MásQueCuentos

39. Paisaje al óleo

Dela Uvedoble

 

Las noches de invierno fueron menos oscuras en el prodigioso año noventa y siete. El cometa Hale-Bopp pasó meses ejerciendo de orfebre, plateando los olivos con finas manos de vapor helado. Celia apenas despertaba a la vida y ya corría por el olivar semejando una Caperucita azul celeste, protegida por el paño de su trenca. El astro parecía anclado en el cielo como la estrella de Oriente que se afianza con chinchetas sobre el portal de Belén, aunque de forma imperceptible cada día se alejara un poco más. La niña lo señalaba con el breve índice extendido, asombrada por ver una luna con dos rabos. Ella, tras el escudo de la inocencia, ignoraba que fuese un espectáculo único. Su perro negro la seguía a modo de lobo amigo que echa por alto la mala fama del semejante del cuento. La oscuridad del pelaje se tornaba argenta, piel de leyenda soñada por cazadores fantasiosos. Al igual, la corteza de los árboles adquiría una sedosidad lechosa, menos rugosa a la vista engañada por el resplandor. Los incipientes frutos relucían en las ramas convirtiendo el olivar en un escenario mágico. Si Cristo rogó a su padre en Getsemaní apartar el cáliz bajo una luz semejante, con más pena debió aceptar padecer en el madero.

Los adultos nos acostumbramos con el paso de los días al milagro que se alzaba en el cielo, que lo era a pesar de las explicaciones científicas, intentando con torpeza inmortalizarlo con pobres cámaras de aficionado.

Sin embargo, los olivos permanecían impertérritos; ya habían visto otras estrellas itinerantes y, si ninguna mano asesina los desarraigaba, verían miles más. Ellos pueden vivir dos veces mil vidas.

Ese año las olivas parieron un aceite singular. Cuentan que sabía dulce y dejaba los labios escarchados de luceros.

Solo bajo la luz de un cometa se revelan hadas, duendes y otras criaturas que la noche ampara. Yo gocé de ese privilegio y puedo contar de la maravilla de sus bailes y el néctar de sus cantos. Ellos viven en el interior de los olivos por ser lugar cálido y sagrado. ¡Ay de quien dañe a este árbol que da sombra y alimento! En la antigüedad el jugo de sus olivas proporcionaba el combustible que barría las tinieblas, ungía el cuerpo de los atletas amados por los dioses e incluso hoy en día, los pies de los que van a partir para no regresar. La garrota temible de Hércules era de sarmentosa madera de olivo, la mejor también para fabricar cucharas que remueven los guisos, las ricas migas de sartén.

Los olivos beben luna, son alquimistas que convierten la plata en oro asimilando estoicos su destino; no lloran las aceitunas cuando las aplastan, sino que se derriten de amor concibiendo el aceite. La más bella y provechosa metamorfosis que fruto alguno pueda tener.

Si alguna vez te quedas prendido por las ramas de un olivo párate y mira alrededor antes de desasirte, te está diciendo que te cuides. Hay seres que gustan de jugar con los humanos vertiendo su aliento ponzoñoso en la oreja para despojarlos de voluntad. Luego, con ayuda de hormigas esclavas, los conducen a su guarida y allí los dejan por cien años que, en su cómputo, apenas son horas, obligándoles a distraerlos contándoles cuentos.

Los árboles intentan protegernos de estos hechizos, pero rara vez les hacemos caso y casi nunca los entendemos. No pocos leñadores han encontrado al talar una figura humanoide acortezada, que ha sangrado al trocearla y sisea mientras se quema en la chimenea, liberándose su alma al escapar por el tiro.

Yo nací en una ciudad pequeña con ínfulas de urbanita por tener puerto de mar y estar abierta a innúmeras culturas. Solo conocí los árboles del parque y algún ejemplar anémico que sobrevivía en alcorque. Los veranos, cuando me llevaban a casa de los abuelos situada en una provincia del interior, merendábamos bajo un olivo el canto de pan que mi abuelo cortaba desentrañándolo de la miga. Mi abuela lo había amasado en la artesa y cocido en el horno árabe insuflándole el mismo bronce de su piel de labradora. Luego, con una alcuza de metal, los empapaba de aceite, les ponía un poquito de sal y los volvía a tapar con el migajón. Nos contaban que la sabrosa grasa, más saludable que la presuntuosa mantequilla, salía de las aceitunas. Referían que mis ojos eran verdes porque mi madre se dio atracones de ellas cuando yo aún estaba en su barriga. Las primas protestaban ya que ellas los tenían oscuros a lo que el abuelo daba explicación de que mi tía prefería comerse las negras, mauras ya, tal cagarruta de cabra, pero bien guenas. Yo mordisqueaba con devoción mi hoyito para mantener el iris de color hierba; quería ser diferente a mis parientas que eran unas glotonas y asaltaban la fresquera comiéndose las rosquillas que la yaya freía para mí cuando se enteraba de que iba a ir a verlos. Pocas veces conseguía probarlas a no ser que mi abuela las escondiera en el último cajón de la cómoda. Con la excusa de rezar por mis tíos nonatos, sus hijos muertos medio siglo antes, me llamaba a su cuarto segura de que las demás nietas se aburrirían satisfaciendo semejante capricho. Sobre el macael del macizo mueble se amontonaban cachivaches, fotos borrosas, una polvera con talco y una virgen de la Cabeza resguardada en una urna entre flores de plexiglás. Enfrente brillaban cinco mariposas de luz, flotando en un lago de aceite contenido en un tazón.

—Una por cada niño muerto, hija, ahora son ángeles. El aceite es güeno pá tó, hasta pá honrar a los difuntos.

Yo me empinaba sobre las puntas de los pies tratando de vislumbrar el reflejo de las alas en el óleo mientras ella sacaba los dulces de su escondrijo.

—Come, hija, come, que estás encanijá -y apostillaba- la masa está hecha con aceite y fritas en él, ¡bendito sea!

Y mientras yo roía la rosquillla, con más ilusión por la deferencia que hambre, me ilustraba: “Que en tu casa nunca falte una garrafita de aceite, ni carbón pá la lumbre ni sal pal gusto; en habiendo eso y pan, allá vengan toas”.

Hasta entonces pensé que el aceite lo fabricaban en un almacén de mi barrio donde lo vendían a granel. Nada más entrar asaltaba la nariz un olor picante, agradecido. Las mujeres llevaban damajuanas de cristal verde para que se las llenasen de un líquido espeso y glauco que un hombretón con delantal de hule hacía ascender por unos tubos nacidos del mostrador y accionados por una manivela. A golpe de muñeca y en dirección contraria el aceite, que tal era el líquido, pasaba del tubo a la botella. En casa, mi madre lo envasaba a su vez en un frasco de cristal muy bonito, emparejado con otro que contenía vinagre, ambos acampados en un soporte que los unía en vínculo tan cuasi sagrado que, el uno sin el otro, parecía viudo. Qué iba a saber yo entonces que sus antepasados eran uvas y aceitunas.

Un día mi abuelo encontró un polluelo de mochuelo, animal favorito de Atenea, diosa que cuentan las leyendas regaló el olivo a los mortales. Lo tuvo en su casa hasta que al poco amaneció muerto debajo de la hornilla de gas, quizá intoxicado por este. Un dolor, como tren largo y negro, recorrió mis tripas al saberlo. Ahora, conocedora de tristezas y experiencias, estoy convencida de que se inmoló, incapaz de aguantar el cautiverio.

Aún se me aparecen en pesadillas sus ojos circulares, cetrinos, de gato espantado; puede que su madre frecuentara ermitas, sobrevolara olivadas y bebiera el óleo de los velones de Santa María lo mismo que la lechuza cantada por Machado. Con esa pobre ave aprendí que la libertad es el bien más precioso y nadie, ni siquiera un abuelo, tiene derecho a privar a otro de ella.

Años más tarde ese terreno fue recalificado y unos chalés clónicos ocuparon su suelo. Tan solo quedó un olivo al borde de un otero. Era como un suicida indeciso que jornada tras jornada postergara la acción. Lo vi resistir hasta que un noviembre cayó como sus compañeros dejando paso a un letrero luminoso que anunciaba un lugar donde comer rápido y con los dedos, ya que tales aberraciones se ven normales en nuestros días.

Fue por esa época cuando me mudé a una casa vieja y agrietada, la que podía pagar entonces, con techo de cañizo y teja plana, blanqueada con cal. Tras ella se extendía un campo de olivos que me parecía inmenso y constituyó desde entonces mi lujo. Al recorrerlo por primera vez estando embarazada comprobé que era mágico. Ahí empecé a intuir la existencia de seres invisibles a los ojos terrenales. La criatura que llevaba dentro se agitaba en cada paseo y cuando arrimaba el vientre pleno a un tronco percibía como se aceleraban sus latidos, dándome patadas por la impaciencia de salir.

La llamé Celia, como la niña preguntona de los cuentos. Apenas aprendió a caminar se procuró la amistad de cigarrones y escarabajos haciéndose lideresa de la manada de perros que compartían con nosotros techo y pan. Cierta tarde uno de ellos trajo en la boca un dinosaurio en miniatura, dejándolo a sus pies. Era un camaleón que habría perdido el equilibrio al sacar la lengua para cazar la cena, acabando en el suelo.

Lo subimos a un olivo que es su hogar. La chiquilla lo tomó sin miedo. Él se agarró con sus manoplas a la manga, enroscada la cola como una rueda de churros. Yo la aupé y el animal, con la parsimonia de los reptiles, se enganchó a la rama que le ofrecía cobijo. Antes de mimetizarse con ella quiso agradecerle el favor a su salvadora, despidiéndose con guiños de sus ojos roll on.

Desde entonces, en cada paseo, Celia se asomaba a las oquedades de los olivos y lo llamaba con su media lengua: “Calión, ¿tás ahí?, ¡sal!”

Al llegar el cometa Hale-Bopp el olivar se llenó de voces mudas, tanto ella como los canes y yo las sentíamos en cada paseo. Gracias a la luz del astro la niña podía correr entre los árboles libremente y yo no la perdía de vista. Además, sé que si algún martinillo hubiera intentado llevársela, los olivos me hubieran avisado con el susurro de sus hojas. Ya de mayor ella no lo recuerda, piensa que eran cuentos de mamá aprensiva que inventaba para que no se alejara de mí y se perdiera.

Celia y después su hermano, emprendieron pronto el vuelo a otras ciudades lejanas donde la gente vive en colmenas de hormigón y los animales estorban. A veces, cuando regresan a casa por unos días, me hago la ilusión de que van a recordar el lenguaje de los olivos. No es así, lo olvidaron por completo. Ellos se expresan ahora en un idioma de plástico que me cuesta entender.

Tengo el pelo blanco y mis piernas se casan subiendo las cuestas. El olivar subsiste desaliñado y sin que nadie recoja sus frutos. Estos caen al suelo sirviendo de aperitivo a ratas, conejos y a veces, a la hueste perruna que pasea por allí. Las hadas revoletean a mi alrededor disfrazadas de moscas impertinentes, pero yo las reconozco llamándolas por sus nombres impronunciables. No han envejecido ni un ápice ni lo harán nunca.

He visto a los viejos árboles tintados de todos los colores. Rojos por el atardecer, amarillo pajizo al mediodía de verano, casi azules bajo la lluvia del invierno.

Los perros que pasean conmigo son otros, su vida es tan corta que caben seis generaciones de ellos en la de un humano. La mía, que ha sido larga, es un soplo comparada con la de los olivos. Me consuela saber que estarán aquí cuando yo desaparezca, siendo sus hojas símbolo de armisticio entre dios y su creación.

Mi casa ahora, tras mucho esfuerzo, es confortable. Me resguarda del sol y del frío. Tiene buena techumbre y una salamandra de hierro donde quemo para calentarme retama y olivo. Hasta en su fin este árbol es generoso.

Aún me quedan por disfrutar algunas madrugadas paseando entre ellos. Mis canes corretearán a los gazapos sin otra intención que la del juego. En las noches de agosto despotricarán las chicharras rabiosas de calor y lloverán sobre nosotros las estrellas como el azúcar en un trozo de pan aceitado y caliente.

Por tales cosas aquí, bajo la olivada, quisiera dormir mi más largo sueño.

* La fotografía que acompaña al texto es de autoría propia. Ambos se titulan: “Paisaje al óleo”

Scroll Up