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45. Una historia que contar

Dragoncita enfadada

 

Sus ojos cansados por los años observaban con anhelo el exterior. Y es que, como cada final de verano, sus nietos llegarían a pasar las últimas semanas de septiembre al olivar. Justo a tiempo para la cosecha. La anciana mujer, ya esperaba desde hacía largo rato en el otro lado de la ventana, apartando la delicada cortina de ganchillo blanco con el dedo.

El coche llegó gruñendo y escupiendo humo. Anunciando que, el fin de la soledad se aproximaba, tal y como era de esperar; los niños no se hicieron esperar, bajando del vehículo casi de un salto y echándose a la carrera hacia la puerta al grito de: “¡Abuela!”. Una puerta abierta, una hermosa sonrisa llena de pequeñas arrugas y unos débiles brazos abiertos les recibieron, aferrándose a sus nietos con todas sus fuerzas, les llenó la cara de besos a ambos con todo el amor que una abuela puede tener. Unos largos días llenos de felicidad les aguardaban, empezando por un paseo entre los olivos, donde algunos trabajadores ya recogían los frutos de la paciencia y el cariño, aquellos que luego se transformarían en el oro líquido de Andalucía.

—¿Alguna vez os he contado la historia del olivar? —preguntó afable la doña. Los niños sacudieron enérgicamente la cabeza, y ella sonrió con ternura—. Bien. Pues ya va siendo hora de que os lo cuente…— introdujo, caminando de la mano hasta el más viejo de los olivos, uno más alto que sus compañeros de tronco y ramas retorcidas, pero que ofrecía una amable sombra bajo la que refugiarse de los abrasadores rayos de sol del medio día. Aunque, antes tomó de un cesto que había entregado a sus nietos, un pequeño cuenco en el que colocó: galletas, jengibre, y un poco de aceite de oliva, depositando dichas ofrendas en uno de los huecos del tronco de anciano árbol. Acto que los niños miraron con curiosidad y tras un cómplice intercambio de miradas entre hermanos, el menor y más curioso preguntó:

—¿Por qué haces eso? —a sus dudas no tardó en responder su dulce abuela, quien acarició el tronco del viejo olivo con el cariño con el que, se saluda a un viejo amigo.

—Estoy pidiendo permiso a mis amigos para contaros la historia —mas la respuesta, no hizo otra cosa que levantar más incógnitas entre los pequeños, siendo esta vez, el mayor quien se atrevió a preguntar:

—¿Amigos? ¿Hay alguien ahí? ¿Qué tiene que ver con la historia? —la mujer, al ver el entusiasmo y curiosidad de ambos, tan solo esbozó una media luna en sus finos y arrugados labios.

—Más de lo que crees. Escuchad y lo entenderéis —respondió con aire misterioso, ahuecándose la larga y gastada falda, para acto seguido y con un crujido de queja de sus ya débiles huesos; sentarse sobre una de las raíces del árbol—. Vamos, sentaros a mi vera pequeños. Y prometedme que guardaréis el secreto que estáis a punto de oír como un tesoro —fue su única condición. Los infantes, interesados en lo que prometía ser un hermoso cuento, se sentaron uno a cada lado de la mujer, escuchando con suma atención—. Esto sucedió cuando yo era una niña, hace muchos, muchos años…

“Eran tiempos muy difíciles y nuestra familia muy pobre… Papá luchaba día a día por encontrar un trabajo para podernos dar de comer, mamá nos criaba con amor y modestia. Siempre había vivido en la ciudad, pero el ajetreo de la misma y sus exigencias nos dificultaban más la vida así que, papá decidió comprar una hacienda en el campo. Aquí, en Andalucía y mudarse en busca de una vida sencilla y apacible, como la que él mismo tuvo. Recuerdo lo doloroso que fue decir adiós a mis amigos, siendo ya entonces consciente de que no los volvería a ver, no entendía aquella decisión, pareciéndome muy injusta. Estuve enfadada con mis padres mucho tiempo. Sin embargo, los años me han enseñado que su decisión tampoco fue fácil para ellos, pero, era lo que el corazón les dictaba que sería mejor para todos.

Su idea era aprovechar las hectáreas compradas, para plantar cultivos. Él imaginaba lechugas, zanahorias, patatas, árboles frutales… Todo aquello que estas tierras fueran capaces de regalarnos. Para ello, trabajábamos de sol a sol. Arábamos la tierra, plantábamos las semillas, abonábamos, pero… Es difícil comenzar desde cero y los cuervos se comían todas las simientes. Padre, enfadado, pasó muchas semanas construyendo espantapájaros, pero era inútil. Las pocas que ellos no se comían, no florecían. Y es que estas tercas tierras se empeñaban en permanecer estériles, hiciéramos lo que hiciéramos, eso nos trajo aún más dificultades en casa y, lo que en un principio era un nuevo sueño, se convirtió en pesadilla. Padre y madre comenzaron a pelear con frecuencia, la comida a escasear y las deudas a amenazar nuestro hogar.

Pero, sin duda lo peor de todo fue lo sola que me sentía en aquel momento y es que, cuando los adultos se preocupan, tienden a olvidar que los niños necesitan amor y comprensión. Por esto, una noche decidí escaparme de casa. Oh… Pero, no os preocupéis pequeños míos, esta no es una historia de terror, estoy hoy aquí ¿No? Así que tiene un final feliz. ¿Por dónde iba…? Ah… Ya me acuerdo:

Salí a escondidas por mi ventana, y con solo el pijama corrí hacia el bosque. No veía por donde iba y no me importaba, solo corría; como si de ese modo, pudiera retroceder en el tiempo y volver a la ciudad, a las tardes en el parque con mis amigos. Pero, eso no iba a suceder, y para cuando quise darme cuenta… Me había perdido en el bosque. Mis pequeños pies tropezaron con una curvada y gruesa raíz y caí al suelo. Fue como si aquel golpe, me hubiera devuelto a la realidad, dándome cuenta por primera vez de la profunda oscuridad que me rodeaba, y como en ella tan solo se dibujaban las retorcidas siluetas de los árboles, acompañando la aterida voz del viento que susurraba siniestras palabras a la noche. Con las rodillas doloridas, porque del golpe se me habían pelado, comencé a caminar sin rumbo en medio de la nada. Y, aunque todo pasó en una sola noche, si me preguntasen aún a día de hoy diría que me pareció toda una eternidad y no mentiría. Ya que el tiempo, tiene la habilidad de moldearse, de ser muy, muy rápido, tanto como un suspiro en los tiempos felices o, volverse lento, pesado como una tortuga cuando se sufre. Y entonces, yo estaba muy asustada…pensaba en madre, en padre, en mis hermanos y esos amigos que ya quedaban tan lejos en mi memoria. Pero, sobretodo tenía miedo de no volver nunca a casa. Al no ver nada, me aterraba pensar que un solo mal paso y caería por un precipicio, que algún animal del bosque me atacase o de perderme allí para siempre.

Comencé a llorar, y lágrimas cada vez más frías comenzaron a caer de mis mejillas. La temperatura estaba cayendo en picado al amparo de la noche. Para no perder mi mirada en una negrura tan aciaga miré al cielo, viendo que su manto no tenía fin, intenté consolarme en el hecho de que no estaba sola. Miles de estrellas en el cielo, tenían sus ojos en mí, velando porque no me sucediera nada. Fue entonces, cuando me vino a la mente una vez más el dulce y cálido rostro de mi madre y a la mente, una canción de cuna que ella solía cantarme cuando tenía pesadillas. Aún puedo oírla como si fuera ayer… Sin pensarlo, comencé a cantarla en un intento de consuelo a mí misma, y seguí andando sintiéndome menos sola y desamparada, pues caminaba con las estrellas y mi propia voz. Gracias a eso, vi que los árboles no eran tan retorcidos y amenazantes, no se abalanzaban sobre mí con sus horribles troncos para dañarme, si no que me abrazaban con ternura, sosteniendo el suelo con sus fuertes raíces, los siniestros susurros del viento no eran más que el mismo, trayéndome los mensajes de buenas noches de la fauna del lugar. Porque aunque la naturaleza puede ser misteriosa y peligrosa, antes que nada es madre. Y como tal, su esencia es la gentileza. Amala, cuídala. Ella hará lo mismo contigo. En ese momento, comprendí que el miedo, en ocasiones tan solo depende de la actitud de una misma, y es que minutos antes, aquel sitio que me había parecido tan aterrador ahora empezaba a dejarme ver su belleza, tan solo debía estar dispuesta a ver y no juzgar.

Quizá por eso, pude darme cuenta de que lo que pensaba que era el eco de mi voz, no era sino un coro ¿Acaso soñaba despierta? Agudicé lo más que pude el oído e intenté averiguar el camino de dónde venían esas voces. Con cautela lo seguí, sin dejar de cantar, pasando por encima de arbustos, y rocas esperando encontrar un grupo de adultos que pudiera ayudarme a regresar a casa. Pero ¿Qué adultos podía haber en medio del bosque y a plena noche?

Según iba acercándome al improvisado coro, el bosque se iluminaba de forma tenue, era extraño… Porque escuchaba las voces muy cerca y aun así no podía ver a nadie, ni si quiera siluetas moviéndose. Pero, para cuando llegué al claro, mis preguntas se responderían por sí solas. Encontrándome con un diminuto baile de gala, en el que personitas que parecían delicadas muñecas, danzaban con sus mejores vestidos en un simulado salón formado por un círculo de setas. Sobre un pequeño tronco, una mini orquesta con instrumentos hechos con cascaras de nuez, palitos, hojas y piñones de oliva daban melodía a la nana que seguían repitiendo. El pequeño salón estaba decorado, y es que alrededor de aquel circulo de hadas, colgaban en ramas pequeños farolillos de papel, iluminados por velas tan pequeñas como las necesidades de los asistentes al baile, además de que había mesas con improvisados banquetes y bellas fuentes de un líquido dorado como el oro. Cuando se percataron de mi presencia, la música dejó de sonar más no parecían sorprendidos y, de algún modo podía sentir que me estaban esperando.

No fueron necesarias palabras, por que varios de ellos, untaron pan en sus fuentes de oro líquido, y me lo tendieron. Se trataba de aceite de oliva, y tan solo el que sale de las olivas que crece en nuestro olivar, tiene el mismo sabor. También me dieron a probar frutas del bosque y olivas, además de zumo. Me consolaron y cantaron hasta que pude terminar de calmarme. Después de esto, me entregaron un saco con los huesos de todas las olivas que había comido y, como si llevaran días observándome me dijeron:

“Tómalas, son un regalo. Plántalas y tú y tu familia tendréis la prosperidad que buscáis, a cambio solo queremos un poco de aceite y vivir en el primer olivo que plantes, pero nunca digas de donde has sacado estas simientes, ni nos menciones nadie que no sea la siguiente persona en cuidarnos, o nos marcharemos”.

Esas fueron las condiciones. El resto de noche, la recuerdo como un sueño lejano pese a que nunca he dudado un solo instante de que esto sucedió en verdad. Y, desde entonces, con cada recogida de los olivos, traigo ofrendas a aquellos que me acogieron esa noche y me devolvieron sana y salva a casa, cumpliendo de paso, el sueño por el que mi padre nos trajo aquí.”

La mujer terminó su relato, llevando una mano a su pecho, con una sonrisa llena de nostalgia, mirando de nuevo a sus nietos, quienes la observaban fascinados.

—Algún día, todo esto será vuestro. Y ya es hora de que conozcáis a las hadas del olivar. Pero recordad las normas: ver, escuchar, cuidar y guardar el secreto —advirtió, antes de tomarlos de la mano, para que junto a ella mirasen el interior de aquel árbol que, para todos estaría hueco, menos para aquellos que estaban dispuestos a ver.

 

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