
47. Cuesta abajo
La señora se acercó a la terraza que había al final de la cuesta, en la pequeña plaza sembrada de sombrillas. Miró a su alrededor y pasó el dedo por la mesa en un gesto que le era familiar a su esposo, que aún se encontraba a un par de metros fatigado por la subida. Luego repitió el escrupuloso test en una de las sillas mientras el marido la invitaba amablemente a sentarse, sin hablar, retirándole el asiento para que acomodara su enorme trasero forrado con un vestido floral de lazada en las mangas y botonadura central. La señora gruñó y se mantuvo firme, de pie, ante la mesa. Volvió a escudriñar el resto del velador y alzó la vista hacia el cielo, moviendo la cabeza mientras buscaba el tórrido sol de aquel mediodía de final de octubre y trazando con la vista su trayectoria.
-Aquí se está bien -dijo el esposo, que con dificultades se sentó retirando la silla todo lo que pudo para que la enorme barriga no irrumpiera díscola y aliviada sobre la mesa, rompiendo los botones de la camisa de manga corta a cuadros de poliéster que lucía las fiestas de guardar. Una vez se hubo sentado, la señora se fue a la mesa de al lado y se acomodó con el bolso negro sobre las piernas. El esposo resopló y con no pocos esfuerzos, se sentó junto a ella.
-Sí, mejor aquí -dijo el octogenario hombre tendiendo la mano hacia la de su mujer, que rápidamente se la retiró y cogió la carta.
-No tienen bocadillos -arguyó con tono severo la señora del vestido floral. El esposo no dijo nada.
-Teníamos que habernos quedado en el polígono, allí sí hay bocadillos. Aquí no tienen nada más que marranadas carísimas -continuó ella.
-Era por cambiar un poco, mujer. ¿Quieres una cerveza? -le preguntó.
-No. Agua. Y del grifo, que no te traiga una botellita de esas. El agua, del grifo, que son muy listos estos de la ciudad. Y tú no te vayas a pedir una cerveza que tenemos que volver al pueblo. Además, ya sabes que no puedes beber, que te lo tiene prohibido don Nicolás.
El esposo miró a la mesa de al lado y vio la ración de boquerones y de pulpo que acababan de poner. La desagradable escena había captado la atención de buena parte de la terraza.
-¿Te apetecen unos boquerones fritos, cariño? O pulpo, ¿podíamos pedir pulpo?
-Te he dicho que preguntes si tienen bocadillos.
-Mujer, que hoy hemos cobrado la PAC, ¿te vas a comer un bocadillo? -insistió el viejo hombre, que seguía buscando entre las mesas contiguas raciones que sugerirle a su esposa.
-Nos podemos pedir unos flamenquines -insistió, pero no halló respuesta.
El camarero se acercó y mientras les limpiaba la mesa con un paño húmedo les preguntó qué querían tomar. El señor de la camisa de manga corta miró a su esposa, dudó mientras ella guardaba silencio con el ceño fruncido y cabizbajo contestó:
-Una cerveza sin alcohol y un vaso de agua.
-Una botella pequeña -añadió el camarero.
-¡No, un vaso de agua! -dijo inflexible la mujer.
-¿Van a picar algo los señores?
-Yo voy a picar un bocadillo, ¿tienen bocadillos, no? -contestó ella de nuevo.
-Claro, le podemos preparar de calamares, chorizo, salchichas frescas, de tortilla… Y fríos tiene de caballa, atún, jamón…
-Pues dos de jamón. Con aceite de oliva.
-¿De jamón para usted también, caballero?
-Sí, le he dicho que los dos de jamón -repitió la señora.
Ese fue el fin de la conversación entre los dos tristes provectos. El resto de clientes de las mesas cruzaba sus miradas cómplices, perplejos por lo que acababan de escuchar. El joven de la mesa de los boquerones y el pulpo se giró disimulado y miró a la maleducada señora. Ella se dio cuenta de que la observaba, pero su gesto reveló una total ausencia de arrepentimiento, vergüenza, y mucho menos, de empatía hacia su marido. Luego, el joven, miró a su mujer circunspecta ante la escena y no pudo evitar preguntarse si alguna vez la vida sería así para ellos. Desechó la idea rápidamente. No tenían ni olivos ni cobrarían nunca la PAC. Tras servirles la cerveza y el vaso de agua el camarero les trajo los bocadillos de jamón.
-Les dejo aquí el aceite para que se sirvan a su gusto.
La enojosa y desagradable señora cogió la botella y retirándosela de la vista todo lo que el brazo alcanzaba llamó la atención del camarero.
-Oye, chaval. Este aceite no es de aquí. ¿No tenéis de Jaén? Vamos, hombre, nos vas a poner aceite que no sea de aquí…
-Disculpe señora, y gracias por lo de chaval; no, ese es el aceite con el que trabajamos -contestó molesto el camarero.
-Pues lléveselo. No sé qué hacemos aquí. Teníamos que habernos quedado en el polígono o habernos vuelto al pueblo -insistió para sí la mujer. Pero el camarero hizo caso omiso y dejó sobre la mesa la botella.
En silencio se comieron el bocadillo. El señor, con la mirada clavada en el suelo, alejado un palmo de la mesa, apartaba el pan y masticaba con dificultad el jamón. Cogió el aceite para echarse un poco y la mujer le increpó:
-¡Que no te eches aceite de ese, hombre!
Nadie entendía el comportamiento hostil y desapegado de aquella señora con el pelo platino peinado como si de un casco íbero se tratase y las malas formas. Quizá no siempre fue así. Debió haber un momento en el que aquellas dos personas se mirasen con deseo, con el cariño emocionado de las primeras citas, de los primeros paseos de la mano por el viejo camino de su pueblo, con los tiernos y silentes besos entre los olivos, testigos de tanto amor prohibido en el vetusto convencionalismo rural. Hubo de haber un tiempo en el que ella buscara el abrazo cálido de su esposo en las frías noches de invierno, bajo las sábanas impregnadas del aroma del alcanfor y entre las sombras del candil. Debieron amarse. Seguro. Pero su vida se volvió rancia como el aceite de oliva consumido por la luz, el calor y el aire. Sus almas se fueron vaciando dejando el poso amargo de los días felices en un fondo de cristal opaco imposible de volver a llenar, mientras la casa se cubría de niños. Tal vez la ternura del joven enamorado pronto tornara en desaires y menosprecio. Tal vez, una noche de verano, ebrio del costumbrismo machista, soltó la mano y cruzó la cara de la joven, aún preñada de cariño, y la rutina y los golpes desdibujaron los días postreros hasta que el corazón de la mujer se hizo de hierro. Y hubo de haber un día en que solo el roce de su cuerpo le abriría la herida mortal que la ahogó el resto de su vida. O simplemente el desprecio anidó con los años en su pecho añorando aquellas noches entre las sábanas perfumadas y los besos robados del campo seco de sus vidas. Y ya nada fue igual hasta que en la vejez el hombre de la camisa de poliéster buscó volver al sendero intransitable del afecto, tarde, torpe, solo, ciego, estéril y viejo. ¿Debió ser así, o quizá nunca se amaron? También pudo ser que sus familias decidieran casarlos, juntar sus fincas, sus dotes, y enterrando los sueños de un niño de pantalón corto y heridas en las rodillas y los de una niña aferrada aún a un muñeco de trapo y madera en un pueblo que apestaba a orujo y ajo de la España de mendrugos y aceite, los unieran para siempre, en la salud y la enfermedad, en la tristeza y la desdicha.
Cuando acabó su bocadillo la señora apuró el pan que había ido apartando su marido a golpe de alcaparrones hasta que mojó el último trozo en el caldo. El anciano llamó al camarero y pidió la cuenta. Solo en ese momento la mujer alumbró una frase cariñosa, como un pequeño perdón a regañadientes después de la humillante escena. Puede ser, al fin y al cabo, que sí existiera ese tiempo de ternura y que su corazón aún albergara las ascuas del cariño primero, de los días felices sin vino y rosas; del amor cocinado a fuego lento como los andrajos de los jueves y las migas de los domingos.
-¿No quieres postre? Pídete un helado, anda.
-No me deja don Nicolás por el azúcar -contestó el esposo cobrándose su pequeña venganza. La señora lo miró fijamente y agrió nuevamente el gesto. Después, el marido llamó la atención del camarero:
-¿Se debe algo?
-Todo -dijo el hombre del bar.
Cuando trajo la cuenta el señor de la camisa de manga corta sacó la cartera, le quitó una vasta goma elástica y hurgó en el abultado interior en busca de un billete.
-¿Han comido bien los señores? -preguntó con sorna el camarero al recoger el dinero.
-Nos ha faltado el aceite -se precipitó la mujer a contestar.
-Ahí lo tiene usted. Aceite de Oliva Virgen Extra. De la tierra. De Andalucía.
-Malnacido -contestó en voz baja ella mientras el camarero se alejaba.
El marido dejó un euro de propina sobre la mesa, se levantó con la misma dificultad con la que se había sentado y abandonó la terraza sin mirar ni esperar a su mujer. Ella, más ágil y expedita, volvió a colgarse el bolso, cogió el euro que su marido había dejado y le siguió cuesta abajo.