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36. El Olivo de Judas

René Pérez Pérez

 

Los olivos siempre hemos contribuido a la redacción de los episodios más insignes de la historia de los hombres. Pero no lo digo por ciego y petulante corporativismo, no, no. Lo digo porque lo sé de buen aceite. Llevo aquí, en este fastuoso olivar, rodeado de una deliciosa fragancia de aceituna afrutada y un paisaje teñido de verde que embriaga el paladar de quien asoma entre sus fauces, más de dos mil años. Hay quien cifra nuestra esperanza de vida hasta en tres mil… No me gusta esta expresión: ¡“esperanza de vida”! Parece que al decirla estamos más preocupados por la muerte que por la vida, por cuánto nos queda, que por disfrutar de ella.

Precisamente por estos derroteros fluye lo que pretendía ilustrando a mi pequeño brote de olivo la semana pasada. Me preguntaba cuál era el sino de su existencia. Los olivos somos milenarios, y esa dilatada experiencia nos dota de una sabiduría sin parangón, que muchos de nosotros no desaprovechamos. Entre el reino vegetal somos la referencia a la que todos acuden y el puntal de sustentación de sus troncos. El respeto hacia nuestra figura es incontable. Mi misión ahora consiste en adoctrinar a las plántulas y conseguir de ellas un crecimiento sólido en valores. Me lo he ganado; antes no era así. Pero la longevidad aporta beneficios que engrosan la corteza del tronco y enriquece la savia que circula en su interior. No obstante, esto no siempre se cumple. Tengo especímenes vecinos cuya misión en la vida no ha pasado de aquella para la que vinimos a este mundo. Se conforman con dotar de uno de los frutos más suculentos y espectaculares a la naturaleza: el aceite. Y a fe que, suficiente y muy loable cometido este. La aportación de frutos, la frondosidad de aceitunas y la calidad y el sabor de estas depende del mimo y el amor con que uno desempeña su tarea. Conozco arboledas repletas de troncos sin pasión ni más miras que ser apaleados una vez al año y ver así liberado su peso y con ella aliviado su trabajo. Aun así, el beneficio del producto que desalojamos es oro puro y de buena tinta sé que los hombres lo valoran como un tesoro para su paladar.

Yo no, siempre he sido un inconformista. He sido un vegetal inquieto y con ganas de revolucionar una, aparentemente, anodina existencia como la nuestra. Cuando el resto maduraba sus frutos al tiempo convenido, yo ya los había oscurecido mucho antes. He vivido libre, al ritmo de mi propia fotosíntesis, sin seguir el dictado de nadie. Y he teñido, con el pincel de mi propia conciencia, mis olivas cuando me ha venido en gana. Aún recuerdo la extrañeza de los recogedores, que cuando llegaban a mi altura, se cruzaban de bruces con el olivo que siempre daba aceitunas negras sin el tratamiento debido.

Me he atrevido con cualquiera, no me creo menos que nadie y he aprendido que, tampoco más que el vecino, se debe pensar uno que lo es. Este es el primero de los consejos que inculco en mi labor instructora actual. Pero la resignación y la sumisión no han sido mi bandera jamás. Y en esto incluyo a los humanos. ¡Ni con ellos han temblado mis afiladas hojas un ápice! Todo lo contrario. Y todo lo extraño, si pulsáis el sentir general de mis untuosos colegas.

La justicia sí es una de las ramas más fuertes de mi gruesa cáscara. Lo contrario me devana los sesos. No puedo evitarlo. Otra es la lealtad, valores grabados a fuego en mis sólidas raíces, y no a navaja como los insulsos corazones de los hombres tallados en nuestras cortezas. Ahora en mi senectud, no tengo los arrestos que siempre ostenté, pero digamos que todavía no me rindo y además lo complemento con la sabiduría y la templanza que dan los años y la experiencia de lo vivido.

Pues bien, tan diáfanos debieron de ser mis principios, que esta fue, precisamente, la voluntad que para mí quisieron los olivos milenarios por entonces. En el reparto de los designios de los maestros, el mío fue encargarme de impartir la equidad, la honestidad y el derecho allí donde me topase con la oportunidad de hacerlo. Complejo cometido –pensé entonces cuando lucía una fastuosa y envidiable melena de ramas y hojas–, pero de ningún modo me arrugué en el hacimiento de la mejor voluntad de mi encomienda.

En esta misión me he encontrado de todo: árboles que solo piensan en sí mismos, y deciden privar del maravilloso manjar oleaginoso a la humanidad, presa del egoísmo más exacerbado bajo el pensamiento de que si no es para mí, tampoco para ninguno. En qué copa cabe que, si no puedo tenerlo yo, lo elimino para hacer daño al otro… a una trastornada, no cabe duda. Si os preguntáis cómo fue mi resolución ante estos conflictos, os diré que a esos los tuve yo alimentándose de agua con poco volumen ferruginoso durante una buena temporadita. O aquella ocasión en que la sombra de un gran olivo causaba la mayor de las envidias entre sus vecinos de huerto. Estos le acusaban de permitir crecer desmesuradamente sus ramas, sin cuidado, derrochando aceitunas y bondades, pero desposeyendo de rayos de sol al resto, cuando realmente, de lo que estaba despojando a los demás era de su propio interés por la vida, preocupándose únicamente de la de el de enfrente. La situación cayó por su propio peso, el labrador terminaba podando y desnudando de palos y de alma a quienes no luchaban por tenerla nunca, y premiando al que su afán tenía por trabajar y mostrar su lustre a los demás. La crítica dañina es propiedad de quien no alcanza lo mismito que mal juzga, y es la consecuencia de la envidia más rastrera.

Y es que me hierve la savia.

Otros verdes compañeros han acometido diversas ocupaciones que les han sido asignadas, como la misma belleza. Así, sin más. Pocos espectáculos naturales hay más apolíneos que ver un fuerte olivo, suspendido a partir de su achatado y venoso tallo, comprimido y corpulento, retorcido como si el dolor del peso de su fruto tallase su figura, hinchase sus vasos conductores, a punto de reventar de orgullo. Y ataviado después, para la ocasión, con el fastuoso manto abigarrado de largas y finas hojas color botella, apuntando como agujas afiladas al corazón del brillante óvalo carnoso. Verde, sana, cargada de luz y de sabor. Por un lado, puntiaguda y por el otro cosida a la rama como el cordón umbilical de una nueva vida rebosante de salud y de sabor.

En Getsemaní somos muchos compañeros. Cada uno de su esqueje y de su semilla. Así que cada cual es como es, y todos respetables, pero nunca iguales. Ni a todos se puede tener la misma consideración. Y según su carácter, así los viejos maestros reparten las misiones. A unos se les confía la de proteger a los débiles, a otros la de compartir su sabiduría, o simplemente mostrar al mundo su belleza, la fuerza, el tesón, la constancia, el esfuerzo o la templanza. Cada uno se encarga de representar un valor moral. Aquí, en este mi huerto de los olivos, se han acometido grandes hitos, célebres y que perduran a lo largo de los tiempos, como aquel compañero al que asignaron la labor de la confianza, de saber escuchar –empresa nada sencilla por otra parte– y de servir de paño de lágrimas al aturdido. Fue aquel que sobrellevó, con una entereza y un saber estar admirable, la oración de Jesucristo antes de ser arrestado. Fue quien recibió a un ser, al fin y al cabo, humano con sus debilidades y sus tribulaciones, en una situación límite, y le aportó un consuelo y una serenidad harto difícil de conseguir. Recuerdo verlo pasar, temblar y estremecer su cuerpo cual frágil rama agitada por el viento con el pavor de un niño indefenso que asoma al mundo por primera vez, desconociendo pero intuyendo, los riesgos que lo acucian. Estoy viendo, como si fuera hoy mismo, su gesto compungido, agarrotado como la mayor de las prensas que, en tan solo segundos, deshaga en pedazos toda una existencia, una ilusión y un proyecto de una vida que tal vez no fuese propia. Lo estoy viendo acercarse al olivo, arrodillarse entregado a mi compañero, y este recibirlo como al hijo revoltoso, el que nunca quiso saber de ti y vuelve implorando clemencia, y acogerlo como al más querido. Los olivos somos así, cumplimos nuestra embajada de vida como el que más, y somos fieles a los principios que los hombres dictan para después no cumplir.

Este compañero olivo es hoy mi mano derecha, siendo yo ahora el supremo del Consejo milenario. Llegué a este puesto de Maestro Mayor hace muchísimos años, en la misma época que mi adlátere, cuando los cristianos y los romanos se empeñaban en demostrar que las diferencias de los hombres, por el mero hecho de pensar distinto, creer en un dios o en otro, deben resolverse matándose unos a otros. Aunque representa una idea complicada de concebir entre los olivos, mi encomienda era, como ya conocéis, la de impartir justicia.

Hace unos días, mi pequeño brote me preguntaba la razón de mi ascenso y mi posición privilegiada en la jerarquía olivar. Le expliqué que yo no soporto a los traidores y, lo reconozco, llevé al límite mi misión, pero no soy capaz de reprimir mi instinto cuando, como creo firmemente en la lealtad, esta se trasgrede gratuitamente. Perdón, no fue de balde, sino todo lo contrario, por un puñado de jodidas monedas. Sí, yo fui quien ahorcó a Judas el que llamaban Iscariote. Él no se suicidó, no fue voluntad propia, si bien no me importa que la versión siga siendo aquella. Luchó por su vida como un animal acorralado y ajusticiado por el ciclo natural de la vida. Pataleó, gimió, babeó y sufrió los rigores de la felonía en su rostro aterrorizado. Las facciones de su cara se descompusieron como mantequilla, retratando en su cuello la vileza, inflado hasta reventar por sus venas la infidelidad y el ultraje. Fui yo y no me arrepiento, nunca lo hice y, a tenor de lo visto, no me pintó mal en la vida por ello.

No fue el Cercis siliquastrum, el precioso e inofensivo árbol del amor, con todo mi respeto y admiración, pero no fue él. No quiero quitarle mérito, sin embargo fui yo, un olivo. Y no es casualidad, los olivos somos los reyes de entre los árboles. Pero también entre el resto de los moradores de la tierra. Los que ponemos cordura entre la insensatez de este mundo.

Cuando nos veas, admires nuestro esplendor y, por supuesto pienses en las bondades del exquisito manjar de dioses que portamos, recuérdalo también.

 

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