
42. Coincidencias
La residencia de ancianos era un edificio elegante decimonónico con un amplio vestíbulo de techo acristalado en forma de bóveda. Madre llevaba poco tiempo y la visitaba a menudo para ayudarle a sobrellevar el cambio de mundo al que se enfrentaba. Mundos que se le escurrían entre sus recuerdos como el agua por una vasija rota. Mi trabajo era el de un modesto auxiliar administrativo. Una anodina labor en una oficina de recaudación de impuestos municipal, aunque yo hubiese preferido continuar trabajando los olivos que durante generaciones pertenecieron a la familia de padre, pero no pudo ser. Un ricachón se obcecó con hacerse dueño de todas las tierras circundantes al pueblo y esto incluía la finca de padre. Padre no era una persona que se rindiera fácilmente, en eso se le parecía al abuelo. El abuelo construyó una pequeña almazara que molía la aceituna con la fuerza del agua que discurría por un cauce que atravesaba la finca, pero cuando se construyó un pantano aguas arribas el cauce se secó dejando a la almazara inservible. Fue un duro golpe, pero el abuelo se rehízo con una fórmula que conocía bien: lágrimas de sangre, escasez y trabajo duro. Unos ingredientes amargos que engullían aquellas tierras de lomas y vaguadas de olivos sin quedar nunca del todo satisfechas. A pesar de todo, el coraje de mi abuelo siempre fue mayor que la codicia de aquel ricachón que todas las veces que se presentó en el cortijo a ofrecerse a comprar aquellas tierras fue rechazado. Cuando los años socavaron la fuerza del abuelo padre continuó con la tradición, pero entonces aconteció otra desgracia y sucedió como ocurre cuando impacta un golpe donde antes lo ha hecho otro, que duele mucho más. Una terrible plaga y una gran sequía dejaron sin cosecha de aceituna a la finca por varios años. Padre, buen aprendiz de las enseñanzas del abuelo derrochó esfuerzo y malgastó vida, pero al final tuvo que rendirse a la evidencia, necesitaba dinero para soportar las pésimas campañas de aceituna y, sobre todo, recomponer la plantación de olivos. Por entonces la finca venía a ser como una mancha negra en el orgullo de aquel ricachón absurdamente empeñado en hacerse con todas las tierras del pueblo. Aquel hombre sabía perfectamente que solo tenía esperar como los buitres que vuelan en círculos sobre las planicies sin quitar ojo a los casi cadáveres agonizantes. Padre regresó al cortijo después de su última visita al banco para cerrar el préstamo. Yo era un mozalbete con pelusa de melocotón en las mejillas por entonces, pero no podré olvidar jamás aquella escena. Madre, nada más verle asomar por la puerta como una sombra huidiza intuyó que nada bueno traía. Padre, con la mirada hundida y vacía de esperanza, se sentó con los hombros encogidos. Mudo y pálido. Parecía un fantasma consumido por la angustia. El banco le había pedido muchos documentos y escrituras, pero a cada nueva visita le exigían que volviera con más cosas. Padre, derrotado y con la cabeza oculta entre las manos, dijo a madre que no habían concedido el préstamo.
Entonces, justo entonces, se oyeron unos golpes secos y potentes en la puerta. Madre abrió y vio asomar aquel ricachón con más años y más avaricia que cuando vivía el abuelo. Se descubrió la cabeza a modo de saludo quitándose el sombrero con una mano mientras que con la otra mostró un cheque que dejó encima de la mesa. Dijo que era una oferta razonable y que solo estaría vigente hasta la noche. Bien sabía que de no de vender aquellas tierras no nos quitaríamos el hambre ni a manotazos.
Padre quedó absorto, sin moverse de la silla en toda la tarde con el cheque delante, como una estatua esculpida sobre melancolía y piedra hasta que de repente, como movido por un resorte, se incorporó y dijo a madre que iría al pueblo a aceptar la oferta. Nos besó a los dos en la mejilla y se despidió.
Me gustaba pasear madre bajo la enorme cúpula transparente y después, sí no hacía mucho calor o demasiado frío, salíamos a los jardines atravesados por sinuosos senderos de cemento bordeados por aligustres y geranios. Empujaba la silla de ruedas de madre mientras le iba hablando de cosas intrascendentes del trabajo, de la última novia y cosas así. Tenía cuidado en no mencionarle la finca ni del tiempo en que estuvimos viviendo allí. Aunque en realidad daba igual de lo que le hablase porque parecía no escuchar.
En uno de aquellos paseos oí al personal de recepción decir unos apellidos que provocaron que mi corazón bombeara hiel en lugar de sangre.
La vida está trufada de coincidencias, extrañas casualidades con los que el destino quiere mostrar a sus invitados lo caprichoso que puede llegar a ser. Le gusta jugar convirtiéndonos en unos improvisados títeres movidos por unos hilos invisibles que solo él maneja a su antojo.
Dirigí la vista a recepción y mi mirada se encontró con el hombre al que momentos antes habían llamado por Montiña De los Santos. Estaba acompañado por dos hombres mucho más jóvenes que él. Parecían ser sus hijos a juzgar por su parecido físico y tras acompañarle hasta la entrada se despidieron con sonoras palmadas en la espalda y besos. Aquel apellido me estremeció. Aquel hombre fue quien mareó a mi padre con la promesa de un préstamo que nunca concedió.
A madre siempre le extrañó aquella coincidencia entre la negativa al préstamo y la visita a casa con la oferta de compra. Justo ese mismo día. Seguramente, nada más salir padre de la oficina, Montiña de los Santos habría avisado al terrateniente. Se rumoreaba en el pueblo que el ricachón le había hecho entrega de unas propiedades como pago a esos servicios y otros más.
Esa noche no pude conciliar el sueño. Mi cabeza se empeñaba en retrotraerse al fatídico día en que padre regresó del banco, vacío de ilusiones cuando comprendió que no podría seguir luchando por aquellos olivos en los que había trabajado desde niño, como antes su padre y antes el padre de su padre. Olivos por cuya savia circularon la sangre y el orgullo de varias generaciones suyas. Le tocaba a él, precisamente a él, el mal trago de poner fin, vencido por la adversidad, a una tradición cuyas raíces habían sujetado aquellos olivares como memoria a sus antepasados. Pero a padre, un hombre habituado a trabajar al aire libre, bajo la inclemencia del tiempo, hecho a moverse por lomas y vaguadas con la única compañía del sol, el frío o el calor dejar aquello era sencillamente como dejar de vivir.
Con la marcha a la ciudad madre nunca volvió a ser la misma. Trabajó en un pequeño quiosco de prensa, pero ya mustia como animal enjaulado sin que a sus ojos jamás regresara el brillo que antes desprendía su mirada. Fue madre quién aceptó la oferta de la compra, pero como lo hizo días después de la noche dada como plazo tuvo que ponerse de rodillas para que no le regatearan la cifra inicial.
Desde que supe de la existencia de aquel hombre frecuenté más la residencia. Paseaba a mi madre. Jugábamos a las cartas con el resto de internos mientras que aquel hombre ajeno a nuestra existencia y nuestra desgracia se cruzaba por delante de nosotros como si nada hubiese sucedido. Pude comprobar cómo Montiña de los Santos era una persona locuaz, con sus facultades mentales intactas y sin excesivos problemas de movilidad, es decir, que caminaba más o menos erguido y sin ayuda de bastón.
Aquella coincidencia, la de escuchar su apellido y verle allí en la residencia, despertó algo ácido, de color oscuro y denso en mi interior que durante mucho tiempo latía en silencio. Acudía desde entonces a la residencia con un ojo puesto en madre y otro en él. Incluso llegué a mantener algunas conversaciones intrascendentes con Montiña De los Santos. Cuando me preguntaba por madre, le decía que era viuda y que, desde entonces, primero la nostalgia y luego el Alzhéimer la consumían. No le mencioné nada de padre. Él me dijo que también era viudo y que sus dos hijos vivían muy lejos —aquellos que vi dándose palmadas y abrazos— y que no podían ocuparse de él por lo que prefirió “meterse” —así lo dijo— en la residencia, por propia voluntad.
Comencé a visitar a madre dos veces al día. El desayuno en el trabajo lo sacrificaba para acudir a la residencia. De reojo analizaba las costumbres de Montiña de los Santos. Leía el periódico a diario. Salía por costumbre a tomar café en cualquiera de las cafeterías de la plaza de enfrente de la residencia y tras dar un paseo por el casco antiguo regresaba mientras yo hablaba a madre de mi trabajo en el ayuntamiento, de mi última novia y de otras cosas que ni madre parecía comprender ni a mí me importaban demasiado.
Un día mencioné a madre el nombre de Montiña de los Santos. Quería ver su reacción al escuchar el apellido, pero madre no se inmutó. No expresó ni la más mínima reacción en su rostro, ni un pequeño guiño, ni un leve movimiento de cejas.
Nada.
En todos los aniversarios de aquel fatídico día me ocurría igual. Los psicólogos a los que había consultado me habían dicho que era una manera de somatizar aquel trauma. Pero lo que yo experimentaba era una angustia pesada y punzante insoportable de sobrellevar. Aquel día tampoco fue una excepción. Me excusé en el trabajo diciendo que no me encontraba bien. Lo cual era técnicamente cierto. Me encaminé a la plaza y me tropecé cuando salía de una de sus cafeterías al señor Montiña de los Santos.
Una coincidencia.
Le propuse dar un paseo. Dudó, pero accedió. Le empecé a hablar de mi trabajo en el ayuntamiento contándole las trampas de mil y un mal pagadores que viéndolos por la calle jamás pensaría uno que lo fueran, a lo que él siguió con batallitas de su pasado en el banco. Cuando quisimos acordar nos encontrábamos lejos de la residencia. Como el calor apretaba me ofrecí a acercarle en coche. Un coche que, por coincidencia, tenía aparcado cerca de donde nos encontrábamos en ese mismo momento.
Cuando Montiña De los Santos vio por su espejo retrovisor que dejábamos atrás los últimos edificios de la ciudad empezó a inquietarse. Le calmé diciéndole que prefería circunvalar la ciudad a callejear por las tripas de la ciudad llenas de semáforos y atascos a esas horas.
Después le dije que se me había pasado la salida de la autovía y que tendríamos que seguir varios kilómetros más hasta el siguiente cambio de sentido. Cuando dejé la autovía, nos adentramos por un camino rural y cuando el nerviosismo de Montiña De los Santos era más que palpable aparqué en un recodo oculto de un camino perdido, pero que conocía bien. En realidad todas aquellas tierras me las conocía al milímetro y al medio día en pleno verano estaba seguro que no nos cruzaríamos con nadie.
Negó a bajarse del vehículo y como mi repertorio de engaños se había agotado saqué del maletero una escopeta. Cuando le encañoné gruñó y obedeció. Empezamos a caminar y en el trayecto empecé a contarle cosas de la antigua finca y de la almazara. Escudriñaba su rostro en busca de alguna reacción, como cuando lleve a madre a su antiguo quiosco intentando que aquello le trajera recuerdos que a su vez tiraran de otros, pero en su rostro solo aparecía miedo y sudor.
Llegamos a la antigua almazara y desde allí ascendimos una pequeña loma rocosa. Justo en la cima se encontraba una sima y los rayos del sol casi llegaban hasta el fondo. Entonces le comenté que un mismo día como hoy padre tras darnos un beso a madre y a mí se encaminó a este lugar y se arrojó al interior de la sima.
Montiña de los Santos rompió a llorar.
Seguí contándole que aquella misma noche dormí con madre muertos de miedo los dos porque padre no se presentó en casa. A la mañana siguiente madre avisó a la guardia civil y dos días después se presentaron para decirnos que habían encontrado su cadáver en el fondo de aquella misma sima que ahora contemplábamos en el aniversario de su muerte.
Padre no dejó una sola nota.
Solo aquellos dos besos en nuestras mejillas.
El cheque apareció hecho trizas en el bolsillo de su chaqueta que a modo de señuelo dejó en el suelo al lado de la sima para que encontraran su cadáver.
Regresé a la residencia y paseé a madre bajo la cúpula y los jardines.
«Un día como hoy murió padre», susurré a madre.
Madre agarró con fuerza mis manos y le dije al mediodía que había ido a la sima acompañado de Montiña De los Santos. Madre al escuchar eso se giró hacia mí. En su mirada asomaba el miedo y sus manos empezaron a temblar. Le dije que cuando hice asomarse a Montiña De los Santos a la sima que se tragó a padre seguía reflejando la misma negrura que desprendía cuando fue ella acompañada por la guardia civil a por el cadáver solo que ahora, a diferencia de antes, sentía el consuelo del alivio incompleto de la venganza. Los ojos de madre brillaban inundados en lágrimas y giraba la cabeza a derecha e izquierda en un vano intento por negar la veracidad de lo que yo le contaba mientras paseábamos por aquellos bonitos jardines de la residencia pensando que tal vez aquel movimiento de cabeza de madre no fuera más que otra simple coincidencia.