
57. Oro verde
Las mañanas de ese principio de diciembre se presentaban frías, pero al saber de las inclemencias del tiempo que se habían pronosticado hacía ya varios días, se sabía que una helada descomunal, tal vez hasta la caída de granizo, haría que la recogida de las aceitunas de ese año se hiciera lo más rápido posible para tratar de salvar la mayor parte de la cosecha.
El sol empezaba a despuntar y la escarcha de esa noche fría empezaba a desaparecer, pero al fundirse a los pies de los recolectores hacían que esas zapatillas de esparto no fueran tan aislantes, sufriendo por tener los pies húmedos. El grupo de personas de esa temporada era grande para poder terminar el máximo de trabajo lo antes posible. Había trabajadores de muchos lugares diferentes, hasta de otros países, la mayoría era gente joven estrenando sus años siendo responsable de sus actos (de dieciocho años recién cumplidos) hasta casi los cincuenta años. Algunos ya tenían experiencia para el trabajo que había que realizar, pero para otros era su primera vez. Todos sabemos que para recoger aceitunas solo hay que tener dos cosas. Ganas de trabajar y un palo muy largo. Siempre me hice la misma pregunta viendo como era el método de recogida. ¿No lastimaban al árbol con tanto golpe? Aparentemente no tanto como cuando enganchan al tronco una especie de garra y con ayuda de una máquina que está sujeta, esa especie de garra empieza a sacudir el árbol hasta que todos los frutos caigan al suelo y muchas manos recojan uno por uno todos los pequeños frutos desprendidos de ese árbol que los vio crecer, para juntarlos todos en cajas para luego llevarlos al lugar donde harán magia, convirtiéndolos en un jugo verde que será la delicia de muchos comensales y un producto fundamental en las cocinas españolas.
Esa mañana fría, hombres y mujeres se preparaban con sus largas pértigas que no se usarían para saltar, sino para pegar, logrando con esa acción que caigan los frutos deseados. Otro grupo, poniendo grandes lonas debajo de cada árbol, empezarían a blandir sus cañas contra las ramas de esos árboles haciendo que empezara a caer la lluvia verde, haciendo que las lonas empiecen a llenarse de aceitunas y pequeñas ramas, ramas que se desprendían con los golpes incesantes de las cinco personas que golpeaban ese árbol, como si se estuvieran vengando de algo que ese árbol les había hecho.
El campo era lo suficientemente grande, las cuarenta hectáreas de olivos parecían que estaban amenazadas por un grupo de personas que querían destruir la plantación, pero en vez de destruir iban llenando las cajas de frutos, para llevarlas a ese camino que luego serian recogidas por una carretilla que la manejaba Roberto, que era uno de los dueños de la plantación. Siendo la tercera generación de esa familia que llevaba los campos. Al empezar su abuelo por allá en los cincuenta, sólo poseía algunas pocas hectáreas, haciendo que este número creciera con trabajo y sudor hasta el día de hoy que su nieto ya posee cuarenta hectáreas, con el pensamiento de incorporar el campo vecino que tiene unas cinco hectáreas más a sus cuarenta ya existentes. Lo maravilloso de todo esto era que su padre y su abuelo todavía seguían trabajando, no con tanta fluidez, pero era su vida y no podían dejar de llenarse las manos con el oro verde que salía todos los años de sus campos, (así les decía, El oro verde). Al terminar todos los días la familia Ortiz, que era la responsable de los campos, invitaba a toda la cuadrilla de trabajadores para compartir una mesa que estaba preparada en el cortijo de la finca para disfrutar una comida que era preparada por las mujeres Ortiz. La esposa de Roberto, su madre y su abuela, todas como en una película, armaban la mesa cantando y con algo parecido a un baile, ponían los platos, cubiertos, vasos y servilletas para terminar de coronar esa mesa larga que parecía infinita, con la comida principal, que todos los días variaba. Podía ser estofado de carne, arroz, pollo y siempre al final de la cosecha los sorprendían con un revuelto especial que llevaba de todo. Es el día de hoy que ninguno de los hombres de la familia Ortiz aún ha descubierto, todo lo que tenía y como hacían el revuelto.
Parecía una receta que se pasaba de generación en generación como un secreto de familia, secreto que solo las mujeres Ortiz lo conocían, los que sucedía al primer bocado de esa especie de revuelto, era que las papilas gustativas parecían explotar de sabor, mirándose unos a los otros sin saber que pasaba en las cabezas de cada uno, sólo las mujeres Ortiz lo sabían, y con sólo sus miradas entrelazadas y cómplices dejaban entender lo que pasaba con ese silencio, silencio de todos los comensales que no se podían sacar la cuchara o el tenedor de sus bocas para no perder el sabor, por miedo que al abrir la boca desaparecieran todas esas sensaciones como por arte de magia, pero sólo hasta la segunda cucharada, que no se hacía esperar. Pero para eso faltaba mucho, sólo era el primer día de trabajo, pero los que ya repetían lo esperaban con ansia, era como una tradición y una atención a todos los trabajadores de cada temporada. La cosa no terminaba ahí, en la finca también tenían preparadas una especie de cabañas donde se alojaban los trabajadores, cabañas que podían alojar desde cuatro personas hasta ocho, todas tenían sus camas y cada cabaña tenía una pequeña cocina y un baño que era compartido por sus ocupantes. Se preguntarán el por qué de esa pequeña cocina. El trabajo era de lunes a sábados de siete de la mañana, o al salir el sol hasta cumplir las ocho horas de trabajo rigurosas, siempre con su descanso a media mañana de media hora. Pero los domingos los tenían libres y él que se quería quedar en la cabaña, durmiendo o quería comer solo, lo podía hacer. Desde el abuelo, Los Ortiz llevaban un lema a raja tabla: Si el trabajador está contento, se notará en su trabajo. Y así fue por generaciones. Entre todos los trabajadores, había dos personas que destacarían y que eran residentes de la Finca: el hijo de Roberto y una empleada que ya llevaba varios años trabajando para los Ortiz, (Susana López, Susi para los conocidos). Hace más de un año Alberto, (el hijo de Roberto) y Susi, estaban teniendo una relación de más que amigos. Se empezaron a ver a escondidas, por causa del padre de Susi, que también trabajaba en la finca hacía ya más de diez años, y después del accidente de la madre de Susi que le produjo la muerte, el padre se había apegado mucho a su hija llegando al punto de sobreprotegerla. Por esa razón no querían que lo supiera, manteniendo la relación al secreto hasta ese año. La madre de Alberto lo sabía, como también su padre que ya le había dicho que hiciera pública su relación con Susi por el bien de todos, porque no querían esconderle eso a Alfredo (el padre de Susi).
Esa mañana después del desayuno todo cambiaría. El día era fresco, pero no frío al agarrar los palos para sacudir a los árboles y empezar la faena. Todo parecía normal, un día más en la recogida, pero un grito cambiaría todo. El grito de dolor surgió de la garganta de Alfredo, y todos corrieron a ver qué pasaba, para descubrir que tenía casi toda la pierna enterrada en la tierra, nadie entendía al principio el qué y menos el cómo. Pero al llegar al lugar donde se encontraba Alfredo, vieron que la pierna había sido engullida por un túnel que se había derrumbado debajo de su pie derecho, túnel producido por unas garras de un animalito que parecía una rata sin cola, una especie de topo que algunos lo llaman cuis, que hace cuevas y túneles por debajo de la tierra, produciendo el accidente ocurrido. El grito que emanaba de las cuerdas vocales de Alfredo era cada vez más gutural, y al ayudarlo al salir de su trampa, vieron por qué daba los gritos. Su pierna se había partido en dos, dejando expuesto el hueso del peroné. Al sacar su pie parecía que estaba descolgado de su pierna, se colgaba como si hubiera perdido toda sujeción, parecía que sólo lo sostenía la piel. Al sentarlo en el suelo otro gemido les hizo a todos recorrer un frio húmedo por la espalda, y a más de uno poner cara de sufrimiento. Enseguida apareció Roberto y sacó el móvil para pedir una ambulancia mientras que Susi se acercaba casi llorando para abrazar a su padre. Todos se quedaron consternados cuando los paramédicos entraron zigzagueando los árboles y pisando algunas aceitunas que estaban en el suelo. Pusieron la camilla al lado de Alfredo, le hicieron algunas preguntas y casi sin percibirlo la ambulancia estaba con su sirena ululante saliendo por la puerta de la finca hacia su destino, el hospital princesa de Jaén. Todos quedaron en shock, pero al rato tomaron conciencia y retomaron el trabajo. Nadie podía creer lo que había pasado, pero los accidentes pasan y eso había sido un lamentable accidente. Roberto se subió a su auto y fue también para el hospital, pero al arrancar su auto, un golpe lo sorprendió para ver en la ventanilla del copiloto. Era Susi que le pedía entrar para ir con él. Los dos se fueron al hospital siguiendo los pasos de la ambulancia.
Alberto se quedó medio intranquilo viendo a Susi en el estado de ánimo que se encontraba, pero no podía ir con ella porque todavía el padre no sabía nada, pero pronto se enteraría de eso y de otra cosa. El trabajo de ese día terminó y todos después de comer se fueron a sus habitaciones. Pero Alberto estaba intranquilo porque su padre y Susi no habían vuelto. Le pidió a su madre que llame por teléfono para saber cómo había ido la cosa. Solo fueron necesarias dos llamadas para que Roberto atendiese.
Roberto le explicó con pocas palabras a María, su mujer, que todo estaba bien, que, que lo aparatoso del accidente ya sólo era una anécdota. Que le recolocaron el hueso en una pequeña intervención y le pusieron una escayola en la pierna, pero que no precisaron ponerle clavos ni nada, que todo estaba bien. Los médicos querían que se quedara un día para asegurarse que todo está bien, para que mañana le dieran el alta. Susi se quedaría esta noche y él la recogería mañana.
Al decirle esto, Alberto se quedó más tranquilo, aunque esa noche no pudo dormir. A la mañana siguiente, al despertarse para trabajar, Alberto se dio cuenta que el auto de su padre no estaba, supuso que se había ido al hospital y así fue. El día comenzó como todos y el trabajo también, ya habían hecho más de la mitad de la finca y la tormenta que se predecía ya estaba dando sus primeros asomos. El día estaba nublado y con una neblina que casi tocaba los olivos. En algunas partes de la finca, al estirar la mano, notaban como desaparecía en una gran nebulosa para aparecer luego completa sin faltarle a nadie ningún dedo.
Al llegar casi al medio día, por la puerta de la finca apareció el auto de Roberto. La niebla estaba muy baja, y daba la sensación de aparecer de la nada. Al bajar Alberto del auto vio que algunos trabajadores se acercaban con grandes sonrisas en sus bocas. Se saludaron, algunos sacaron un bolígrafo para escribirle algo en la escayola y otros solo le dieron la mano. Susi apareció con el bastón que llevaba ella, y ayudándolo del otro brazo se encaminaron para la casa, donde en la puerta esperaba la abuela de Alberto con su delantal típico de cuadritos rojos y blancos, mostrándole un té que tenía en las manos, haciendo ademán para que entre y se lo tome.
Los demás días todo fue sobre ruedas, hasta que después del desayuno Susana salió corriendo, pero no pudo recorrer muchos metros sin antes vomitar. Alberto fue corriendo para ver si estaba bien, pero no había pasado nada, sólo era que le había caído mal el desayuno. Pero al otro día le paso lo mismo y fue antes del desayuno. Los vómitos fueron seguidos por repulsión a la comida, decidiendo ir al médico para saber lo que le pasaba.
Los días de cosecha habían terminado y todos estaban felices. Pudieron recoger todo antes del mal tiempo, de la nevada y el granizo que vino y con gran fuerza, mientras que los camiones salían de la finca uno detrás de otro para llegar a su destino que era la almazara. Pudieron hacer la comilona final, ese revuelto especial que sólo las mujeres Ortiz sabían, pero al estar todos sentados riendo y comiendo, en ese momento, Susana se sintió mal y tuvo que ir un momento al baño. Al regresar todos expectantes la miraban. Su padre la miró y le dijo:
–¿Estás bien?
Susana lo miró y le dijo:
–Sí, papá.
Todos se quedaron callados, no se escuchaba ni un choque de cuchara con los platos.
De pronto la abuela se paró y dijo:
–Bueno, quiero que todos levanten sus copas para brindar por una cosecha terminada y poder verlos a todos el año que viene. Salud.
Todos levantaron sus copas y bridaron con los que tenían cerca, pero luego la abuela pidió la palabra de nuevo.
–Y el año que viene seremos uno más.
Todos dejaron de chocar las copas para mirar a la abuela que tenía esa sonrisa cómplice mirando a Susi, y todos giraron la vista para mirarla.
Susi miro al padre y con una lágrima que le caía ya por la mejilla le dijo.
–¡Vas hacer abuelo!
Todos se miraron y al rato de un segundo de silencio todos empezaron a gritar, silbar y aplaudir.
Alfredo la miró sorprendido, miró a Alberto… y padre e hija se fundieron en un abrazo.