús abandonó la autopista al llegar al complejo donde, desde el expendio de combustible, hasta un simple té de manzanilla, satisfacían al viajero, y yo, en una simbiosis espiritual, “sentía” que mi sangre, mi piel, mi idiosincrasia, eran españolas hasta los tuétanos, aunque venía del otro lado del Atlántico. Tomé mi exiguo equipaje, pues casi todo estaba en mi cuarto del hotel Reina Cristina, en Madrid, donde iniciaría un tour por toda España; pero esto, era el paso primordial, el que había jurado realizar apenas pudiese: visitar Jaén y Bailén, en suelo andaluz, con su encanto, su misterio, su historia, su pasado y su presente…Traía como tesoro invaluable, un manuscrito de un ancestro de estas tierras, aquel muchacho que volcó sus recuerdos en unas hojas de áspero papel, en sus momentos de descanso como ofrenda a su hijo. Y su hijo fue el padre, del padre de mi padre, todos longevos, tan vitales como las plantas de olivo, que, en una especie de diáspora, se dispersaron por el mundo.
Sí, con una simpleza rayana en la inocencia, Juan José escribió para su hijo, un testimonio imposible de soslayar, que dice lo siguiente:
“Para usted José, desde este paraíso que es Mendoza, va mi relato, con mis errores y aciertos, pero siempre con el trabajo y el honor que fui sembrando para recibir la cosecha de vivir en paz, orgulloso de no mancillar nuestro apellido.
Todo empieza allá en Bailén, pueblo viejo, con sus construcciones de siglos, con mis amigos adolescentes, alegres y traviesos, con los que, en una cofradía impuesta para adorar a la Virgen, proyectábamos trabajar para eludir la miseria. Nacido en 1.792, desde los catorce años, en una bandada escandalosa, trepados a un carro nos alejábamos en época de cosecha de aceitunas, hasta Jaén, por un camino que nos dejaba malheridos, pero que olvidábamos con el entusiasmo propio de la juventud. Los campos inmensos de la familia Galle Domínguez nos aguardaban con sus olivares, prósperos y generosos, ubicados en la región que desde tiempos inmemoriales ofrecían sus frutos aclamados por su calidad y abundancia. En esta finca donde la almazara funcionaba elaborando aceite de muy buena calidad, mis amigos y yo nos ocupábamos desde que maduraban las aceitunas en noviembre, de su cosecha, haciéndolas caer en los lienzos que luego debíamos guardar ordenadamente. Muy autoritario era aquel patrón, pero llegar allí, significaba para nuestro grupo, un paraíso, ya que nunca nos faltó una buena comida, con jamones serranos, pan horneado allí, ensalada de cebollas coloradas y racimos de uvas sabrosas como miel; además de calmar la sed con botas repletas de buen vino que los señores poseían en sus lagares.
Pero, aunque había días de inusitado frío porque la zona es generalmente cálida, trabajando de sol a sol, los comentarios murmuraban como viejas chismosas acerca de los acontecimientos que en la monarquía se estaban cocinando a fuego lento, dando por resultado el derrocamiento del rey, y que a nosotros nos dejaba indiferentes como si Madrid estaba a años luz. Noche a noche, al regresar a nuestra aldea, ubicada en el entrecruzado de caminos, los vecinos iban y venían preparándose para defender y rechazar a las tropas francesas que avanzaban conquistando a su paso, poblaciones importantes como Córdoba, con el objetivo de enfrentar a las naves inglesas.
Yo, entre la recolección de los frutos verdes y negros en su plenitud, también compartía el trabajo de arar más terrenos ganados al monte y que caían como una cabellera amarillenta hacia el levante. Mis alpargatas de esparto quedaban destruidas pero las monedas tintineaban juguetonas en mi bolsa, haciéndome soñar con el momento en que compraría una guitarra. Pero los acontecimientos vertiginosos nos envolvieron frenéticamente cuando las tropas de Napoleón intentaron quitarnos la libertad, y todos acudimos, no en nombre del rey, sino sólo para expulsarlos en nombre de lo que nos identificaba. El ejército español, victorioso, celebró junto a nosotros. Y entre esos héroes, destacaba aquel capitán de treinta años, de mirada impresionante y valor incuestionable, que, sentado junto a mí, con una sencillez innata, fue desplegando una conversación muy agradable interesándose por mi tarea en el olivar. Se llamaba José de San Martín.
¡Yo, un simple aldeano adolescente explicando a un militar qué hacía en un campo de Jaén, cuando él ya brillaba en Arjonilla y en la jornada histórica de Bailén había combatido heroicamente, siendo admirado por todos!
Y las cosechas siguieron su ritmo y los campos rivalizaban como doncellas, en belleza, en crecimiento, danzando al impulso de la brisa, brillando desde el alba hasta el ocaso del sol, engendrando sus drupas sabrosas, cual fértiles mujeres. Nuestra labor incesante nos había convertido en hombres; de aquellos chicos no quedaba nada, solamente el placer de reunirnos en algunas celebraciones para bailar con las muchachas que también compartían nuestras idas y venidas por el camino cercado de olivos. Habían transcurrido siete años desde la memorable derrota en Bailén a los galos, cuando un mensajero hizo su aparición en casa de mis padres, revolucionando a todo el que me conocía… pues era el portavoz de aquel capitán que nos impactara y que, desde América, me ofrecía el cuidado de su chacra para que los olivos crecieran a imagen y semejanza de los andaluces. Él poseía sus tierras en un sitio pegado a la cordillera de los Andes, un oasis llamado Mendoza y confiaba en que yo aceptaría su solicitud.
Recuerdo que, a la mañana siguiente, sin haber pegado un ojo en toda la noche, me senté en la entrada del olivar. El acceso que recorriera miles de veces, con mis sueños, con mi cansancio y mis ilusiones, se mantenía con su manto raído de arena y polvo. A la distancia, el vuelo de aves rapaces en las cumbres de las serranías espantaba a varios corderos y detrás de la lomada el campanario de la iglesia Nuestra Señora de la Capilla espiaba el avance del sol para comenzar el tañido de sus bronces loando a Dios y a la
Virgen. ¡Cómo olvidar que mis ojos se llenaron de lágrimas ante tanta belleza, pensando que mi oportunidad de dejar de ser un peón estaba por única vez al alcance de mis manos! Ajeno a todo que no fuese mi meditación, por el camino de Córdoba a Bailén, tropillas de toros, de mulas y carretones con mercancías pasaban tumultuosamente, y yo, de espaldas, fijaba mi vista en aquella fortaleza que siempre me atraía con sus misterios, sus secretos, su poderío añejo, su inexpugnable y enigmática construcción en las alturas de la sierra de Santa Catalina: el castillo encantado de los moros, con su alcazaba dominando a Jaén y a sus olivares…
Pero con mi amor profundo hacia todo este edén y mi trabajo eficiente, sólo tenía una guitarra, unas vestimentas escasas y un carro comprado a medias con Paulo y Roquito, porque la vida seguía siendo mísera, con un futuro nada halagüeño. Entonces, tomé noción de estar mirando todo por última vez, seguro de no arrepentirme con la decisión a tomar. Y confiando en Dios y en ese hombre cabal que valoraba mi dedicación absoluta hacia los olivos, en un plácido mes de enero embarqué rumbo a tierras ignotas, que fuesen conquistadas por nosotros y que pugnaban por su liberación.
Sí, había dejado un edén, pero como un olivo joven, fui trasplantado a otro edén, con quinientos años de atraso, de recursos, pero infinitamente bello. Allí en Mendoza, Don José de San Martín, ya era general de un enorme ejército que preparaba para cruzar la cordillera en una gesta que me hizo admirarlo más aún. Y mi función sería cuidar su huerto, sus viñas y su “monte de olivos” como los denominaba, honrándome con su confianza, a la que me juré no defraudar.
Y con mis conocimientos, arranqué yuyos dañinos, con mis manos escarbé la tierra para que siempre hubiese humedad después del riego, porque usted sabe que este lugar es árido y poco lluvioso, fui dando forma a cada árbol para que tuviese lozanía y cargara frutos y preparé más espacios para futuras plantas que estaba sembrando con la paciente selección de semillas que hacíamos con su madre.
Cuando en 1817 comenzó esa misión libertadora, los olivos lucían espléndidos, con un clima que ya bajaba manso desde las altas cumbres y con el agua de deshielos para su riego que el general hacía llegar por medio de acequias. Esta región cuyana sabe usted José, mantiene la dulzura que emana de sus profundidades propagándola en sus frutos, en el aire y en toda su gente. Así fue su madre, compañera inolvidable que amó tanto como yo, la chacra de don José, orgullosa de esas aceitunas que cuidábamos como a las niñas de nuestros ojos y que, poco a poco, fueron trascendiendo y propagándose por su sabor.
En uno de sus regresos, don José caminó junto a mí con su andar reposado, por entre el monte de olivos, y entre caricias a sus troncos y observaciones específicas acerca del exquisito aceite de oliva que comenzábamos a elaborar, lleno de gozo y satisfacción, clavó sus ojos negros e inteligentes en mí para decirme brevemente que, en su testamento, la chacra quedaba bajo mi propiedad.
Ahora José, hijo mío, termino para informarle que la chacra pasa a sus manos, para que la mantenga como la conoció, sobre todo con el afecto con que aquel enorme hombre me la entregó a mí. Con mis ochenta años y mis recuerdos, voy a vivir en paz.
Su padre, Juan José Blanco Martín.
Un temblor imperceptible en mis manos, y un rubor en mis mejillas, son la manifestación de la emoción que me embarga cuando le entrego una copia del manuscrito al señor Galley Domínguez IV, heredero de este fantástico olivar, con el que logré vincularme por medio del consulado. Y siento que nada fue en vano, y que el mundo entero sabe que hay un rincón en Andalucía, donde nació Juan José, el muchacho que amó entrañablemente a los olivos desparramando sus saberes para lograr un excelente aceite de oliva y una aceituna con propiedades dignas de los dioses. Porque para él, todo comenzó en Bailén, como reza el turismo, en esa “encrucijada de la historia”, con laberínticas callejuelas donde corrió de niño y se ocultó para asestar con sus vecinos, la humillante guerrilla a los franceses. Bailén, digna “ruta de las batallas” por la que cabalgó airoso el capitán San Martín. Bailén, “ruta del legado andalusí por ser la ruta de los nazaríes”, depositarios de la cultura musulmana que expandieron por Andalucía hasta ser expulsados por los reyes católicos. Bailén, “ciudad alfarera” por antonomasia, extrayendo de su suelo arcilloso la óptima greda para elaborar cerámica de primer nivel, reconocida en su “fiesta de interés turístico nacional de Andalucía”. Y ahí llego al atardecer, invadida por una conjunción de sentimientos y pensamientos que están trenzados en aquel pasado y en el hoy, con los olivares testimoniando su relevancia a través de poemas del genio de Federico, con su explotación en bien de la belleza por medio de cremas faciales, para masajes corporales, aportando sus dones a la salud humana.
En esa conjunción, apasionada y sensiblera, mis genes Blanco Martin, exigían más y más, haciéndome comprender definitivamente, mi arrobamiento cuando veía bailar las sevillanas, o escuchaba “Granada”, o al influjo de pasodobles me enlazaba, girando cual trompo, en brazos de bailarines, o alejarme del mundanal ruido cuando una guitarra española sonaba en manos virtuosas, y siempre, como gitana, recitando “las aceitunas aguardan la noche de Capricornio…”. *
Todo es remembranza; una melancolía indefinida se mezcla con la sibarítica recepción que una familia residente en el predio donde viviera Juan José me dispensa. Los bocadillos con pasta de aceituna y las tostadas untadas con el oro del olivo, son el complemento ideal para que se haga agua la boca ante la fuente con “fetas de jamón serrano”, el de Granada me explican, con su saborcillo a bellotas y a avellanas, además de paladear las aceitunas descarozadas rellenas con paté, con quesos, con hierbas maceradas en el aceite dorado, un elixir irresistible para cualquier amante de la buena mesa. Y la música de fondo sabiendo a gloria para que, en un ida y vuelta, sepamos nuestras vivencias, experiencias, amores, tragedias. Ya nadie queda de mi familia aquí en Bailén; quizá fueron muy pocos o, como sugieren estas personas, en la época de la persecución por los franquistas, los descendientes de judíos huyeron hacia lugares desconocidos, y muchos fueron abatidos en la cruenta guerra civil.
Observo fotografías en los álbumes que hablan por sí solas: campos cultivados con olivares; familias enteras dedicadas a ese laboreo; plantas de troncos retorcidos evidenciando su antigüedad. Pero nada se compara con lo que presencio al día siguiente, cuando organizan un paseo por las inmediaciones y entre lomadas de norte a sur y de este a oeste, mares de olivos se yerguen bajo un tenue tapiz de hierba esmeralda, con un movimiento similar al de las olas cuando son mecidas por el viento salobre, dejando su espuma en la playa ¡Es tan magnífico el trabajo, tan pródigos sus resultados! Y el epílogo de ese itinerario campestre es llevarme por senderos escabrosos hasta un solariego henar, donde dormita, con sus maderas rasgadas y sus ruedas desclavadas, ¡el carro de Juan José y Roquito, en la finca de sus descendientes!
Sólo sé que río como castañuelas; que lloro como un cántaro desbordado; que agradezco la oportunidad que mis antepasados no tuvieron, de estar aquí; que Bailén es ahora, mi ombligo del mundo, cuando me queda pegada la expresión de esta gente: ¡Qué va! Vuélvete a buscar tus petates niña, y regresa que te aguardamos…
*Prendimiento de Antoñito el Camborio en el camino a Sevilla (F. G. Lorca).