58. Cartas y secretos desde el olivar
¿Hasta cuándo?, suspiró con la cabeza entre las manos, el corazón acelerado y las sábanas que parecían envolverla tras otra noche de continuos despertares.
Desde la cama Amparo contempló una leve luz anaranjada, sudorosa e inquieta despejó toda la ropa y la lanzó al suelo.
Un mes antes Virginia, su psicóloga, le había explicado cómo aprender a manejar los continuos ataques de ansiedad ante los sueños vividos.
Y ¡tanto!, se repetía a sí misma al revivir la misma ficción que cada noche le visitaba, como una niebla densa y verdosa que le ahogaba la respiración.
La juventud de Amparo se parecía a la de tantas otras jóvenes, insegura se decantó por la carrera de turismo; más que por vocación por continuar una tradición familiar que le perseguía. Sus gustos o aficiones habían sido desoídos en las eternas veladas familiares, escuchando hasta la saciedad que de la escritura no se podía vivir. Sentía la presión de su padre, difuminada en su eterna sonrisa por verla trabajar en un puesto de dirección. Un padre que llevaba trabajando, desde que recordaba, en el parador de Úbeda, como antes lo había hecho su abuelo.
El conformismo se había adueñado en los últimos años de Amparo, viendo en el turismo otra forma de viajar con las palabras, y así seguir con su pasión por la escritura. Plasmar en relatos aquellas leyendas sobre los olivos que escuchó siendo niña en casa de su abuela materna.
—Amparito, mi niña, los olivos no guardan secretos, susurran entre ellos en un canto que solo se percibe antes de que la noche cubra de silencio los cerros. Yo iba todas las tardes a escucharles cuando desapareció el tío Lucinio. Recordaba aquellas palabras de la abuela Marcela.
Tras unos meses en el extranjero realizando un máster en gestión y desarrollo de turismo medioambiental, le llegó la oportunidad de trabajar en la dirección del Parador. Ahora bien, nunca supo si aquella fue tal o vino tras alguna influencia familiar.
Una noche regresando a casa con su padre, en mitad de esos silencios que cortaban la bruma helada de esa tarde, este se desvanecería en sus manos tras una acalorada discusión. En su mente quedaría grabada esa imagen y las palabras dichas; su inesperada intención de dar un giro a su vida, dejando el nido familiar y compartir su vida con un joven al que acababa de conocer.
A veces, tras las sesiones con Virginia en las que trabajaban un duelo inacabado, rememoraba cómo entró Rafael en su vida e introdujo un poco de orden. En su mente estaba aquella mañana de primavera en Madrid, mientras realizaba las prácticas del máster, en la que le conoció. Un joven con una sonrisa natural, y aquel mechón que caía sobre unos ojos negros como las aceitunas de su tierra, junto a un aire desenfadado, pero seguro de sí mismo en cada respuesta.
Rafael, el primogénito de una familia con raíces en los olivares jienenses, ya destacaba como un joven empresario de éxito. Pionero en las start-ups del desarrollo medioambiental en el campo del turismo, con una pasión por su tierra y en el potencial de esta para atraer a los turistas.
Después de que Rafael tras una romántica cena, le propusiera irse a vivir juntos, no lo dudó. Su aplomo para tomar cualquier decisión o la simple química, la independencia económica que había logrado influyeron para dar el paso de compartir sus vidas. Mañana celebrarían ¡cinco años!
En esa mañana de noviembre que despuntaba con sus primeras luces, todo presagiaba una helada que no era habitual en la zona, aunque hacía años que el tiempo cambiaba demasiado, y los olivares se resentían.
Titillo, su perro, se movía alrededor de ella y la correa sujeta a la boca con la clara intención de que necesitaba salir. Le acarició el hocico y este pareció entenderla. No se encontraba bien, arrastraba una gripe mal curada, y otra vez se veía acudiendo a su vecino, que tenía desde hace unos meses un cachorro.
Se dirigió al comedor y Titillo como buen amigo le siguió. Allí apareció como un despegable el material elaborado para la futura ampliación del parador, en un cerro propiedad de la familia de Rafael. Sabedora de que no podía pedir más plazos, y esa noche Rafael regresaba de su viaje de promoción en Bruselas con un grupo de empresarios del nuevo aceite de la familia.
Mientras se preparaba una taza de té, recordó que había olvidado recoger el correo. Por un momento pensó que podía esperar, si bien algo en su interior, quizás esos susurros de las leyendas, le apremió a ir al buzón.
Agarró una chaqueta y con la llave en el cajetín en una cerradura un tanto oxidada que no lograba entrar, sacó todo lo allí depositado. Sorprendida por el volumen de la correspondencia, tardó en percatarse que junto al correo habitual aparecía un paquete de estraza a su nombre y que carecía de remitente. Ya en casa con un semblante serio, se deshizo de la chaqueta en la misma entrada y su corazón empezó a latir como en uno de esos sueños vividos.
Aún la caldera no se había encendido, por lo que se hizo un ovillo en el sofá con la manta junto a la chimenea que acababa de encender. Con el frío y los nervios no acertaba a abrir el paquete. Una vez que lo logró, con unas manos que le palpitaban, se desmoronó una colección de cartas manuscritas, unidas por un lazo morado. Estuvo a punto de apartarlas sobre la mesa del comedor junto a la tetera, y emprender el paseo debido a su fiel amigo. Pero la curiosidad se apoderó de Amparo y tras acurrucarse en el sofá con la taza de té, tragó saliva y echó un primer vistazo a las cartas, esa mañana el proyecto podía esperar.
Desde pequeña había tenido una especial habilidad de leer de una forma rápida y con memoria fotográfica. Por ello no le costó acotar el contenido de las cartas, las cuales deambulaban en un periodo entre febrero de 1940 hasta el invierno de 1943. Una taza ahora de café la facilitaría el trabajo, y tras encajar la correspondencia cual rompecabezas observó que en todas ellas se repetía un nombre, el general Don Alfonso Brezos.
Durante esa mañana las cartas le fueron desvelando el mensaje recogido en las mismas, lo que le produjo un escalofrío que nada tenía que ver con la fiebre de los días previos. El mencionado general D. Alfonso, fue el director de prisión provincial de Sevilla, a la que fueron a parar muchos presos políticos tras la guerra.
El extenso repertorio de cartas relataba una sobrecogedora correspondencia, entre la mujer de Aquilino Garcés y Francisco Gravilla. Finalizada la guerra, Aquilino fue detenido, por su condición de sindicalista y tras haber trabajado en el registro de la propiedad de la zona. El resto del personal, incluido el registrador había desaparecido o emigrado. El registro fue saqueado y los pequeños propietarios de olivares vieron como sus fincas fueron ocupadas al tiempo que algunos desaparecían. Uno fue su tío materno Lucinio.
Durante ese tiempo, Francisco, cronista y maestro, compartiría celda el último año con Aquilino. La mujer e hija de Aquilino se trasladaron de su Jaén natal a Sevilla, moviendo cielo y tierra para visitarle.
Alguna vez llegaba alguna carta muy escueta, llena de tachones o recortadas que reflejaba un ánimo que iba apagándose por momentos. En las escasas visitas concedidas no pudo disimular los morados de su cara, y unos ojos sin vida que disimulaban lo imposible. Nunca pudieron saber el alcance real de su tormento, sus paquetes eran requisados y las cartas eran devueltas, lo que las sumía más en la desesperación. Todo terminaría una fría tarde de noviembre de 1943, esperando una visita que su abogado había logrado. En la puerta se les comunicó su fallecimiento por causas naturales. Solo pudieron recuperar sus enseres y unas gafas rotas.
A medida que Amparo seguía leyendo, averiguó que Francisco su compañero de celda fue puesto en libertad en unos meses después. Un familiar bien colocado había interpelado por él. Emigró a Portugal y unos años después se pondría en contacto con la familia de Aquilino, a petición de este último.
Durante dos largos años mantuvieron una extensa ida y venida de cartas. En ellas trató de consolarles de la forma que mejor pudo. Les trasmitió su amor incondicional, cómo se habían conocido en la cárcel, así como la pena que le producía su alejamiento.
Francisco tampoco escatimó en detalles a demanda de la familia de Aquilino, y así descubrieron que las palizas por parte del director de la prisión fueron continuas. El objetivo era descubrir hasta dónde sabía o no de lo ocurrido en el registro. Una tarde, Aquilino pidió a Francisco, su compañero, que con el tiempo narrara lo ocurrido en prisión a su familia. Al tiempo le reveló su secreto y el lugar donde había escondido aquello por lo que estaba preso. Las desapariciones de los pequeños olivareros, así como quienes se habían apropiado de sus bienes. Algún día la verdad se sabría y el porqué de las palizas.
La luz ya penetraba con fuerza por el ventanal del comedor, podía divisar los olivares al fondo; y la manta que la cubría se hallaba a sus pies en el momento que terminó la última carta.
Las manos le seguían temblando, buscó a Titillo con la mirada y allí permanecía observándola. Decidida a ponerse algo cómodo y sacarlo a su necesario paseo, una sospecha seguía rondando su cabeza. En un primer momento, no se percató de ello y al levantarse del sofá se dio cuenta de que debajo de las cartas había dos documentos de color distinto. El primero era una nota manuscrita del nieto de Aquilino, Ramón. En la misma explicaba su labor como historiador recopilando toda la documentación sobre la vida de su abuelo y del sindicato para entregarla a la asociación de memoria histórica de Jaén. Su intención era clara, no buscaba ni pretendía venganza, consciente de que la guerra había sido dura para todos, un sin sentido.
Lo cierto es que Amparo no sabía demasiado de la familia de Rafael. Este se mostraba receloso al respecto, a pesar de que la sinceridad en la pareja era su lema, por eso siempre pensó que Rafael desconocía todo aquello.
La última de las notas la dejaría clavada en el sofá. Una breve carta en la que reconoció la letra de Rafael dirigida al nieto de Aquilino. De forma escueta y clara le pedía que le dejara en paz, conocía a su abuelo y si había actuado así, seguro que tenía sus buenos motivos. En cuanto a la propiedad del olivar era legítima y no se podía probar nada al respecto.
En ese momento, en la memoria de Amparo emergieron aquellas historias tantas veces escuchadas en la casa de su abuela materna. Los bombardeos en la ciudad, las desapariciones, entre ellos del tío Lucinio, y tantos sentimientos nunca cerrados que parecían cobrar vida en esas cartas. No comprendía esa respuesta de Rafael.
—¿Conocía realmente a su pareja? se preguntó.
Al tiempo que dejaba la taza vacía de café encima de la mesa, Amparo recogió las cartas. Ese nombre, ¿dónde lo había escuchado? Don Alfonso B… ¡El abuelo de Rafael! De repente, se escuchó el ruido de un coche, no podía ser otro que Rafael. No le dio tiempo a guardarlas y, cuando entraba en el salón, con un sentimiento de ahogo las tiró al fuego de la chimenea. Todas menos la de Rafael que seguía en su mano.
Rafael con una sonrisa gélida no comprendía aquella mirada, y una nota en su mano que reconoció al darle un beso. Siguió en silencio y, ante ella, la rompió en mil pedazos.
El semblante de Amparo se heló de nuevo ante la reacción de este, y con voz temblorosa le recordó el acuerdo tácito de pasar página sobre la historia de su familia. Ella no dijo nada.
El gesto anterior le hizo revivir los susurros de la noche y la misma sensación de unos meses atrás, esos sueños que se repetían. Volvía a dudar de su palabra, de su relación, de su amor…
Al día siguiente en la oficina retomó con desgana el diseño de ampliación del parador. Sería una nueva zona de oleoturismo en una vieja almazara en la zona de la Dehesa del Moro. Era su primer proyecto, y pese a todos los problemas y licencias, iba a ser una gran apuesta para atraer el turismo en torno al olivar y su cultura. Revisando los planos recordó las cartas, pues en alguna aparecían mapas y ubicaciones.
Llamó a su amiga Sonia que trabajaba en el registro de la propiedad de Úbeda, y unas horas después le confirmó que el registro sufrió un incendio en 1939, y en él se perdieron numerosas inscripciones. Tras varias investigaciones a petición de los antiguos propietarios y el juzgado de la zona no se había logrado recuperar nada.
Fue entonces cuando decidió contactar con Ramón, el nieto de Aquilino. En casa apenas se dirigía la palabra con Rafael, quien se mostraba nervioso y levantaba la voz sin motivo. Situación que nunca se había producido en la pareja, en la cual había predominado un diálogo que se enmudeció el día que llegaron las cartas.
Ramón se desplazó una mañana hasta el parador y en el despacho de Amparo mantuvieron una interesante conversación. Él quería conocer el nuevo proyecto del que todos hablaban.
—¿Podría visitar la nueva zona? preguntó Ramón.
—Todavía está en obras y no sé si el encargado nos dejará entrar, contestó Amparo. Yo también tengo interés en ver cómo avanzan.
Una semana más tarde estaban visitando las obras y Amparo observó que Ramón miraba y preguntaba por lugares que parecía conocer. Aún quedaba mucho trabajo por hacer. Amparo estaba extrañada ante la actitud del encargado que nos les dejaba acercarse a ninguna instalación.
— ¿Dónde están las bodegas?, preguntó Ramón.
—Mire Dª. Amparo no ha sido una buena idea, no se permiten visitas, son órdenes directas de D. Rafael.
— ¿Quién?, ¿el arquitecto? No, su marido.
Cuando regresaban a la ciudad ninguno pronunció una palabra, solo al llegar al parador Amparo le dijo que volverían a hablar, antes debía resolver unos asuntos.
Esa noche en casa Amparo sacó la conversación durante la cena, la visita a la almazara y la prohibición de acceder a la misma. ¿Hay algún problema?, ya he ido en otras ocasiones, intentando no mostrar un excesivo interés.
—Solo es por un tema de seguridad, y ¿con quién has estado esta mañana?, me ha dicho Jacinto que ibas acompañada.
—El director de la revista de paradores que la ha parecido una magnífica idea la del oleoturismo y quería conocer las ampliaciones. Fue lo primero que se le ocurrió.
—Pues vaya tontería si aún queda mucho. Y se terminó el diálogo por esa noche.
Entre tanto, Ramón ya disponía de las ubicaciones que necesitaba. Todo cuadraba con los datos que durante años había ido recopilando, si bien detectó en Amparo a una persona que le gustaba su trabajo, y al tiempo sospechaba que quería conocer algo más. Era arriesgado tirar de ese hilo, pero ya le quedaban pocas opciones.
Por su parte, Amparo decidió acercarse al atardecer por la zona y pudo escuchar el susurro de los olivos que su abuela le contaba. Algo había en esa zona, y debía descubrirlo. No dudó cuando Ramón concertó una cita para comer, y portó consigo la carta que escribiera a Rafael.
A Ramón tampoco le sorprendió ver la carta encima de la mesa y el aluvión de preguntas que él trataba de sortear hasta averiguar si podía o no confiar en ella.
Tras dos horas Ramón controlaba la situación y le dijo: ¿Puedo confiar en usted?
—Si comenzamos con lo que le voy a proponer no hay vuelta atrás, le conminó con la mirada.
Amparo se asustó, tenía un presentimiento desde que leyó las cartas y no era bueno.
—Adelante, le respondió mientras ocultaba el temblor de sus manos.
Ramón le fue relatando como en las bodegas, según sus averiguaciones, estaban ocultos los cadáveres de varios agricultores de la zona. Además, un olivo centenario escondía la documentación sobre las ocupaciones ilegales de varias fincas, entre ellas la que era propiedad ahora de Rafael. Disponía de pruebas suficientes para ir a los juzgados, pero necesitaba recuperar esa documentación y ahí entraba ella, si quería.
En ese instante, Amparo fue recordando cada una de las cartas que había leído. Rememoró el dolor de su familia cuando el tío Lucinio desapareció, quizás estaba en esas bodegas, y cómo aquellos olivos centenarios, testigos de todo aquello, susurraban antes del anochecer.
Visitaron de nuevo las obras y el encargado, que ya tenía órdenes de Rafael, no les dejó pasar de la puerta. Ella que conocía bien la zona, a la vez que desandaban el camino, dejó a Ramón cerca del cerro en el que por los datos estaría el olivo guardián.
De vuelta a Úbeda, Ramón sostenía entre sus manos una caja oxidada y la mirada perdida en aquellos cerros.
Dos semanas después las obras fueron paralizadas por orden judicial y en las bodegas se hallaron una docena de cuerpos. El ayuntamiento anunció la aparición de una serie de legajos y copias para que los herederos pudieran recuperar sus olivares, que ya permanecían en silencio.
Un año después, el tío Lucinio descansaría en el camposanto junto a su madre. La almazara se convertiría por deseo de sus nuevos propietarios en un museo de la memoria y la cultura del aceite. Junto a un centro de interpretación de la naturaleza, del proceso de elaboración del oro verde, y un pedazo de la historia de la ciudad.
Amparo pidió el traslado a otro parador, y ahora dirigía el de Cazorla. No podía estar lejos del aroma y la vista de los olivos, que le inspiraban unos relatos que pronto se publicarían.