
51. El legado de Doña Rosita la soltera
“El azar solo favorece a las mentes preparadas” leí no sé dónde. Y como la frase me gustó tanto, ordené imprimirla en mis tarjetas de visita. Pero antes de nada, permítanme presentarme: me llamo Manuel Aguayo, alias “Caracaballo” mote que arrastro como una amarga condena desde mis años escolares en el madrileño barrio de Malasaña y en clara alusión a mi alargada faz caballuna que, afortunadamente, el tiempo y unos kilos de más, se han encargado de redondear. Pero como el mote persiste, tragándose incluso mi apellido, añado que por Caracaballo soy conocido entre mis compañeros de profesión y por mi numerosa clientela, pues han de saber que ejerzo la muy noble profesión de detective privado. Y además, para la información de ustedes, agrego que soy de los buenos. Los incontables casos a los que me he tenido que enfrentar, resueltos con eficacia y solvencia, avalan lo que les digo. Así pues, no es de extrañar que los dueños del cortijo El Majuleto situado en las cercanías de un hermoso pueblo de la provincia de Jaén llamado Martos y por ese efectivo y conspicuo altavoz que es el boca a boca, requirieran de mi experiencia y buen hacer. Les bastó una sola llamada al teléfono de mi despacho, para que Lola, mi dulce secretaria, les informara y, a su vez le hiciera extensiva a éste que les habla, del día y la hora en que en el susodicho cortijo se me esperaba. Dado lo cual, enfilé mi destartalado Renault Clio por la Autovía del Sur y, ayudándome del Gepeese, llegué al cortijo El Majuleto a la hora convenida. Los dueños, una pareja de cuarentones, ella morenaza y guapa, él alto y rubiales, me contaron que adquirieron la propiedad hacía dos meses y seguidamente, pasaron a mostrarme la prueba en la que yo debería trabajar para su pronta solución. Se trataba de un pergamino del demonio. Quiero decir que, aparte de varios pintarrajos y garabatos desvaídos, aquel papel amarillento no contenía nada. Le di la vuelta y su reverso estaba plagado de grandes manchurrones, a los que lógicamente, no les concedí importancia alguna. El pergamino fue hallado por la morenaza dentro de un cajón camuflado en un mueble secreter, sin duda, olvidado por la antigua propietaria, Doña Rosita, a la sazón, una solterona nonagenaria sin hijos ni familia que pudieran heredarla y adicta a la lectura de las novelas de la gran escritora Agatha Christie, según les informó a mis clientes el encargado de la inmobiliaria donde adquirieron el cortijo. Les confieso que al ver el pergamino me quedé de piedra. Pero consciente de que estaba siendo observado, emprendí un segundo examen del documento. Al acabar, carraspeé a conciencia. Los dueños del cortijo, expectantes y serios, me miraban de hito en hito. Así que cogí el toro por los cuernos y los dejé boquiabiertos con mi sagacidad.
–Es evidente que esto –dije esgrimiendo en alto el documento– es el mapa de un tesoro -les solté con toda la convicción de que fui capaz.
–¿Te lo dije o no te lo dije, David? Pero tú, tan listo, y tan… alemán, no te lo creías –reprochó la morenaza al rubiales del esposo. Después se volvió hacia mí y exclamó–: Pues para descubrir dónde se halla ese tesoro le hemos llamado, señor Caracaballo.
–Bien hecho, señora. Y para ir entrando en materia, ¿saben ustedes de alguna persona que hubiera conocido a la difunta Doña Rosita?
–Pues… no señor. Mi marido y yo nacimos en Alemania, de padres españoles. Los progenitores de mi marido, oriundos de Las Casillas y los míos, del mismo Martos, emigraron a Alemania en los años sesenta del siglo pasado. Y desde que éramos pequeños, nos hablaban tanto de su amada tierra que…en fin, que aquí estamos –contestó, parca, en su admirable castellano.
Asentí pensativo. Enrollé el pergamino con sumo cuidado, lo introduje en uno de los múltiples bolsillos de mi chaleco de Coronel Tapioca, me despedí de mis clientes prometiéndoles mantenerles informados de las pesquisas y salí por la puerta principal del cortijo con la seguridad de que este caso le acarrearía dolores de cabeza hasta al mismísimo Sherlock Holmes. Miré mi reloj. Marcaba las doce más uno de la tarde y el calor apretaba de lo lindo, así que me monté en mi Renault y conduje hasta Martos. Aparqué en la denominada Plaza de la Fuente Nueva y decidí sentarme a descansar, más que nada para poner en orden mis ideas. Escogí un banco de la plaza, resguardado del sol del mediodía por el tupido follaje de las enredaderas. Frente a mí, se alzaba, La Peña, majestuosa en su altura y el amado emblema de los habitantes del pintoresco pueblo. Extraje del bolsillo de mi chaleco el dichoso pergamino y observé con detenimiento. A todo lo ancho y largo de su superficie, se sucedían los pintarrajos desvaídos. Aquello no me cuadraba, pero resolví no dejarme vencer por el desaliento. De otro bolsillo de mi útil chaleco, extraje la lupa, el preciado invento, santo y seña de la profesión detectivesca y le di la vuelta al pergamino. Desesperado, lo miré del derecho y del revés, de frente, de perfil y de soslayo…nada. Allí no había nada de interés y, justo cuando estaba enrollándolo de nuevo, me percaté del milagro y no pude por menos que dar las gracias al calor de aquel día de junio. Al calor y, justo es consignarlo aquí, a la enfermedad de la cual me avergüenzo y que desde jovencito me trae por la calle de la amargura. Les hablo de la hiperhidrosis plantar. En cuatro palabras y para hacérselo más fácil a ustedes: me sudan las manos. Ya está dicho. La enfermedad está causada por una hiperactividad del sistema nervioso simpático, y aunque ustedes me tachen de frívolo, la mención a la simpatía, aunque sea del sistema nervioso, no deja de tener su puntito de guasa. En fin, lo que yo les venía a decir, es que probablemente, el excesivo sudor de mis manos había impregnado el recio papel del pergamino, obrando el milagro de resaltar lo que en un principio yo adjudiqué como manchurrones. Y en ese momento, y a costa de parecerles jactancioso y engreído, recordé la frase que ordené imprimir en mis tarjetas de visita y que encabeza el relato de este caso y que dice así: “El azar solo favorece a las mentes preparadas”. Sea como fuere, el envés del pergamino se apareció ante mis atónitos ojos como lo que realmente era: un plano. Un plano detallado, meticuloso y sabiamente dispuesto. Sonreí satisfecho. La suerte, o el azar, por fin, se habían aliado conmigo para concederme el favor de resolver aquel incomprensible batiburrillo. Los manchurrones atravesaban el envés del pergamino en diagonal, desde la esquina inferior derecha a la superior y, claramente adiviné que representaban olivos alineados en perfecta formación. Pero el sitio donde estaba ubicado ese olivar no venía reflejado en el pergamino. Dado lo cual, solté una maldición que dejaría helada a mi dulce Lola. Paralela a los citados manchurrones, que, repitiendo lo dicho más arriba, por obra y gracia de mi enfermedad, ahora se me revelaban claramente como olivos, zigzagueaba lo que colegí sería la estela de un río, pues en un punto y de lado a lado, lo atravesaba el burdo dibujo de un puentecito y sobre él, la figura de un gato. En la esquina superior izquierda, observé la silueta de una nave o caseta de aperos, junto a un número elevado al cuadrado, número que a servidor de ustedes, más que molestar, hizo y hace que se le pongan los pelos de punta. No obstante, para que no me acusen de escamotearles información, escribo el citado número en su forma ordinal, o sea, décimo tercero. O siendo más ordinario aún, o a la pata la llana, diré que doce más uno. Así preservo mi integridad de maleficios y otros poderes perversos que a los supersticiosos nos causan pavor. No les voy a mentir: la cosa estaba chunga. Apesadumbrado, sin saber por dónde debía empezar, me levanté del banco y salí de nuevo al sol del mediodía. Los rugidos que emanaban de mi estómago me informaron que llevaba varias horas sin echarle ni un mísero mendrugo de pan. Así pues, me apresuré a salir de la citada plaza de La Fuente Nueva, por el paso peatonal, frente a un colegio de nombre San Antonio de Padua, crucé la transitada carretera, bajé por una anchurosa avenida, denominada Oro Verde y en la esquina, justo enfrente de una hornacina dedicada a una Virgencita, vislumbré un restaurante en cuya entrada se exhibían dos hermosos leones de escayola y allá que entré. Tomé asiento en una mesa y pedí a la camarera un bocadillo de jamón y una caña. Y mientras esperaba el pedido, de otro bolsillo de mi chaleco, extraje mi móvil con la intención de buscar, en Google maps, los ríos que regaban Martos y su comarca. De esta manera, fue cómo le encontré significado al dibujito del río, al puente y, sobre todo, al gatito dibujado sobre él. Reconstituido mi estómago con el exquisito bocata de jamón, regado con tres cañas de fresca cerveza bien tirada, pagué lo consumido a la camarera y salí del restaurante con el claro objetivo de llegar al puente que cruzaba el Arroyo del Gato. Más que contento, me sentí eufórico, a qué andarnos con bobadas. Por fin se me abría la clave de aquel endiablado galimatías. Ayudado por el Gepeese de mi Renault llegué sin problemas al citado puente, debajo del cual discurría el Arroyo del Gato, a la sazón, un esmirriado reguerillo donde a duras penas sobrevivían tres o cuatro esqueléticas ranas. Me apeé del coche, me doblé los bajos del pantalón y me dispuse a recorrer las fincas de olivares que se extendían hasta más allá de donde me alcanzaba la vista. La tarde estaba pronta a declinar, así que me dije que me tenía que dar prisa en buscar la nave o caseta de aperos, so pena de que la noche se me echara encima. Y efectivamente, después de caminar por terrones, badenes, cuestas y terraplenes que me hicieron sudar lo que no está escrito, en mitad de un claro entre los olivos, descubrí mi objetivo. La caseta para guardar los aperos de labranza se alzó ante mí en toda su sencillez, con su tejado de uralita, su puerta metálica y su ventanuco. Bien, me dije, ¿y ahora qué hago? Y cuando estaba a punto de alzar mi pierna derecha con el fin de derribar la puerta de una certera patada, se desató un extraño golpe de viento que hizo que las ramas de los olivos se movieran con furia inusitada y una fragancia a flores marchitas inundó mi nariz. Un maldito golpe de viento que hizo que la puerta se abriera de par en par y que de inmediato achaqué al capricho del clima, ya que dado mi acendrado espíritu supersticioso, a fuerzas sobrenaturales o de ultratumba no estaba yo dispuesto a adjudicárselas. El interior de la caseta estaba más oscuro que la boca de un lobo y emanaba de él un olor nauseabundo a abono. Encendí mi móvil, pulsé la tecla de la linterna, hinché mis pulmones y entré. Pero aparte de los aperos propios de labranza y los sacos de abono que la caseta guardaba, allí no encontré nada de interés. Decepcionado, salí de la caseta y lo que son las cosas: mis ojos se posaron en el tronco retorcido de un olivo de los muchos que rodeaban la caseta. Reprimí un escalofrío y me obligué a mirarlo por segunda vez. Concretamente a su añoso tronco, donde alguien había pintado con pintura roja, no una, sino dos veces, el número que a servidor tanto repelús le causa. Armándome de un valor del que carecía, conseguí acercarme al olivo. Su tronco estaba hueco y, acercándome más aún y ayudándome de la linterna del móvil, pude comprobar que dentro, había un sobre. Un sobre milagrosamente blanco e impoluto para estar en el sitio que estaba, como si alguien lo hubiera depositado allí ese mismo día. Metí la mano, lo extraje y salí corriendo como alma que lleva el diablo. Cuando llegué al cortijo El Majuleto los dueños se disponían a cenar. Caso resuelto, grité en el vano de la puerta, sin poder contener mi alegría. Ellos me invitaron a pasar, tomé asiento y como el remite del sobre iba dirigido a ella, a ella se lo entregué. Con la rapidez que conceden los nervios, la alemana lo abrió y conforme leía el folio, más y más pálida se volvía su morena tez. Miró a su marido y, a punto del desmayo, se sentó en el sofá y cerró los ojos. No les puedo decir a ustedes más que lo que una vez recuperada del vahído, ella me quiso contar: que el sobre contenía instrucciones expresas de la finada Doña Rosita. Mi experiencia, y un conocimiento general de la naturaleza humana, se unieron para decirme que me abstuviera de presionarla para que me suministrara más información de la investigación llevada a cabo por servidor con total éxito, y una vez el rubiales me abonó los honorarios pactados, me despedí de ellos y salí del cortijo. Un año después, y picado por la curiosidad, viajé hasta Martos, concretamente hasta el olivar lindante al Arroyo del Gato y lo que vieron mis ojos, de inmediato me hizo comprender cuáles fueron las instrucciones que contenía el sobre, pues donde hacía un año se alzaba la humilde caseta, ahora se erguía la imponente mole de una modernísima fábrica embotelladora de aceite, según me dijo la gerente, a la sazón, la morenaza alemana, sentados ambos en el mullido sofá de su acristalado despacho. El deseo soñado por Doña Rosita a lo largo de su dilatada vida de cortijera, ya era una realidad y daba trabajo a multitud de familias de Martos y sus alrededores, dato fidedigno que corroboraban el gran número de vehículos, motocicletas, bicis y patinetes aparcados en el espacioso aparcamiento -valga la redundancia-, que a tal efecto rodeaba el espléndido edificio. El nombre con el que bautizaron a la embotelladora y que, en grandes letras de neón exhibía su fachada principal, no tuve necesidad de preguntárselo a la alemana, pues sobreponiéndome al temor supersticioso que adorna mi carácter y, sobre todo, para la buena comprensión del final de este relato, les diré que “Embotelladora Trece más Trece” correspondían a los 26 millones de euros que Doña Rosita, por mediación de un gabinete de abogados de Jaén capital, les dejó en herencia para que implantaran la empresa en los terrenos correspondientes a su olivar.