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55. «Masquecuentos» olivados y aceitunos

Mª José Fernández Sánchez

 

Era en las noches de luna llena cuando El Viejo Olivar se vestía con sus mejores galas de antaño, y la ventolina coincidía con la dicha aceitunada y altiva más especial que transitaba por Sierra de Siempre.

En aquel frondoso y antiguo lugar que estaba situado (de forma imaginaria) por la zona de Jaén, entre los meses de invierno y primavera se acrecentaba su trasiego olivarero. Los jóvenes olivos, en especial los más salvajes, eran injertados sus esquejes a otros mayores, acentuando la pasión que crecía dentro de ellos. También podía ocurrir que fueran trasportadas sus semillas por los vientos sexuados, olorosos y olivados, que les hacían caer rendidos de amor aceituno. Entonces el campo parecía alborotarse e inundarse de sonidos melodiosos y cautivos.

Era en las noches luminosas de los meses fríos, cuando los olivos lanzaban hojas y aceitunas al aire con el fin de conquistar a aquellos semejantes que poseían las más bellas ramas de la Sierra de Siempre. Para tal menester ahuecaban y embellecían su ropaje. De ese modo transitaba por ellos el viento, a la vez que traía y llevaba promesas olorosas de amor henchido.

Algunas veces, cuando los ofrecimientos subían de tono, llegaban a oídos de Catalina, la hermosa Luna que esa noche estaba llena. Entonces, ensimismada, se ponía a recordar sus escarceos juveniles con Lorenzo, el astro Sol de sus sueños incumplidos; pues ella lucía de noche, mientras él lo hacía de día; de manera que la pareja de astros tan sólo se veía un instante, pues eran contadas las oportunidades en las que podían consumar la unión.

Dicho acontecimiento de los astros ocurría cuando la Luna se interponía en el camino de la luz del Sol, formando un amoroso eclipse solar; también cuando el Sol, la Tierra y la Luna, quedaban alineados en un afectuoso eclipse Lunar. Por eso, Catalina, siempre se mostraba compaciente con ella: se asomaba a la Tierra casi todas las noches. Le obsequiaba con la luz de su presencia, ya que la consideraba una buena amiga por facilitar su encuentro con Lorenzo, a pesar de que ella tuviera que estar.

No obstante, sucedían tan poquitas veces los eclipses que, Catalina, sufría de amor continuo y melancólico. Llegado ese punto, la que parecía sonreír complacida en el cielo con la misión de iluminar el campo aceituno, sin poderlo evitar, tornaba la mirada de envidia por algunas horas. Pensaba que eran injustos con ella, aun sabiendo que, gracias a su resplandor, lucían sus mejores galas los árboles de la Tierra para sus conquistas nocturnas. Tan sólo tenían ojos para ellos, ni una mirada siquiera de agradecimiento. De ese modo le hacían sentirse ignorada en sus claras noches de Luna.

Entonces era cuando Catalina, disgustada, mandaba llamar a un regimiento de nubes, las que pudieran encontrarse más cercanas, con el fin de que le ayudasen a apagaran por un tiempo no muy largo, la luz de tal revuelo… Los olivos que lo intuían apresuraban su cometido. Mas aquellos encargos amorosos que habían llegado a su destino, cumplirían a rajatabla su función creadora, y ya no habría vuelta atrás para los que se habrían perpetuado.

De ese modo se hacían rápidas las promesas en la noche olivarera: aprovechando la fresca brisa, que traía y llevada toda clase de nubes. Gracias a tal cometido se aceleraba la vida con vegetal entusiasmo; sin olvidar la inquietud de los seres humanos, los que, con el viento, la intensa lluvia o el fuerte aguacero, se apresuraban para guarecerse de los contratiempos meteorológicos.

Otras veces buscaban la compañía de los suyos, al calor del hogar, para dar tiempo a que el cielo se calmase. En cambio, no tendrían tanta suerte otros humanos, y podrían haberse quedado aislados esperando a que amainase el temporal; haber elegido estar a solas con el fin de recapacitar, apartados del mundanal ruido; o bien escribir sobre aquello que les pasara por la mente; e incluso recrear la experiencia de soñar despierto para rescatarlo del olvido.

Lo cierto es que algunas personas, en esas horas intempestivas, les acudían todo tipo de pensamientos, incluido los mágicos, traídos y llevados por mentes enamoradas o creadoras. Entonces era cuando se disponían a escribir historias maravillosas, las que enviarían para el concurso internacional de Masquecuentos.

Así nació Masquecuentos olivados y aceitunos. Fue inventado en luna llena por un poeta-escritor, enamorado del campo olivarero. Dicho autor debía mantenerse por un tiempo en el anonimato, pues él sabía que —cualquiera de los creadores para el concurso de Masquecuentos—, desde la ventana del salón, podría tener el privilegio de imaginar el revuelo subido de tono. Bastaría con personificar la acción, mientras los imaginarios árboles se frotaban al viento o se hacían llegar promesas olorosas de amor henchido.

Ese era uno de los motivos por el que el autor de Masquecuentos olivados y aceitunos, hacía vivir a sus personajes en la mágica noche olivarera de la Sierra de Siempre.

Entre aquellos asombrosos árboles estaba el Perfecto Olivier. Éste deseaba con afán unirse a la bella Olivira; no obstante, pasadas las citadas noches esplendorosas, no le quedaba más remedio que conformarse con observarla a diario desde su verde hondonada. Mas era a través de los insectos, las mariposas, los roedores…; incluso alguna que otra paloma mensajera, cuando Olivier aprovechaba la mínima oportunidad para enviar amor eterno a su amada.

Para tal menester se servía de misivas al viento, traídas y llevadas en su vegetal poética por los animalillos del campo, hasta detener cada enigmático obsequio en alguna de las verdes hojas de Olivira.

Entre las prendas de amor que un día envió el Perfecto Olivier a Olivira, estaba una pluma dorada del pájaro más hermoso que jamás había conocido —el que acababa de llegar del extremo oriente y vino a descansar a las tupidas ramas del árbol más frondoso de Sierra de Siempre—. Este pájaro tenía un nombre muy raro y difícil de pronunciar, su nombre de pila era Cinnyris jugularis, aunque se hacía llamar “el pájaro dorado”.

Amanecía cuando se dispuso a alzar el vuelo, pero este se dio cuenta que había quedado enganchado entre el tupido ramaje, y por más que intentaba liberarse, no podía. Con cada intento aquel el ser alado desfallecía, debido al esfuerzo que hacía por liberarse. Amarrado estuvo hasta la amanecida del día siguiente, que fue cuando el pájaro comenzó a pedir auxilio. Olivier, compadecido, llamó a sus amigos roedores para que lo salvasen de una muerte segura. Una vez desprendido del ramaje, el Perfecto, propuso al pájaro llevar una pluma dorada a su amada, por haberle liberado de su cautiverio.

Como muestra de profundo agradecimiento hacia Olivier, el pájaro extrajo la pluma dorada de su diminuto cuerpo, y presto se la fue a entregar a la bella Olivira, acompañada del canto más sublime. Aquella acción fue decisiva para todos: el pájaro dorado siguió su camino, y Olivira quedó tan entusiasmada que accedió a los deseos de su admirador, pues antes no se había decidido por pura timidez.

Desde ese día aumentaron sus contactos los árboles enamorados, gracias a la ayuda de todos los animalillos de Sierra de Siempre. Estos colaboraron trayendo y llevando misivas hasta la llegada de la próxima luna llena. Llegado el momento, Olivier pudo dirigirse a su bella amada:

—La vida es efímera, mi querida Olivira, aunque desde lejos te contemple más verde y esplendorosa que nunca; no obstante, con el paso gradual de las lunas, nos iremos convirtiendo en adultos, hasta llegar a ser mayores.

Olivira que no entiende tanta celeridad en la relación, le responde: —Mira que eres insistente, árbol; siempre estás con tus futuros pensamientos, los que llevan a preocuparte en extremo. Disfruta de la vida, Olivier: ¡Mira al cielo!, ya que es una noche muy especial la que tenemos.

Mas Olivier seguía con su retahíla, pues a toda costa intentaba que Olivira comprendiese su especial mensaje: —Querida Olivira: Llegará el día en el cual nos sentiremos viejos, achacosos y cansados; para entonces ya será tarde, pues vendrá el hombre y, al comprobar que no somos productivos, nos talará: hará leña de nosotros.

Olivira se asusta con la expresión, ya que es más joven que El Perfecto Olivier y no comprende a dónde quiere llegar: —¡Leña! ¡¿No lo dirás en serio?! —responde angustiada.

Olivier vuelve a explicarle su razonamiento, pero ahora de una forma más tranquilizadora, añadiendo un ejemplo concreto: —En nuestra vegetal naturaleza está la obligación de hacernos imprescindibles, mi querida Olivira. Luego es muy importante que nos necesiten ¡vivos!… Ellos, de sobra, saben que somos esenciales para el desarrollo humano, ¿entiendes?

Olivira queda perpleja. Mientras Olivier continúa explicando: —Bien, y tú sabes que los frutos que producimos son esenciales, tanto para ellos como para nosotros, ¿sí? Por nuestra parte, la vegetal, con la aceituna nace y se hace libre nuestra descendencia. Por parte del hombre, de la aceituna se extrae el aceite; un producto básico en su alimentación al que el ser humano denomina “oro líquido”. De este modo se ha generado la perfecta simbiosis a través de los siglos. Los dos, pues hemos salido ganando: Él nos ha cuidado, y aun lo sigue haciendo. De ese modo se ha superado nuestra especie, mediante curas, podas, injertos… Sus atenciones nos hacen cada día más saludables, completos y desarrollados.

Entonces Olivira reacciona un tanto ofuscada: —Lo que me quieres decir es que el hombre es el amo del Valle de Siempre, para siempre y por encima de todo, incluso de nosotros mismos: él nos hará leña si no somos buenos productores.

Olivier suspira por no haber sido entendida su intención, y exclama: —¿Y qué otra opción tenemos, dime?

Olivira enmudece mientras escucha los razonamientos de su admirador, que sigue diciendo: —No nos queda otra alternativa que ser fecundo; por algo me llaman el Perfecto Olivier, el árbol más productivo y rentable de toda la comarca. El que está enamorado de ti, mi bella: juntos mejoraremos la especie en Sierra de Siempre.

Olivira contemplaba el cielo, cuando le dio el sí quiero a su amado Olivier.

Aquella misma noche formalizaron su relación. Y con cada luna llena estaría junto a él de nuevo; también acentuarían su trasiego amoroso entre los meses de invierno y primavera (del mismo modo que lo llevaría a cabo su especie). A lo largo de los años irían naciendo arbolitos, creciendo y regenerándose al lado de sus progenitores. Algunos jóvenes olivos serían injertados sus esquejes a otros mayores, en especial los más salvajes (unos en Olivier y otros en Olivira), acentuando la pasión que crecía dentro de ellos.

Llegado el momento ocurría lo de siempre: eran trasportados sus enamorados frutos por los vientos sexuados, olorosos y olivados; aquellos que hacían caer rendidos de amor aceituno a la arboleda. Entonces parecía el campo alborotarse e inundarse de sonidos melodiosos y cautivos.

Los enamorados llegaron a ser tan productivos que, incluso, los hombres del campo olivarero empezaron a soñar con ser los dueños absolutos de Sierra de Siempre. Aquello ocurrió cuando el Perfecto Olivier, ya tenía junto a su amada una completa y frondosa descendencia.

Entre los de su familia olivada y aceituna del Perfecto Olivier, estaban: su hijo Olivón, que era el Árbol Maestro de la escuela de “El Verde Olivar”; la hacendosa Enfermera y esposa del Maestro Olivón. De los que nació un azuche, y al que llamaron Azuchete, aunque sólo para los primeros años de vida.

Azuchete, el más pequeñajo, hoy sueña con llegar a ser un Perfecto, como su admirado abuelo paterno; no obstante, para que su sueño se cumpla, debe ir cuanto antes a la escuela del Verde Olivar, situada en Sierra de Siempre.

Según los parámetros del hombre experto, olivarero, Azuchete tendría que instruirse e injertare como todos los demás, a fin de convertirse en un Perfecto Olivín. Y allí, en la escuela, podrá aprender las clases productivas que tiempo atrás ya viene impartiendo su padre, el Maestro Olivón: ¿lo conseguirá? Llegado su tiempo lo sabremos, ya que esa es otra historia que pasaremos a contar para Masquecuentos olivados y aceitunos.

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