
56. El retrato de la finca
Es de noche y un coche de la guardia civil está plantado a las puertas metálicas de una gran finca. Un olivar que, en sus buenos tiempos, daba fruto y era la reliquia mejor valorada del pequeño pueblo a unos metros de ella.
La Rávila era como llamaban a la finca que hoy en día no era más que hierba rodeando una casa despintada por el tiempo. Con 58.000 hectáreas de Olivo, dio trabajo a la zona en otros tiempos y producía el oro líquido que hoy se comercializa en todo el mundo.
—¿Por qué se marcharían? —preguntó una joven agente admirando las barras metálicas de la cancela apoyando su barbilla en el volante. El candado que unía las puertas se encontraba tirado en el suelo y estas se encontraban abiertas.
—Cierto, tú llegaste hace poco al pueblo y no conoces la historia… Simón Peleguer, el primer dueño de la finca, tenía dos hijos, uno de ellos se suicidó en esta casa —contestó su compañera que había sacado medio cuerpo y apuntaba con una linterna al interior del lugar y volvió su cabeza con el ceño fruncido—. Que yo sepa, la familia se marchó de aquí así que podemos descubrir quién ha entrado a visitar la zona ¿No crees?
Victoria pisó suavemente el acelerador dejando que el vehículo pasara sin ser invitado. Conducía con la primera marcha con las luces encendidas para no perder detalle de quien se encontraba allí. Mientras, Luisa, sin despegarse de la linterna, observaba atenta cualquier rincón.
—Veo movimiento —dijo la última, por lo que Victoria frenó en seco.
Se bajaron del vehículo y caminaron entre los árboles a paso lento.
—¿Hay alguien ahí?… —nadie contestó ante la pregunta de Luisa—. Está en una propiedad privada, le sugiero que salga de donde esté.
Una brisa fría las envolvió haciendo que sus rostros se helaran.
—Ha bajado la temperatura de repente —susurró Victoria frotándose los brazos con las manos. Un ruido las alertó haciendo que girasen bruscamente sus cabezas hacia uno de los olivos—. ¿Oíste eso?
—Fue como una pisada.
La agente bajó el enfoque de la linterna hacia el suelo, en este, se dejaba entrever las huellas definidas de unos pies descalzos. Victoria y Luisa se miraron a los ojos, “¿Quién podía estar a oscuras con este frío en mitad del olivar?”, pensaban las agentes.
Siguieron el camino que dejaron los pies en el barrizal hasta llegar a una casa blanca de una sola planta con la fachada desconchada. En la entrada, las huellas de barro se escondían bajo el marco de la puerta.
Victoria llevó su mano hacia la madera y esta se abrió como si estuviese esperando que aquellas dos mujeres llegasen. Dentro hacía mucho más frío que fuera. Los muebles estaban cubiertos por telas que, a su vez, estaban repletas de polvo por los años escondidos. La linterna de Luisa iluminó un retrato colgado en una de las paredes. Un muchacho trajeado se plantaba con una mano en un bolsillo y la otra en su sombrero. Solitario en aquella pintura oscura y desgastada. De mirada seria escondida tras unas gafas de cuerpo redondo.
—Qué imagen más siniestra —dijo Luisa—. Este debe ser uno de los hijos de Peleguer.
Una corriente de aire cerró bruscamente la puerta asustando a las dos mujeres que intentaron volver a abrir sin resultado. Victoria se encogió de hombros y sacó su propia linterna para caminar por la casa buscando una salida y al responsable de las huellas.
Pisaban por el suelo enlosado sin perder detalles del lugar. Llegaron a una cocina dónde los cajones de uno de los muebles se encontraban abiertos.
—¿Se llevaron la cubertería? —preguntó Luisa abriendo el resto de gavetas—. Mira esto —señaló con su linterna a un cuadro dónde la pintura de un olivar se veía aún de un color verde vivo.
—¿Es la finca?
—Tiene pinta —contestó la agente analizándolo—. Lo firma Lucía Peleguer …Puede ser la otra hija de Simón.
De nuevo algo las asustó, el ruido de un objeto impactar contra el suelo. Al volver a la sala de estar, el cuadro de aquel desconocido se encontraba tirado en el piso boca-abajo. Una libreta antigua se dejaba ver entre la madera del marco. Luisa la agarró con las manos y entrecerró los ojos a causa del polvo que se acumulaba entre las páginas.
Parecían ser escritos y fórmulas sobre el líquido que se producía en el olivar. También se bocetaban esquemas sobre el proceso de producción del aceite comenzando por la recogida de la plantación hasta llegar a la mesa del comensal, pasando por todos lo procesos de la fábrica. Con curiosidad, la agente, repasaba aquellas palabras que el tiempo había ocultado con tanto ahínco. Un dibujo captó su atención, era un boceto muy diferente al de las anteriores hojas. La silueta de un gato se encontraba en una esquina.
—Mira esto —dijo Luisa a su compañera que se acercó—. Es algo más infantil, como si hubieran pintarrajeado.
—Esta libreta puede ser del hombre del cuadro y el dibujo de la chica que realizó la pintura de la cocina —dedujo Victoria pasando de hoja buscando más garabatos—. Aquí hay un escrito…Parece un poema…Su caminar es pausado, mientras la luna guía sus pasos, la brisa la acompaña en su pequeño viaje. Toda ella es pequeña, menos su belleza…
Las dos mujeres se miraron entre ellas, el deber hizo que se guardaran la libreta para verla más tarde, Luisa fue la encargada de portarla. Con cuidado, alzaron el retrato y lo apoyaron en la pared. Los ojos de aquel hombre parecía mirarlas de una manera triste y melancólica.
Siguieron caminando con la linterna y los oídos en alto por el resto de la casa, al llegar al sótano, vieron que la puerta se encontraba abierta, Victoria no dudó en entrar, pero antes, levantó su arma por si el intruso no fuese amigable. Ahí dentro, la humedad inundaba las paredes, las vigas se encontraban verdosas y un triturador manual aún tenía los amarres del animal que tiró de él. Los dos pares de ojos observaban lentamente el lugar, no estaban solas, podían escuchar el ruido de una respiración saliendo de una nevera pegada a una pared, Luisa llevó su mano a la radio que llevaba en su cinturón por si necesitaran ayuda mientras se acercaban al electrodoméstico inutilizado.
La linterna iluminó tres cabezas de jóvenes que no llegarían a los quince años. Se encontraban agazapados entre el hueco de la vieja nevera y la pared, sus cuerpos temblaban. No dijeron nada de camino al coche de las dos agentes.
Luisa llegó a su casa al amanecer, odiaba las rondas de noche que le dejaban la musculatura cansada. caminando por el pasillo rumbo a su habitación fue desnudándose, vivía sola por lo que podía permitirse andar como quisiera. Al meterse bajo el agua de la ducha cerró los ojos deleitándose con el calor recorriendo su piel y su cuerpo se destensó con rapidez. Aquella noche tuvo unos sueños extraños que la transportaron a la finca dónde había estado una hora antes.
Una niña paseaba entre la plantación del olivar mientras las personas trabajaban la tierra.
—Niña no debe estar aquí —dijo un hombre mayor de bigote espeso y sombrero de paja—. Su padre la estará buscando…Y descalza, además —los pies de la niña se veían de tonos negros y marrones por pisar el producto caído al suelo. El capataz la miró de un modo fraternal.
Ella bajó la cabeza avergonzada mientras se cogía los picos del vestido con sus pequeñas manos blancas.
—¡Lucía!
Se escuchó gritar, un joven, el desconocido del cuadro corría hacia la niña y la alzaba cual pluma haciéndola reír. Después, él, le atrapó la mano y caminaron hacia la casita blanca por el sendero saludando a los temporeros que se quedaban embelesados con la estampa de aquellos dos hermanos. De repente el cielo azul se volvía oscuro y el camino se desfiguró creando un abismo por dónde los dos caían.
Luisa despertó con la respiración entrecortada, su pecho se agitaba y tragó saliva. Al recomponerse, se levantó y fue hacia la cocina. Mientras el olor del café iba en aumento, ella, no paró de mirar a su chaqueta colgada de una silla mientras la cafetera hacía su función. En el bolsillo se encontraba aquella libreta que habían encontrado. La curiosidad de la mujer aumentó.
“Hoy tengo libre, supongo que puedo leer un rato”, pensó.
Se pasó la tarde tumbada en el sofá leyendo detenidamente cada página. Cómo vio en la casa, no solo había anotaciones sobre la producción de aceite, también frases y cartas redactadas con una pluma impecable se podían leer. Una frase llamó su atención.
—Siento lo que estoy a punto de hacer, pero padre se equivoca y no puedo dejar que venda la finca —leyó Luisa en voz alta. Abrió sus ojos sorprendida—. ¿Qué fue lo que hizo?
Fue hacia su habitación buscando su ordenador portátil, cuando lo encontró y encendió. Buscó la historia de la finca La Rávila y el apellido Peleguer. Varios artículos de prensa sobre el traslado de la producción a otras tierras y el suicidio del joven Simón Peleguer se extendían por la red.
“El primer hijo de Simón Peleguer, el mayor productor de aceite de oliva, falleció tras caer al pozo de la finca en la que residía. La familia afirma que, después de una fuerte discusión con su progenitor, Simón Peleguer hijo, cayó por voluntad propia. La autopsia no se produjo, ya que el cuerpo no pudo ser rescatado por la profundidad del pozo”.
“La finca La Rávila, fue construida en 1960 en un pueblecito remoto escondido en la sierra de Andalucía. Dedicada a la producción de aceite de su propio olivar desde el año que se cita. La familia Peleguer ha sido impulsora de numerosos cambios en la industria. Actualmente, la empresa, que ha llevado la firma de calidad de tradición desde hace décadas, se encuentra situada al norte de Castilla y León. Liderada por Lucía Peleguer de…”
—La firma de la pintura —susurró Luisa sorprendida.
Vio entre los datos de la empresa un número de teléfono al que llamó para intentar contactar con la mujer. Después de una conversación con un secretario con muy mal humor, Lucía contestó aceptando una videoconferencia con el departamento.
Tras varias llamadas más y numerosos permisos después, la joven Peleguer se encontraba en la pantalla grande del despacho del mando directo de la guardia civil en el pueblo del que la agente trabajaba.
—Señorita Peleguer, muchas gracias por aceptar esta reunión —comenzó Luisa. Varias personas más con cargos superiores al de ella escuchaban sentados y muy atentos—. Como le comenté por teléfono aquel día, mi compañera Victoria y yo entramos a la que años antes fue su casa, La Rávila, unos chavales decidieron entrar. … —hizo una pausa para que saber si la conexión funcionaba y por los gestos de la mujer parecía ser que sí.
Lucía Peleguer tenía la misma mirada que su hermano Simón, era oscura y triste a la vez. Con un aura que encerraba un secreto en su garganta esperando por salir.
—Encontramos escondido el cuaderno de quién, creo, fue su hermano Simón —la agente alzó la libreta y la mujer suspiró asintiendo mientras se llevaba una mano al pecho—. Pero no este el único motivo por el que la cité… Vamos a tratar de alcanzar el cuerpo para hacer una autopsia ya que él mismo, con sus escritos, lo pidió —aclaró Luisa—. ¿Tiene algo que contarnos que debamos saber?
—Cuando yo vivía en la finca todos éramos felices —comenzó Lucía con un hilo de voz, casi aguantando los nervios que afloraban—. Yo me la pasaba corriendo entre los olivos, labrar esa tierra era lo que le gustaba a mi padre, lo había hecho toda la vida como mis abuelos lo enseñaron …. Pero un día llegó alguien, era un hombre trajeado que lo embaucó para malvender la finca —la mujer agachó la cabeza conteniendo una lágrima—. Simón era muy especial, era inteligente, se pasaba los días estudiando en la biblioteca formas de hacer que la producción fuera a más. Le encantaba trabajar con números …. Una noche los escuché discutir en el despacho, aquel hombre trajeado y el capataz de mi padre los miraban esperando la decisión… Mi hermano le pedía que no firmara, papá tenía dudas….
—Vamos chico, ¿por qué no salimos a tomar el aire y dejamos que tu padre hable con este buen hombre? —preguntó el empleado más fiel de Simón Peleguer.
Simón hizo una señal a su hijo para que aceptara esa salida y el más joven, con el rostro enfadado, salió de la sala hecho una furia con el capataz detrás de él y unos ojos infantiles observando en silencio. El mayor puso una mano en el hombro del chico transmitiéndole serenidad.
—No entiendo cómo puedes aceptar ese trato —dijo Simón al llegar al pozo dónde se apoyó. Por un momento se quedó mirando el fondo negando con la cabeza—. Muchos temporeros vais a perder vuestro trabajo aquí… ¿Por qué? —Simón se dio la vuelta encontrándose con aquel hombre apuntándole con una escopeta—. ¿Qué haces Juan?
—Lo siento muchacho.
—¿Cuánto te han pagado? ¿Cuánto dinero vale traicionar a mi familia? —Simón lo miró con odio y rencor.
Lucía Peleguer comenzó a llorar tras el recuerdo de aquella noche en la que vio como Juan, el capataz de su padre, le dio un golpe a su hermano con el arma, haciendo que tambaleara y cayera al pozo. Ella, escondida tras un olivo.
—¿Y no dijo nada hasta ahora? —preguntó uno de los superiores de la guardia civil del cuartel sorprendido por lo que escucharon.
—Tenía cinco años… intenté olvidarlo durante toda la noche y a la mañana siguiente lo había conseguido —dijo la mujer, que comenzó a llorar sin consuelo a través de la pantalla.
Una semana más tarde, en la finca La Rávila, comenzaron las labores de trabajo para recuperar el cadáver de Simón Peleguer. Luisa y su compañera Victoria veían como sus compañeros lo sacaban del pozo y lo analizaba sobre una sábana encima de la tierra. El cuerpo, en avanzado estado de descomposición, tenía la marca de un golpe en el cráneo según confirmó el forense al verlo.
Una brisa movió el pelo de Luisa que la hizo girar hacia la casa, el retrato de Simón Peleguer parecía mirarla, pero esta vez los ojos, no tenían tristeza en ellos, tenían mucha vida. Como si la pintura se hubiera implantado en esa casa pegada a la tierra donde los olivos seguían dando fruto.