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48. Los colores de los tiempos

María Socorro Mármol Brís

 

Así se las gasta el agosto por estas tierras: el añil del cielo se encalabrina, se enlechuza y se percude con ese polvo amarillento que arrastra el aire desde algún lugar donde las calores no dan tregua a las criaturas, y los cuerpos demandan la clemencia de cualquier charca donde echarse en remojo como las aceitunas, para no alcanzarse.
“Estas calores están alcanzando a las aceitunas” −cabeceaba el renegrido encargado de la casería, Rafael el Grajo, gorra en mano y ojos negrísimos, amagados hacia el precioso embaldosado del suelo de la Gloria, aquella sala tan inmensa de su infancia, que luego fue menguando poco a poco según ella iba creciendo, hasta alcanzarse entrambas, sala y nieta del ama, para acabar por proporcionarse ambas dos en sus anchuras en decadencia cuando el ama fue ella.
−¿Y dices que las aceitunas se están alcanzando hogaño, Grajo?
−Eso me pienso yo, señora. Aquí tiene una muestra. −Y el hombre alargaba una mano aceitunada y parda, mordida por los soles de toda una vida de brega al aire libre, dejando ver en su palma una almorzada de aceitunas dolientes y sedientas que aullaban sequías.
−Pues a lo mejor, Grajo, hay que vaciar la alberca antes de que las pozas se nos llenen de caretos y se nos malogre la cosecha.
−Por mí… lo que usted disponga. Las pozas están hechas desde hace sus buenos meses.
−Entonces, no se hable más. Mañana mismo, antes de que el sol se ponga cerril, te coges la azada y les das de beber a esas criaturas de las que vivimos, si queremos que ellas provean y nos llenen las tinajas cuando deba ser.
−Ya le digo que yo, por mí… Pero el disgusto que vamos a darle a su nieta cuando suba a bañarse y se encuentre la alberca sin agua…
−Pues vacía solo hasta la mitad. Lo justo para que no se alcancen.
Era una manera de mentar con una sola palabra la sed del olivar en los agostos de entonces −piensa−. Se decía que las aceitunas estaban “alcanzadas” cuando comenzaban a engurruñirse por exceso de sol y escasez de agua, de la misma manera en la que a ella, cuando todavía no era el ama, se le arrugaban las yemas de los dedos por exceso de remojo en la alberca, aprovechando que no mandarían vaciarla para el riego de las olivas hasta que no estuviera bien avanzado el verano.
Otro agosto tan lleno de calores y de alcanzamientos… −cabecea−. Ya estarán las aceitunas de verdeo orondas y en sazón para el remojo; las “minuales”, en las orzas; las de cornachuelo, en su punto de tomillo y cáscara de naranja para sacarlas al fresco de las jaranas nocturnas en las puertas de las casas. Y las picuales, con semejantes calores como las de este año, negreando antes de tiempo, dispuestas al chorreo del bendito aceite cuando llegue su tiempo, pasados Los Santos.
¿Y las albercas?
Ya no son albercas, con el verdín de las ovas esclareciéndoles el fondo algo fangoso, y sirviendo de madriguera a cabezones, renacuajos, ranas y bichas de agua. Ahora les dicen “piscinas”, y son de esa color azul-cielo de tiza de colores.
Ronronea el ventilador de techo al que, cuando el día se meta en horas, se le amontonará la tarea, pidiendo a gritos el auxilio del aire acondicionado para mantenerla en condiciones de seguir aguantando viva el tiempo que quiera darle el que dispone sobre esas cosas.
Llegan rumores de que, en algún sitio apartado, un chiquillo, de esos que abominan de los mejunjes que echan en las piscinas de bañarse para mantenerles la color, se ha ahogado en una de esas charcas que han hecho para recoger agua para el riego. De seguro que si ese chiquillo se hubiera enseñado en pelearse con el agua cenagosa de las albercas, en lugar de evitar el escocérsele de sus membranas con el cloro de las piscinas comunales, hubiera llegado a cumplir los años suficientes para tener cosas que contar y que recordar de estos tiempos tan tornadizos, donde lo único que permanece sin descolorerse es el olivar en ringleras y su sed de agua del cielo.
A lo mejor el chiquillo ahogado no disponía de bañador; como los muchachos de entonces, que tenían que arrodearse los calzoncillos para que no se les salieran sus “prendas” por la portañuela al primer salto a bomba, y por eso tuvo que buscarse el amparo de la charca para calmarse la calorina del agosto, sin tener quien le avisara que los bordes de esas charcas de quita y pon están hechos con un desplome tan engañoso que apenas se insinúa hasta que ya es tarde, y que se tapiza de unos verdines invisibles que no hay cristiano que pueda remontarlos si alguien no echa una tomiza a la que conseguir agarrarse.
Hay que ver cómo han cambiado los tiempos; pasar del candil al ordenador sin que las criaturas se dieran cuenta.
* * *

Cuando ese día prende el ordenador, los primeros anuncios que saltan a la pantalla son unas hermosas muchachas en bikini. Le llama la atención una de ellas, cuyo vientre plano y bronceado resalta sobre una pieza de color verde aceituna rematada por debajo del ombligo con una banda de un amarillo intenso, a juego con la pieza superior, que se ajusta a unos pechos breves de los que emerge una tersura geométrica y amelocotonada.
“Si no fuera por el color del bañador, parecerías una pestuga a punto de cimbrearse” −recuerda que le dijo el muchacho aquel día, justo en el momento en que ella se disponía a saltar al agua de cabeza tras ajustarse el bikini color verde-manzana que había comprado en el último momento, desesperanzada de encontrar el de color verde-oliva con sobrepuestos amarillos que tantas veces había dibujado con sus lápices de colores tras soñarlo.
Y, de repente, allí, en los exiguos límites de aquella pantalla prodigiosa, aparecía “su” bikini, como brotado de una nada distante y quebradiza, envolviendo a duras penas un cuerpo ajeno que no necesitaba empavesado, y enviándole a ella pajizas señales de que nunca es demasiado tarde para el eterno verde-oliva, perdurable por los siglos de los siglos.
“Nunca es tarde” −le había dicho él mucho tiempo atrás, con una sonrisa dolorida, cuando los dos sabían que los de bata-blanca habían llegado demasiado tarde. Bien sabía Dios que también ella lo intentó; pero no pudo devolverle la sonrisa. Mal que bien, presentía lo que sería la soledad, aunque solo fuera por comparación: estaba segura de que los olivos perderían su color, y hasta las ganas de vivir, si no se hicieran tanta compaña unos a otros en mitad de las panderas, como si siempre se estuvieran buscando.
¿Cuánto tiempo había empeñado ella en buscar esa prenda verdiamarilla? ¿Cuántos años habían pasado sin conseguir hallarla? Tantos que, mientras tanto, y sin saber muy bien por qué, el dos piezas eventual había sido desterrado en algún momento, sustituido por un bañador misericordioso capaz de contenerla y contener todas las congojas depositadas en jadeantes lorzas sin consistencia.
Y, de pronto, allí estaba.
No necesitó más de siete minutos para rellenar el cuestionario que le llevaría hasta su mismísima casa el deseado bikini. Tecleó segura con dedos palpitantes. A pesar de todo, ella no se había quedado atrás como otras de su misma edad, que apenas sabían cómo abordar lo de Internet; y, mucho menos, cómo hacer un pedido que las liberara del ahora penoso desplazamiento hasta las tiendas de siempre, en las que, por cierto, a pasar de su tenacidad, nunca había encontrado el bikini amarillo verde-oliva soñado.
Deshizo el envoltorio antes de que los pasos del mensajero, únicas insolencias entre tanto silencio, se perdieran pasillo adelante por detrás de la mirilla. Se embutió en su ansiado bikini, no sin cierta dificultad de movimientos propia del tiempo. Ajustó la parte superior tratando de que modelara y ennobleciera lo que el tiempo de espera había abatido con tanto tesón como astucia; y, aun antes de someterse al juicio del despiadado dios del azogue, se permitió un intenso respiro, semejante a aquellas últimas inspiraciones de aire recalentado que tomaba antes de saltar de cabeza a la alberca, en una pirueta magistral, sabiendo que a su espalda permanecería boquiabierto el muchacho que dejó de serlo algo antes de convertirla en viuda pensionista de tan ilustre causante.
Mientras estaba envolviendo de nuevo el bikini en el mismo papel en que había llegado, a sabiendas de que el vendedor no le admitiría la devolución, porque hay prendas que no la admiten, no pudo por menos que echar las cuentas de los “porqueses”: lo que ponían a la venta los anuncios de internet era el bikini soñado; no la utopía atemporal del cuerpo de la modelo. Y el bikini de sus sueños le había llegado con setenta años de retraso.
Tampoco importaba tanto. Ya no estaba allí, en la casa, quien hubiera sabido admirarlo, aunque la talla fuera la que era.
Afuera de la casa, tampoco.

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