
46. Un olivar y una casa
Me dediqué en cuerpo y alma a cuidarlos en la vejez. Había en mí un algo que me impedía dejarlos solos y volar como habían hecho mis hermanos. Se dio también la coincidencia, para no colgarme inmerecidas medallas, de que no acababa de cuajar en ningún trabajo, y que tenía el pan asegurado en el hogar familiar. Como en los cuentos que mi madre nos leía al acostarnos, pensé que, como hija pequeña que era, me favorecerían cuando faltaran y que mis problemas financieros quedarían más o menos solventados. Me costaba tanto hablar con ellos de estas cosas, los temas de dinero siempre me dieron pudor, que me pareció que cualquier decisión que tomaran sería la acertada, aunque no niego que presentía que tendrían en cuenta mis circunstancias.
Heredé un olivar en el pueblo, uno del que los había oído hablar cientos de veces, pero que nunca había pisado. Mis padres habían elegido emigrar a la ciudad en busca de El Dorado, y la decepción callada de esta elección sobrevolaba continuamente a su alrededor. Lejos del oro, solo habían hallado ruido de metales. Los oíamos susurrar en la intimidad del dormitorio sobre lo que habían dejado atrás y si había merecido la pena. Se convencían el uno al otro de los innegables progresos, de las oportunidades que nos ofrecía la capital, y con eso se tranquilizaban y trataban de consolarse.
Me llené de furia cuando me enteré de su voluntad. A mis hermanos les había tocado en suerte el piso, que, aunque modesto, convertido en dinero era más rentable que el olivar. A la vivienda se unió un solar que habían comprado a las afueras de Madrid y del que andaba detrás una inmobiliaria para construir un bloque de muchas plantas. Resultaba que, encima que me había hecho cargo de ellos, me tocaba la peor parte. Mis hermanos me propusieron que participáramos todos de todo, pero el orgullo y la rabia no me permitían pensar con claridad y me negué en redondo a la oferta.
El olivar era poco más de una hectárea y, en el mismo terreno, se levantaba una pequeña construcción que me garantizaba el techo, aunque de este era mejor no hablar. Mis hermanos acordaron que podría vivir durante un par de años en el piso, pero me dejaron claro que su intención era venderlo pronto. Decían que las medias solo les traerían problemas y que era mejor evitarlos. A nuestros padres no les habría gustado vernos reñir por una herencia, como decían que sucedía en otras familias. Sin trabajo, difícilmente podía mantenerme en él, así que, a falta de más opciones, realicé el viaje de regreso que tantas veces habían ansiado mis padres. A pesar del enfado inicial, procuré ver el lado bueno de las cosas. Un cambio me vendría bien. En resumidas cuentas, quitando a unos hermanos a los que siempre podría visitar, no me anclaba nada a la ciudad. Preparé mis bártulos y llené el maletero del coche con la ropa, el ordenador y todos los recuerdos con los que pude cargar. En una caja bien dispuesta, guardé las urnas con las cenizas de mis padres. Por ellas no discutirían los demás y cumpliría el deseo de mis padres de volver a su tierra.
No recordaban en el pueblo la última vez que se había arado aquel trozo de tierra invadido por las hierbas, pero algunos intentaban hacer memoria y hablaban de la bonanza del suelo y la calidad de la aceituna. Yo solo veía montones de olivos cuarteados inundados de hierbajos y me lamentaba de mi decisión de ir a vivir al campo. Debería haber sopesado vender el olivar, del mismo modo que se habían planteado hacer mis hermanos con las propiedades de Madrid. Pero ¿qué valor podía tener una finca abandonada en un pueblo donde apenas llegaba Internet? De eso me percaté la primera noche que pasé en la casa. Agradecí que fuera primavera tardía y que la lluvia no hiciera amago de aparecer y las temperaturas fueran suaves. La casa, de suelo hidráulico, no contaba con cristales. Ni siquiera había rastro de ellos rotos. La madera de las ventanas estaba astillada y el tejado necesitaba un buen repaso. ¡Qué decir del cuarto de baño! Por más que lo busqué entre los escasos sesenta metros, no lo hallé. La primera noche, dormí con la clara sensación de que había cometido una locura, que una cosa era querer cambiar de aires y otra aislarme como una eremita en una cabaña. La noche magnifica cualquier pesadumbre y juro que aquella no encontré ni un solo motivo para quedarme. Resolví que, en cuanto amaneciera, regresaría para hablar con mis hermanos. En cuanto les contara con lo que me había topado, buscaríamos una solución. Al fin y al cabo, eran mis hermanos.
A pesar de que me costó conciliar el sueño, terminé cayendo rendida. Escuchaba ruidos por todas partes, crujidos, aleteo de insectos, animales hozando en la tierra. El colchón hedía a humedad y, aunque eran mis sábanas sobre las que descansaba, el olor era tan intenso que me impedía dormir. Con las luces del alba, como si el día me protegiera de todos los peligros, me dormí tan profundamente que, hasta que no entró el sol bien cálido por la ventana, no me desperté.
Abrí los ojos y me fijé en lo que me rodeaba. La casa necesitaba una reforma urgente, saltaba a la vista. Pero era mi casa. Por la ventana del único dormitorio se extendían los olivos, y era bonito ver las copas recortándose en el cielo blanquecino. El pequeño salón, la sala donde debieron reunirse mis antepasados, apenas tenía muebles: un aparador, una mesa con tres sillas, un escaño que cojeaba y una pequeña cocina con una pila de granito. El ventanal daba al lado contrario de mi dormitorio y no lejos pude observar una granja, a una distancia prudente como para pedir ayuda. Parecía que la luz iba embelleciendo las estancias. Hasta los olivos se veían pintados de un verde más fulgente. Cogí la llave de hierro y abrí la única puerta, que había cerrado por la noche para que no se colaran los animales. Por dentro, unos gruesos cortinones, todos deshilachados, hacían las veces de puerta. En el umbral, a un lado, alguien había dejado una botella con leche de cabra y un cesto con verduras. No fue hasta bien tarde, al acabar sus faenas, cuando los vecinos vinieron a visitarme.
Se ofrecieron a limpiar la tierra. A cambio, yo podría ayudarlos en la granja. Imaginaban que mis conocimientos agrarios eran mínimos, por no decir nulos, pero que tal vez se me diera bien cuidar de sus hijos por la tarde, al regreso de la escuela. Me invitaron a cenar y, como si me hubieran estado esperando, concretamos los detalles del trato.
Fueron días duros hasta que la casa pudo parecerse a un hogar, pero, en cuanto estuvieron instalados los cristales y corridas las tejas de la cubierta, empecé a ver la luz. Una buena capa de barniz en los cercos y una mano de pintura en las paredes lograron la transformación. Arranqué las cortinas viejas y mandé colocar una puerta en mi dormitorio. Me deshice del colchón de lana, enmohecido, y compré uno nuevo. En un rincón de la casa, donde antes había habido una alacena, los albañiles del pueblo me acondicionaron un aseo con una ducha. Llevar el agua corriente y la luz me costó un riñón, casi tanto como valía la propiedad entera, así que mis escasos ahorros se evaporaron como una tina de alcohol. Por las mañanas me dedicaba a adecentar la casa y por la tarde jugaba con los niños de los vecinos.
Una vez que la tierra se ofreció ocre, libre de matojos, los olivos parecieron rejuvenecer. Durante un paseo, tuve la certeza de que no me había equivocado. Fue casi como una epifanía. Regresaba de la granja de los vecinos cargada con una cesta de tomates y calabacines. Me paré en el camino a descansar. Esa tarde los niños habían estado alborotados y deseaba llegar a casa cuanto antes. El sol se filtraba entre las ramas de los olivos y la sombra de los troncos retorcidos dibujaba figuras caprichosas en el suelo. La casa se ofrecía blanca, casi inmaculada. No me podía creer que estuviera viviendo en el campo, que no estuviera preocupada por echar currículos y por el pago de tanta factura. Parecía una cursilería, pero, como apenas había cobertura, no me había quedado más remedio que cambiar las redes sociales por la lectura. Me hice asidua de la biblioteca del pueblo, una pequeña pieza aneja al ayuntamiento que contaba con Internet y de la que se hacía cargo Dori, una mujer encantadora que pasaba el tiempo haciendo sudokus. Había quienes me miraban como una extraña, casi una loca, por vivir sola, pero pronto se acostumbraron a mi presencia y me saludaban como a una más.
Durante el paseo, contemplé admirada los olivos. Acariciaba sus troncos rugosos y me parecía mentira que aquellos seres, llenos de vida, me pertenecieran. Las manos de mis padres, siendo jóvenes, los habían trabajado. Lo mismo habían hecho mis abuelos y mis bisabuelos. Era como si nuestras vidas se agotaran y ellos permanecieran impasibles, ajenos al paso del tiempo. Elegí uno de ellos, uno que me pareció joven, con las ramas enhiestas y las hojas lanceoladas de un verde tan profundo que exudaba vida. Al día siguiente, con ayuda de una azada, cavé a su vera un hoyo y enterré las cenizas de mis padres, para que se fundieran con las raíces de aquel maravilloso árbol. Poco a poco, iba encontrando sentido a todo.
Al acercarse el otoño, volvió la angustia. Los olivos, durante el verano, apenas habían requerido de mis cuidados. Mis vecinos se habían encargado de podar los chupones y abonar la tierra. Las ramas se arqueaban con el peso de las aceitunas, pero yo no tenía ni idea de la recolecta. Había visto algún documental en la televisión, pero nunca les había prestado demasiada atención porque nunca soñé con que esa sería mi empresa. Ni siquiera había hecho falta regarlos. La tierra de secano amanecía con una capa de rocío que era agua suficiente para ellos. El relente de la madrugada humedecía de forma natural la tierra. Ilusa de mí, creí que ya todo lo sabía. Volví al consejo de mis vecinos, que me recomendaron que contratara a una cuadrilla para la recogida de la aceituna. Ellos me ayudarían con el traslado de los sacos a la almazara. La venta del aceite, aunque no sacara demasiados beneficios después del pago de los jornales, me proporcionaría para ir tirando. Me ilusioné con la idea. Yo, que siempre había demandado trabajo, era ahora la que lo ofrecía. En realidad, desconocía tantas cosas del campo que todo era una continua sorpresa. Observar cómo engordaba el fruto en el árbol era un misterio y una tarea a la que me encomendaba todos los días.
Necesitaba sacar el máximo rendimiento a lo que mis padres me habían legado. Anduve investigando en la biblioteca, en el ordenador que me reservaba Dori en cuanto me veía aparecer. En mi vida había cultivado un triste geranio, así que pretender explotar los olivos resultaba un poco ridículo. Tenía que dejarme ayudar.
Un día, después de tratar el precio de la aceituna con el director de la almazara, se me ocurrió plantearle una idea que me venía rondando: envasar botellas de aceite aromatizado. El campo estaba plagado de hierbas como el orégano y el tomillo y en los huertos aledaños se alzaban magníficos naranjos. Con la piel de las naranjas saldría un aceite exquisito para la bollería. Podría, del mismo modo, extenderse la industria al mundo de la higiene y la cosmética y elaborar jabones y geles ricos en la maravillosa grasa de la aceituna. Al principio, tuvo sus dudas. La aceituna se vendía barata y el mercado no daba para todos, pero le costaba aceptar las novedades. En el pueblo preferían poco pero seguro. Un día, se presentó en mi casa y me dijo que aceptaba, siempre que yo me encargara del marketing. Para mí, le dije, eso era pan comido.
Día a día iba encontrando mi sitio. La vida me ofrecía una nueva oportunidad, como si hubiera renacido. Mis hermanos no se creían lo que les contaba por teléfono. De hecho, me confesaron, siempre creyeron que nuestros padres habían perdido la chaveta con el tema de la herencia y que no comprendían nada.
Una noche, era finales de mayo, me despertó el olor a humo. Me levanté tosiendo y me acerqué a la ventana para ver de dónde procedía. Era tan tupida la gasa de humo que las llamas se adivinaban con dificultad en la granja de los vecinos. Me vestí corriendo y salí al camino. Se oían las voces de muchos hombres y los llantos de los niños. ¡Mis niños! ¡Estaban a salvo! Me acerqué y alguien me colocó un cubo de agua en las manos. Habían hecho una cadena humana para intentar apagar el fuego y salvar a los animales. Las ovejas corrían despavoridas hacia mi olivar y los perros ladraban desaforados. Aún no me entra en la cabeza cómo, aquellas lenguas de fuego que se elevaban por encima del establo, pudieron ser sofocadas en tan poco tiempo. El humo lo invadía todo, las pavesas flotaban en la noche y alguna chiribita aún se atrevía a explotar. Cogí a los pequeños, me los llevé a casa y los acosté en mi cama para calmarlos. Cuando el fuego estuvo controlado, los hombres del pueblo atendieron al ganado, que estaba sediento.
Con la misma velocidad que se había iniciado el incendio, gracias a la intervención de todo el pueblo, el establo quedó restaurado. Mientras unos levantaban las vallas, otro, con ladrillos, daban forma a los pesebres. Todos aportaban fardos de paja. Todos se empeñaban en borrar cualquier rastro. Era magia. Todos se comportaban con sencillez, como si en sus genes estuviera escrito ese sentido del deber. Durante varios días cociné para mis vecinos. El fuego había afectado al suministro eléctrico y pasaron unos días hasta que se pudo restablecer. Les ofrecí mi casa. Y no fue hasta que pasó todo cuando me di cuenta de que cuanto más recibía, más me emocionaba dar. Y cuanto más me entregaba, más feliz me sentía.
Tuvieron que pasar muchos meses para que fuera consciente de la herencia que había recibido, de lo que mis padres me habían reservado. El olivar era una red sobre la que sabían que podría sentirme acunada. No existía obstáculo, si hubiera sido esa mi elección, para regresar a la ciudad. Los olivos ya estaban encauzados y podía desarrollar desde allí el trabajo con la almazara. Con un ordenador era suficiente. Pero ya nada me podía separar del campo. Las cenizas de mis padres abonaban los olivos. Los niños alegraban mis días. La tierra se ofrecía fiel, y la casa, la de mis ancestros, me mostraba sus sólidos cimientos. Las distancias ya no eran las de mis padres, y el progreso de la ciudad acaso se podía resumir en una cómica anécdota.
Mis raíces, como las de los olivos, permanecen hincadas en el suelo y, de momento, así quiero que sea. No sé qué tendría que suceder para que fuera de otra manera. Solo el tiempo me dirá qué pasará mañana. De nada sirve anhelar una buena cosecha, si, al final, estamos a la merced de los elementos. Solo queda disfrutar del día a día, no alargar la vista hacia donde no nos alcanza. Solo queda vivir.