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40. Martes

Adriana Acosta Álvarez

 

“La melancolía es la felicidad de estar triste”.

Víctor Hugo

 

Hoy me siento melancólica.

Desde que tengo memoria me ha resultado inevitable mirar la vida sin el filtro de la melancolía.

Dicen que los artistas solemos serlo y aunque nuestro estado de ánimo suele asociarse a la tristeza, también está relacionado con un alto grado de sensibilidad. La melancolía no es más que un sentimiento que juega a recordarnos, en cualquier momento, algo que estuvo, que era bueno, y que quizá ya no podamos recuperar.

Eran las cinco de la mañana cuando emprendí el viaje, por fin volveré a verte.

Como una sucesión de viejas fotografías, el paisaje que me regalaba la ventana fue dejando atrás las grandes moles de cemento para vestirse de vacío, de tierra árida y de gris.

Unos cuantos árboles se asomaban por momentos a la escena, dejando entrever, con sus escasas ramas entre verde y ocre, los restos un ayer florecido «¡Cuánto pesa la soledad!» pensé.

Hay cierto dejo de melancolía en lo rural de mis lugares y resulta inevitable reconocerme en ellos.

Son las siete de la mañana y me esperan, aún, un par de horas de camino.

Decenas de historias corren detrás de mi prisa, intentan, en vano, canjearme por unos cuantos pesos el fruto de su trabajo; se estrellan contra mi indiferencia que no desea retrasar, ni un minuto, nuestro encuentro. Si vendieran, en frasquitos, el aroma del camino, juro que les compraría.

Sumergida en las imágenes que me ofrece la ventana, busco distraer la ansiedad que me produce tu inminente cercanía. Avanzo, el paisaje, de repente, se llena de color; largas hileras de pequeños frondosos de sonrisas blancas y aroma familiar evocan afectos entrañables y unos cuantos rubios gigantes, juntan sus ramas sobre mí, tal vez presintiendo nuestro encuentro.

Avanzo y, alimentado de kilómetros, el paisaje se acicala, «los contrastes», medité, «algunos somos otoño y vamos quedando atrás, otros, apenas, comienzan a llamarse primavera». Aún no se balancean los frutos del olivar en el cielo del camino, pero el blanco cremoso de sus flores promete prontas delicias y el aroma cosido en el recuerdo me hace volver a un viejo y gastado abril de aceitunas en la cocina de mi abuela.

Casi puedo ver el patio de la casa grande donde transcurrió mi infancia y el árbol de olivo donde, tantas veces, me recostaba exhausta, después de corretear por todo el lugar.

—¡Nooo! ¡Le duele! —gritó mi inocencia aferrándose al madero que sus manos agitaban con fuerza para tumbar los frutos, quería detener los golpes que Nona lanzaba a las ramas y me interpuse entre ella y el cargado olivar; se detuvo, me miró con toda la dulzura que puede caber en una sonrisa y procedió a agitar las ramas con delicadeza; me pidió, entonces, recoger las aceitunas regadas por el suelo. Traigo la escena en mi memoria, las recojo, las huelo, las arrojo al canasto, huelen a nona, a caricia tierna, nona huele a olivo; desde entonces amo ese aroma.

—Tendrás que hacerte fuerte, mi pequeña, los años te dejarán conocer el dolor, es inevitable— dijo Nona, con voz suave, —la vida te requerirá valiente y decidida para contener el madero.

Sin entender una sola de sus palabras la miré agradecida por detenerse. La abuela no mentía. Volvimos juntas a la cocina, con el canasto a medio llenar. Así como viaja mi alma hacia tu encuentro.

 

Rasgando el frágil velo del viento,

viajo hacia su presencia

la furia de la prisa no sabe pedir permiso.

Un reflejo conocido en la ventana

se pregunta:

¿A dónde irán todos esos árboles en veloz contravía?

Me detengo ante la duda,

Los olivos se enderezan y alisan su vestido,

sonríen de blanco,

le ofrecen paz a mi avanzada.

El desfile amarillo de los robles

también se detiene y me observa,

me gustan,

quiero llevármelos puestos,

yerguen sus tallos,

y llueven flores para mí.

No logro recordar si las flores te gustan blancas o amarillas.

 

¿Cuántas despedidas contiene un reloj?

¡Qué insuficiente es el tiempo, cuando se trata de verte!

Son las cinco de la tarde, apremia el adiós, y la melancolía de no poder tocarte arde como una herida en mi pecho, debo emprender el regreso.

Tu imagen se hace pequeña en el retrovisor, avanzo.

 

Alfombra dorada sobre asfalto gris

y el viento oscuro y roto

contra el plateado cristal

de una ventana que regresa vacía,

colorean la fotografía del desencuentro.

Crecen tormentas en los ojos

por la libertad condicional

de un martes cualquiera

que se extingue

sin el delito de haberte besado.

 

Rasgando el frágil velo del viento,

viajo desde su ausencia,

la furia de la prisa no sabe pedir permiso.

 

Me detengo a descansar, he conducido por horas.

Una mujer joven, de aspecto humilde, logra desconectarme, por un momento, de la miseria de irme de ti; con prodigiosa habilidad, alza con una mano a un pequeño que llora a sus pies y lo acomoda, de un solo movimiento, en el lado izquierdo de su vientre. Mientras acaricia su cabeza para hacerlo dormir, continúa dirigiéndose a un nutrido grupo de personas que, sentados en la arena, casi al borde la vía, parecen absortos ante su discurso; mi corazón se contrajo frente el precario escenario, ¡cuánta pobreza!, ¡cuánto abandono agobia a mi gente! recordé el madero y el olivo.

Tal vez pensaba, también, en mis carencias.

Un coro repentino de voces me saca del letargo; alguien golpea con ritmo una gran lata cuadrada, que antes contuvo alguna marca conocida de aceite comestible, y que ahora, puesta boca abajo hace las veces de tambor animando a los demás; el resto de los presentes entona, con frenética pasión, una alborozada melodía que no alcanzo a identificar. Mi visión de la escena cambia, presentirlos dueños de una riqueza que tal vez yo ignoro, me hace sonreír.

La noche comenzaba a dejarse ver, la penumbra no me permite ver los árboles, sin embargo aún puedo percibir su aroma; debo apresurarme para huir de la oscuridad.

¿Se podrá huir de lo que llevamos dentro?

La imagen de aquella desconocida acompañó, durante varios kilómetros, mi camino de vuelta;  en medio del desánimo pensaba en ella y en el niño que se consolaba en su costado, admito que me impresionó, la reconocí valiente, deseé con fervor que nunca se callara su voz y en silencio, oré por ella;  funestas imágenes acudieron a mi mente y entonces oré también, por cada valiente al que el madero de la injusticia de los cobardes le sepultó la voz y con un dejo de vergüenza que me recorría la espina dorsal, reconociéndome banal e indiferente, oré también por mí y mi estúpida manía de extrañarte.

Me detuve, acudiendo de nuevo a la urgencia escribir.

 

Han sepultado las voces de mis valientes.

Flores rojas germinan en la piel

y en el llanto de los que se quedan.

Enmudecen los ojos manchados de miedo,

su lluvia no es suficiente

para humedecer la semilla plantada en el campo santo.

El miedo nos crece silvestre en las esquinas

¡Calla!, susurra la viuda a sus hijos.

¡No mires, no es contigo!

canta desde la acera, la indiferencia.

Hoy han sembrado cayenas

en la espalda de mi hermano.

¿Quién gritará las palabras que segaron de su boca?

La mordaza del pensamiento, con su vestido negro

coló por las rendijas de sus labios las temibles flores rojas.

El dedo del silencio que apunta y dispara,

se las plantó en la frente, en el pecho y en la voz.

¡Cuídate hermano!

que los cobardes andan sembrando flores rojas

en el pecho de mis valientes.

 

He llegado a casa, traigo conmigo el suave aroma a olivo del camino, el peso de tu ausencia y mi vieja melancolía; la valentía de aquella desconocida también se vino conmigo.

Dicen que la melancolía no es más que un sentimiento que juega a recordarnos, en cualquier momento, algo que estuvo, que era bueno, y que quizá ya no podamos recuperar.

Tal vez no sea el caso, estar lejos no es igual que haber partido y tú y yo, a pesar de los kilómetros y las malas decisiones, seguimos aquí.

Viajar puede ser un recorrido simultáneo entre el camino y los pliegues de la memoria; el paisaje, como una película que sucede ante mis ojos, fue haciéndome protagonista del gran escenario de mis propias dudas, saturada de recuerdos que se agolparon en los ojos, traje encima mi marcada fascinación por los árboles, unos cuantos apegos y aquellos aromas conocidos que, mientras avanzaba, fueron dando respuesta a viejas preguntas.

Mis ganas de verte y yo, culminamos un viaje de ida y vuelta hacia la melancolía.

El reloj muestra las once de la noche de otro martes cualquiera, me preparo para dormir, pienso en nosotros y en cómo tornar a mi favor esta voluntariosa y amada melancolía; vuelvo a pensar en la desconocida y en los valientes que ya no están; me pesa la indiferencia, me pesan los cobardes, me pesa la conciencia; algo en mí quiere ser como ella. Cierro los ojos, vuelvo a pensarte, quisiera que estuvieras aquí, abrazándome hasta dormir; me pesan los recuerdos, extraño ser niña y no conocer el dolor, extraño aquel patio, extraño a la abuela y su aroma a aceitunas ¡cuánta razón tenía!  Los años me han hecho fuerte. No logro conciliar el sueño. Ahora lo entiendo, debo detener el madero, voy a tomar las riendas de mi sonrisa; de nuevo acudo a la urgencia escribir.

 

Me elijo libre, levanto el ancla,

renuncio a esperar,

me haré semilla,

romperé la tierra,

resurgiré en primavera,

seré aroma, pétalo, color

y el viento, finalmente,

me levantará en sus brazos

o tal vez,

con un poco de suerte,

algún libro me guarde entre sus letras.

 

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