
41. Eala
En la morada de Landahlauts, la difunta Eala espera soñando. Así ha sido desde antes de que existiera el tiempo y los planetas danzaran alrededor de un ardiente astro. Así fue desde que, celosa de su libertad, renegó de Cronos y su férreo control.
Eala, la frondosa floresta, yacía inánime, oculta a los ojos del mundo. Extendía sus calladas raíces por donde la tierra le permitía. Se alimentaba del agua que, soterrada, avanzaba decidida, y de la que las nubes le regalaban. Sobre el terreno variaba de árboles de altas copas a pequeños arbustos y flores. Era un bosque y era todos los bosques, su diversidad se acomodaba al espacio en el que habitaba, su calma y sosiego la hacían imperceptible ante los demás habitantes que la tomaban por algo que siempre había estado y siempre estará sobre la faz de la tierra. De una tierra cambiante, evolutiva, donde las criaturas del mar salieron a tierra firme, donde apareció una extraña especie que sería llamada ser humano. Estos humanos, débiles e indefensos, buscaban la fuerza del grupo para sobrevivir. Su ingenio, su astucia, sus habilidades y su fuerza de voluntad hicieron de esta raza la dueña y señora de aquellas tierras y aquellas aguas. Se cuidaban de muchas criaturas notablemente superiores, y abrazaban en pupilaje a otras con las que crear sinergias.
Exploró la estirpe humana, deseosa de saber más sobre quién era y dónde estaba, las aguas más profundas y las montañas más colosales. Su inquietud era tal que sorprendía al resto de especies y llamó la atención de los dioses. En su continuo escrutar conocieron a Eala. La frondosa floresta, el espeso boscaje, los suscribió y permitió que se acomodaran entre sus recovecos. Les ofrecía frutos de mil clases distintas, remedios para la salud, sombra en los días más calurosos y abrigo en las noches frías. Se dejaba pellizcar cuando buscaban leña para avivar los fuegos, y los alzaba a sus ramas para ponerlos a salvo. Tan solo pedía una cosa a cambio: respeto y comunión. Ese mundo, esa tierra, era de cada criatura que la pisaba y de ninguna al mismo tiempo. De las especies que pasaron, de las que la habitan y de las que estarán en los tiempos venideros.
Vivieron así varias edades en deferente armonía hasta que Cronos, alertado por aquellos comportamientos, decidió zanjar el asunto. Los celos le consumían. Él, castrador de dioses, no podía permitir que una titánide como Eala campara a sus anchas extendiendo la espesura por la tierra y formando alianzas a sus espaldas con otras especies. A los humanos los condenó a la vejez y el deterioro. Cogió un puñado de tierra y, con absoluto desdén, lo dejó caer en un ánfora con la forma del infinito. Cada vez que aparecía un nuevo humano sobre la tierra, repetía el proceso y colocaba la botija con la arena en la parte superior. Se divertía mirando como grano a grano iba atravesando el estrecho cuello hasta llenar el depósito inferior. Entonces se acercaba a ellos y, sin mediar palabra, los pisoteaba hasta dejarles los huesos convertidos en polvo, o soplaba sobre ellos para arrojarlos a las aguas de una mar embravecida.
La humanidad, confusa y destrozada, acudió a Eala en busca de ayuda y consejo. Con sus frutos, hierbas y hojas trató de sanar a cuantos pudo, pero el daño era irreparable en muchos de los casos. La humanidad era fértil, como Eala, y, con su ayuda, consiguió traer a este mundo nuevos humanos para poblarlo en mayor número que los caídos bajo el yugo del tiempo. Cronos, atento a la treta de aquellos insignificantes seres se presentó ante el gigantesco bosque que era Eala y le increpó por perder el tiempo y la energía con aquella especie condenada a la desaparición. La hermosa floresta era suya, le pertenecía, y detestaba sentirse amenazado por el poder que estaba forjando esa alianza entre la titánide y la raza humana.
Lucharon, pelearon como hacía siglos no se veía una contienda entre titanes, y Eala perdió ante las malintencionadas engañifas de Cronos. Cada envite del bosque colosal era repelido por las violentas fuerzas del Titán, llegó a herirle en alguna que otra ocasión, aunque nada había que pudiera hacer para salir victoriosa de la contienda. Cronos, como era de esperar, no estaba satisfecho con la simple victoria, nunca lo estaba. Tenía que humillar, reducir, aniquilar a su víctima. Así, negó cualquier fruto a Eala, la frondosa floresta. Le arrancó los coloridos requiebros y madrigales, las ramas y los esquejes, dejándole solo unas pequeñas perlas negras a simple vista inútiles y en las que ni tan siquiera reparó. Enterró su cuerpo lo más profundo que pudo, dejando apenas los pequeños troncos retorcidos por el dolor y el desespero. Anuló cualquier color que pudiera ofrecer para mantener su cuerpo gris, como quería que viviera su alma, y se marchó a su morada entre grandes carcajadas de orgullo. Eala, destrozada y sin fuerzas, cautiva de la tierra y desarmada de sus frutos, tan solo podía llorar y lamentarse de sí misma, encorvándose por el padecimiento, durante siglos. Tenía que salir de esa espiral de tormentos y torturas, tenía un compromiso, una responsabilidad con otras especies, pero apenas fuerzas más que para seguir gritando de dolor.
Los humanos, con el temor a que Cronos los matara en cualquier momento, debatían, intranquilos, sobre qué hacer para poder sobrevivir, al menos, hasta el día siguiente. Trataron de consolar a Eala, de reponerla, de devolverla a su estado de generosa fertilidad y obtener de nuevo sus frutos, hierbas y hojas reconfortantes y sanadoras, pero a Eala no le quedaba más que un hilo de vida.
Rota, destrozada, retorcida y gris no podía arrastrarse por el suelo. La fuerza de la tierra era descomunal y sus raíces no podían con ella. Apenas podía avanzar unos pocos centímetros hasta quedarse nuevamente sin energía. Pero tenía a los humanos bajo su protección. Se había comprometido con esa incansable criatura y debía mantenerla con vida al menos hasta el siguiente envite de Cronos. Solo tenía sus frutos negros. Pensó que, al igual que el Titán aplastó su alma contra el suelo, ella estaba obligada a hacer lo mismo con esas esferas. Y así lo hizo con sus últimas fuerzas, dejando escapar un hilo amarillo. Los humanos lo acogieron, reconociendo en ese líquido dorado los estertores de Eala. Ese regalo de Eala les sirvió para mantener sus alimentos, para ampliar su farmacopea, para sobreponerse a enfermedades de otro modo fatales, incluso les protegía del sol y de sus calores.
Durante las siguientes edades cuidaron de ella. Hacían canciones en su honor, escribían historias y poemas. Cortaban los troncos enfermos para alimentar a los sanos, nutrían el suelo que escondía sus raíces para que se mantuvieran fuertes y satisfechas. Hicieron de la pretérita frondosa floresta un bosque gris que, cuando florecía, regalaba los pocos colores que pudo mantener: hojas de mil verdes distintos, flores de un amarillo intenso y un fruto esmeralda que se iba oscureciendo poco a poco. Era entonces, una vez sus perlas habían tornado azabache intenso, cuando ella les regalaba lo único que le quedaba: el áureo líquido donde concentró todas sus virtudes: sanaba a los enfermos, fortalecía a los sanos, animaba los espíritus y elevaba las almas.
En derredor de aquella masa forestal se erigieron castillos y ciudades. Culturas y civilizaciones nacieron, conocieron su esplendor y se marchitaron a la sombra de sus troncos grises y retorcidos. Cambió la raza humana, pero ella permanecía serena e imperturbable. Como inmutable y entero continuó el cuidado de los humanos y la dádiva del oleoso fruto. Aquella alianza que se firmó en su día seguiría vigente, siglo tras siglo, mientras el respeto y la comunión siguieran presentes entre las especies, la frondosa floresta y la tierra que les había sido dada para pasar su existencia.
Con el paso de los tiempos, la relación se fue adaptando. Eala se dejaba cuidar y aquella raza de humanos curiosos comenzó a cultivarla en lugar de esperar a que nuevos troncos surgieran de manera silvestre. Alimentaban sus raíces no solo con el agua de la lluvia y el calor del sol, sino que fabricaron nutrientes para mantener la tierra fértil y generosa. Recolectaban sus frutos usando más artilugios que sus propias manos, y extraían el ansiado aceite con máquinas cada vez más rápidas y potentes. Incluso aprovecharon los huesos y el sobrante para distintas áreas y conocimientos. Tal fue el provecho de aquella relación, y tal el beneficio mutuo. De algún modo, la especie humana y Eala se fusionaron hasta ser parte de la misma criatura. Una simbiosis basada en el mutualismo donde ambos reinos se apoyaban en pos de un crecimiento común.
Mucho ha cambiado el mundo desde que la difunta Eala esperaba soñando en su morada de Landahlauts, pero aún sigue atenta, presente, solícita y, cada vez que el frío llega a la tierra de los hombres, ella no duda en ofrecerles sus negros frutos. No hay titán en este universo capaz romper el ciclo.