49. Dolor y calma
Como no podía soportar el inmenso dolor que me produjo su pérdida, pedí traslado de inmediato y el destino me trajo a esta hermosa ciudad de piedras nobles y sabias. Aquí camino y leo e intento olvidar lo feliz que fui en aquella otra ciudad mítica y guerrera, abrazada por el Duero con su curva de ballesta. Mas no me resulta fácil reponerme de la pérdida de lo que más quería; pienso en lo fugaz que fue la dicha e intento olvidar, pero solo yo sé lo vivo que está el dolor todavía.
En mi tiempo libre, tras las clases de francés que imparto en el Instituto General y Técnico, paseo cabizbajo por las calles que rodean la catedral, sobre cuyos adoquines labrados por expertos canteros se arrastran mis pies en una triste salmodia.
Al final desemboco en la muralla y allí se me abre el horizonte, y parece que mi alma se esponja y se ensancha. Contemplo los olivares que cubren el valle donde espejea el río y los huertos cercanos donde trabajan los labriegos para cultivar la cosecha; las lomas por las que ascienden los olivos ordenados en amable simetría y, al fondo, moteados por pequeños pueblos blancos, los macizos sólidos y de perfil cortante de Aznaitín y Mágina.
Cuando el tiempo está claro, desde el inicio de la muralla, más lejos todavía, veo la sierra hermana donde nace el río a cuyas orillas jugué de pequeño en la ciudad donde nací, en un palacio con un huerto claro donde madura el limonero, y el caserío del pueblo que reposa en su ladera. Tengo previsto ir lo antes posible al nacimiento de ese río, manantial que riega toda Andalucía, aunque resulte pesado el viaje en coche de mulas. Ya he ido caminando a la cercana ciudad renacentista, recorrido sus calles y contemplado en silencio sus tesoros de piedra.
A veces me aventuro por los caminos que bajan por la ladera. Tras sobrepasar los huertos, entre los que sobresalen esbeltos cipreses, me remango los pantalones y me adentro entre los olivares; siento bajo mis pies el crujir de la tierra, su contacto a la vez tierno y áspero. Admiro estos árboles centenarios, seres inmóviles pero vivos, su ordenada formación marcial y pacífica, como alamares que adornaran la tierra. Caminando entre los olivos, siento que su compañía me reconforta, que calman mi dolor y mi pena, y cuando los mueve la brisa, oigo como un rumor de voces, como si conversaran conmigo y me comprendieran.
La expresión de sus troncos oscuros y retorcidos, de concha áspera y de madera sólida, se me antoja rostros en los que veo ojos y bocas que clamaran contra el dolor humano como si ellos también lo sintieran. Cuerpos que se abrazan o se retuercen en una danza vital, como cuando los aflige la sequía o los estremece la tormenta. Sus ramas, pobladas de hojas verdiblancas, parecen brazos que se alzan vigorosos hacia el infinito, pero que van doblándose hacia el suelo bajo el peso de la cosecha.
Conozco bien su canto y su vida. Tras la recogida del fruto ya maduro, se ceba sobre ellos el golpe inmisericorde del hacha que, sin embargo, los rejuvenece y los purifica. La flor blanquiamarilla brota en la primavera y los aceituneros rezan para que se convierta en abundante fruto y no perezca. Luego, el verano agosta los campos, pero los olivos resisten fuertes y viriles, ocasionalmente regados por alguna benigna tormenta, y la flor se ha convertido ya en aceituna verde y picuda, que se irá amoratando y ojalá permanezca. Durante el otoño, unas veces llueve con mansedumbre y otras con fuerza, pero lo importante es que llueva.
En los días fríos y duros de noviembre, se comienza a recoger la cosecha. Los labriegos salen temprano de sus casas, a veces no importa que nieve o llueva, y se forman caravanas de equinos que chocan sus herraduras contra las piedras. Sobre los olivares se alzan columnas de humo que delatan a los aceituneros y se oye el cuidadoso golpear de las varas contra el ramaje y el repiquetear de las aceitunas al caer sobre los mantones extendidos al pie de las olivas, y algún cantar que anima la faena.
Al atardecer, los aceituneros regresan a la vez alegres y cansados, quizá empapados por la ventisca y la tormenta. Los hombres y las mujeres charlan de sus cosas y los niños, aceituneros precoces, corretean. Las recuas, algunas sencillas y otras enjaezadas con arreos de colores, ahora cargadas con los capachos, se dirigen hacia los molinos para descargar el fruto que acarrean.
Yo permanezco como espectador, pero no me siento indiferente a su tarea; me los encuentro por la muralla o me cruzo con ellos por las calles estrechas. Se que el valioso fruto será molido por vigorosas piedras de granito y que el líquido dorado chorreará entre los cimbeles bajo el poder de las prensas. La ciudad entera huele a aceituna y suelo ver a alguno de mis alumnos merendando un bollo al que se le ha extraído la miga y cuyo hueco ha sido rociado con aceite, al que se le ha añadido una pizca de sal o azúcar.
Rehago el camino y voy dejando atrás los olivares, con la esperanza de ver a una perdiz seguida por sus polluelos, una bandada de zorzales o una lechuza sobrevolando las olivas. Paso de nuevo entre los huertos y tomo el sendero que sube por la ladera. Ya en lo alto de la muralla, me siento en una piedra grande y redonda, como si estuviera hecha para mí, aplanada en su cima. Me descalzo y sacudo el polvo de los zapatos chocándolos entre sí. Me calzo y me coloco bien el bajo de los pantalones.
Y sigo con mi andar, a veces por la muralla y otras por las plazuelas. Desde las afueras, siempre me guía hacia el centro la torre octogonal, como un faro rematado por una veleta, con sus adornos circulares de cristal azulado, como si fueran ojos de piedra. Con frecuencia pasa un coche de mulas y rara vez uno de motor, que deja tras de sí un chorro de humo y que ruge y truena.
Voy con mi traje gastado, mi sombreo encintado y mi bastón con empuñadura de plata, no porque lo necesite para apoyarme, sino porque creo que da un toque de elegancia a mi torpe vestimenta.
Va oscureciendo y ya se han encendido los mortecinos faroles que alumbran las vías públicas. Hace frío, he debido ponerme la bufanda, corre por La Loma un aire afilado que hiela; me arrebujo en el abrigo y avivo el paso, balanceando el bastón al ritmo de mis piernas.
Paso ante el Palacio de Jabalquinto, cuya fachada me embelesa. Atravieso la plaza del Mercado y entro en el café que hay bajo los soportales de piedra. Saludo y algunos clientes me miran y contestan. Me siento en un rincón junto a la ventana, la tarde está parda y fría tras los cristales. Pido un café con leche bien caliente y el camarero, cubierto por su mandil blanco, me atiende con diligencia. Contemplo el pasajero, permanezco en silencio, suelo hablar poco. Cuando estoy en los olivares a veces tengo la sensación de que hablo con las olivas, y también suelo hablar solo, quizá hable con Dios algún día.
El café, casi lleno, está cargado de humo y de rumor de conversaciones. Alrededor de una de las mesas varios parroquianos juegan a las cartas y parlotean; al que parece de más edad, le cruza el vientre una leontina de oro que se pierde en un bolsillo de su chaleco y fuma un veguero que parece una antorcha. Una mosca rebelde revolotea y termina posándose en una cabeza, de donde sale espantada por un enérgico manotazo.
Alguna vez he entrado en una taberna popular y al verme los trabajadores me han mirado con extrañeza. Como suelo hacer, me he sentado en un rincón y he pedido un vino acompañado por unas aceitunas. Tras la sorpresa inicial, ellos me ignoran sin mala fe y siguen enfrascados en sus conversaciones. Yo observo sus manos recias y callosas, sus ojos vivos o apagados; sus rostros curtidos por la intemperie, con frecuencia cubiertos por barba de varios días, el cigarro colgando de las comisuras, y veo en los mismos una sabiduría ancestral de la que ellos quizá no se den cuenta.
Pago y salgo del café. Camino unos metros, abandono los soportales y tuerzo en la esquina a la derecha. Tras avanzar unos pasos, llego ante la posada donde vivo. Le echo un vistazo al edificio del ayuntamiento, rematado por su hermosa cornisa, saco la llave del bolsillo del abrigo y abro la puerta. Subo las escaleras, me quito el sombrero y saludo a Nieves, la regordeta posadera, siempre amable y bien dispuesta. Ya en mi habitación, amplia y esquinera, con buena luz porque da a dos calles, puedo seguir viendo a través de los visillos blancos la cornisa y la fachada platerescas.
Dejo el bastón en su sitio y cuelgo en la percha el abrigo y la chaqueta. Me descalzo, me pongo las zapatillas de paño y una rebeca de lana gruesa. En el espejo veo mi rostro orondo, la nariz prominente y las cejas espesas. Nieves ha encendido ya la estufa, cuya puerta abro para echar un vistazo a su interior, y les añado a las llamas ondulantes y rojizas un palo de leña de oliva seca. Sobre la mesita de noche siempre hay un vaso y una jarra con agua fresca.
Me siento ante el sencillo escritorio que tengo en la pared fronteriza, formando pasillo con la cama de abultado colchón de lana, rematada con perinolas doradas. En el escritorio, donde siempre tengo a mano unas cuartillas, hay varios libros y algunas cartas de amigos que aguardan respuesta. La cojo de su estuche y le quito el capuchón a la pluma estilográfica. Me quedo pensativo unos segundos y comienzo a garabatear sobre el papel para intentar plasmar los versos que llevan días resonando en mi cabeza.